Una desavenencia marital me empuja a escribir sobre el impactante final de Los Borgia, la suntuosa serie de Neil Jordan aparecida en 2011 y que se extendiera, a lo largo de tres temporadas, hasta junio de 2013.
Suntuoso el guión, suntuosos los decorados y locaciones, suntuoso el vestuario de la exquisita Gabriela Pescucci, suntuosas las actuaciones (con el incomparable Jeremy Irons a la cabeza en el papel del Papa Borgia que no podría mejorar ni el mismísimo Alejandro VI si sacudiera el polvo de su mortaja y volviera al sitial de San Pedro)... Imagino los sueños de Jordan cuando daba vueltas a su idea, en ciernes aún. Sueños poblados de terciopelos cárdenos, liturgias católicas, ruinas paganas, cuerpos desnudos entre sedas, antorchas, puñales ensangrentados y, a la luz de las lámparas votivas, la hipnótica fosforescencia de los venenos. Casi puedo sentir sus contracciones de placer ante el chispazo onírico de una escena y la inminencia de una polución irresistible. E imaginarlo anotando frenéticamente sus visiones, rodeado de los volúmenes que lo cebaran como la carne cruda a un leopardo (Dumas, Symonds, Swinburne, Apollinaire...), y también de muchos libros de arte, amén de incontables reproducciones adquiridas en museos italianos, como debe ser tratándose de un renacentista de fuste. Porque hablo de una obra que celebrarían Leonardo, Rafael o Cellini si fueran contemporáneos nuestros.
Podría pasarme una noche entera (no se puede escribir sobre los Borgia a la luz del día) hablando de tal o cual escultura del Cinquecento, de la agonía de un cardenal envenenado, del delicado perfil de Lotte Verbeek (Giulia Farnese); de la aniñada y pícara Lucrecia, de un vestido de brocado, del modo casi pornográfico -por la lascivia que trasunta su rostro y el obsceno movimiento de una mano- con el que Irons sorprende a una joven disfrazada de artesano arrancándole el gorro y revelando su caudalosa cabellera rubia; del fasto con que es conducida a Roma, encadenada, la Tigresa de Forli; de la muerte por fuego del deslenguado Savonarola, del asesinato del duque de Gandia, del gay saber del sicario de César Borgia... En fin, de todo lo que exorna esta maravillosa serie que tiene el sello de agua de otros trabajos de Jordan de parecida sensualidad estética (En compañía de lobos, Entrevista con el vampiro, Byzantium).
Pero quiero referirme sólo a la última escena, a su "cortante final", según mi ofuscada esposa.
Para describirlo, debo hacer una revelación. Así que quien no haya visto la serie y piense hacerlo, absténgase de seguir leyendo. El que avisa...
En una situación confusa, César Borgia hiere gravemente al esposo de su hermana, Alfonso de Aragón. Lucrecia, que no ama a Alfonso pero siente por él un afecto fraternal, lo socorre mientras culpa a César del hecho luctuoso. La muerte del príncipe de Salerno allanaría el camino entre los dos hermanos que se aman más allá de los límites del incesto. Jordan plasma delicadamente esa pasión enfermiza en una sucesión de gestos insinuantes a lo largo de la serie que cierta noche acaban con Lucrecia en la cama de César y con la inevitable consumación de su deseo. (La Historia habla de ello, lo sugiere de mil y un modos. Incluso hay quienes arriesgan que Lucrecia quedó embarazada de César, que el supuesto hijo de Alfonso -que no aparece en la versión de Jordan- era en realidad de su hermano. Hipótesis demasiado bella para negarla.)
A una orden de Lucrecia, Alfonso es trasladado -en una escena que parece guionada por John Ford, el dramaturgo isabelino- a la cama matrimonial convertida en catafalco. La agonía de Alfonso es larga. Su sangre empapa las sábanas, mancha el vestido y el rostro de Lucrecia, las manos y la chaqueta de su cuñado. El pobre príncipe se retuerce en la cama con un rojo manantial en el vientre hasta que al fin expira. Y es este el momento que elige Jordan para estampar su perverso final: un fúnebre ménage à trois. Un primer plano con Alfonso muerto -el torso, el rostro, la mirada fija en el dosel de la cama-; apenas más allá, Lucrecia acostada boca arriba, llorando a mares, y César sobre ella, colmándola de tiernos besos en la frente, los ojos, las mejillas... Hasta que encuentra su boca -que su hermana no le niega- y estalla su deseo en un grito apenas contenido, susurrado con rabia ("¡Eres mía, mía!") que, a pesar de su previsibilidad, hiela la sangre.
Le explico a Sandra que ese cierre es el fa sobreagudo, la nota más alta de una obra cuyas constantes son el deseo y la sangre. Todo lo que han hecho los hermanos Borgia, bajo la inmoral tutela de su padre, los conduce a ese finale. Tal vez cuestiones de contrato o falta de financiación, como sostiene mi mujer, hayan sido la causa de que la serie fuera discontinuada. Pero si fue así, el genio de Jordan debe ser aplaudido con más fervor aun por ese broche de oro que vale como clausura y continuidad a la vez.
"¡Ese final es una obra de arte!", exploto feliz.
Sandra frunce levemente los labios, desaprobando mi entusiasmo.
A la memoria de Manuel Mujica Láinez
Daniel Milano
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