Hace tiempo que Eugenia Straccali viene explorando de vértigo en vértigo su yo mítico con el propósito de dar a la mujer el papel de supremacía que siempre ha merecido en el concierto histórico y que el capricho (o el miedo) de los dioses, a través de la preponderancia meramente animal del hombre, le viene negando. Al menos, eso nos parece.
Lujosos botones de muestra, sus libros Ninfas (no musas), El alfabeto de los árboles, Medusa y la obra cuyo intento de reseña ofrecemos hoy a nuestros lectores. (Suponemos que también Soy bruja, pero espera su momento, que será cuando los salados efluvios de ¿Por qué no hablan las sirenas? aflojen con su hechizo.)
Anotamos por ahí arriba "dar a la mujer el papel de supremacía que siempre ha merecido": expresión machista cabal (una más y van...) porque supone seguir ignorándola como protagonista central de la Historia, soslayar su matriarcado rector que ha disipado tantas veces las tinieblas del mundo. Corregimos, entonces: devolver a la mujer el papel de supremacía, o cuando menos de igualdad, que nunca debió serle arrebatado. Robert Graves ha hablado sobre ello.
Pero nos parece que Eugenia va más allá, que en su búsqueda se extravía en un reino oscuro: el reino de las pulsiones femeninas contenidas cada vez con mayor esfuerzo, y que cuando vuelvan a desatarse como en aquellos territorios míticos por los que discurre... tal vez sea demasiado tarde para el hombre. Con terror y fascinación percibimos esto en cada una de sus obras, ineluctable constante.
¿Por qué no hablan las sirenas? (Editorial Prueba de Galera, 2019) es, en relación a lo anterior, un grito abisal desde las profundidades del tiempo. Y todos los hombres deberíamos ser Butes o Ulises, escuchar ese canto afinado y discordante a la vez, y acatar buenamente su demanda de justicia, lo cual no garantiza no sucumbir. Porque en verdad creemos que es tarde, que estiramos demasiado la cuerda de bronce de la paciencia femenina convirtiéndola en una finísima hebra de Stradivarius de la que brotan las notas de una cólera contenida durante demasiado tiempo, ni más ni menos que el canto que sube desde el "vientre rapaz" de cada ménade marina que nos mira sin perdón ni piedad alguna en los ojos.
Y tal demanda, expresada como un verdadero canto de sirena.
Dignos de mención son también el prólogo, todo un tour de force de Germán Prósperi sobre un texto poco menos que inasible, y las delicadas acuarelas de Mariana Soibelzon, que parecen licuarse apenas vistas.
Un libro bellísimo y terrible que pone el nombre de Straccali, en la Alejandría de nuestras preferencias, junto a los de Hesíodo, Homero, Graves, Detienne, Quignard y un puñado más de plumas inolvidables.
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Trémolos altos del poema:
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