sábado, 28 de enero de 2023

Tres fechas



 

En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.

Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.

Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes de que se cierren del todo mis párpados, esas historias, cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso en ese punto que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.

No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.

Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.


I

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado; que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista, y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:

«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»

Da entrada a esta calle por uno de sus extremos un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.

En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, el en cual crece la hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de pluma.

Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.

Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillos, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos a capricho en un paredón grieteado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte.

Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores, la de más allá unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.

El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se encuentra en esta calle: calle construida en muchos siglos; calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual al levantar su habitación tomaba un saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.

Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.

Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.

Una tarde sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.

Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella, fue al notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.

Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla, o más claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.

Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió a levantar.

La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me pareció descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.

Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.

Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.

La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía de haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando en... ¿quién sabe? Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!...

Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.

Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté, una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo llamo la fecha de la ventana.


II

Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso, los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.

Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.

La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones, crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales, cerros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.

Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar: donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.

Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que, examinados de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que, reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas, y deslumbrantes.

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.

Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y digno de estudio.

Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.

Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo: un paredón altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredaderas.

Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se levantaban a su alrededor.

-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.

Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de herradura; sus muros engalanados con lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de azulejos brillantes: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas; y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las marañas de su interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.

El opulento árabe que poseía ese edificio lo abandona al fin; la acción de los años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte trozos de alicatado reluciente, por otra artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro, que da entrada a un salón gótico severo e imponente.

Pero llega el día en que el monarca abandona también aquél recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías: entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.

Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.

Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contraste, de poesía y de recuerdos, como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.

Yo lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía claramente sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar a otras, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres: luego... qué sé yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas, y tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y adornados con trofeo de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de continente altivo y andar majestuoso.

Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas, no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que me equivocase... Estaba solo, completamente solo en la plaza.

En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador; inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más...

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí, como una carga inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné aguardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreírme de mi locura.


III

Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví a Toledo, transcurrió cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio, a todas horas y con todos sus detalles; después con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión, o de un sueño.

No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.

Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.

El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.

Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.

Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera, hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía a la amargura.

Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.

Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.

A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.

Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

-¿Qué hay aquí?

-Una toma de hábito -me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.

Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.

La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de una arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas, con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas, con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.

Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrían paso a través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel momento las gradas, cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.

Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos; una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo, alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.

Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.

Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda cima de una montaña, un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.

El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.

Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.

La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que las ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores como todas las mujeres.

Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces...

La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes la repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de color de las ojivas.

Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.

Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño.

El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo, puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.

¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y dolientes.


¡Dies irœ, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en tanto las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.

Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar; y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...

Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa le vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.

Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz: era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro. Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la memoria.

Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre comenzaron a repicar; volteando con una furia espantosa.

Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor buscando a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.

-Tal vez era sola en el mundo -dije; y no pude contener una lágrima.

-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.

-¿La conoce usted? -le pregunté.

-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

-¿Y por qué profesa?

-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron, en el mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor Deán le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿qué había de hacer?

-¿Y quién era ella?

-Hija del administrador del conde de C.... al cual serví yo hasta su muerte.

-¿Dónde vivía?

Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea que brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo...

Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de donde no se borrará nunca.

Algunas veces, recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:

-Algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico; la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?

¡Quién sabe!

¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?


Gustavo Adolfo Bécquer


Coda


¡Toledo, ciudad de obscuras maravillas!

¿Dije ya que la llaman la Roma española? ¡Y con razón! Mucho se parece a la vecchia signora: en sus ruinas, en sus misterios...

Atraído como por una droga perfumada, volví a ella, después de mis tres aventuras, por una cuarta fecha...

¡Y vaya si la encontré ese imborrable veintinueve de enero!

* * *

Decidí esa vez que mi excursión debía ser nocturna. Mis tres salidas anteriores me habían mostrado las penumbras de Toledo a la luz del día; buscaría, pues, sus claridades en la noche.

Inútil mi cartera de dibujante a la escasa luz de la luna velada por negras nubes de tormenta: nada podría bocetar.

Cada vez que la luna se ocultaba, caminaba por sus calles a ciegas, rozando las viejas paredes que se desmenuzaban bajo mis yemas. Discurría en la negrura cuidándome de no volver a la plaza que tanta tristeza me causara. A pesar del tiempo transcurrido, mis pasos cumplían bien con su cometido de... ¿de qué? ¿De no querer remover aquella amargura añeja? Hubiera evitado, mejor, volver a Toledo. "Estáis hecho para el sufrimiento", me había dicho un poeta amigo una noche de juerga y vino. Y era cierto. ¿Por qué había regresado a la antigua ciudad de mis penas si no era para regodearme en el dolor de aquella aventura de tanto tiempo atrás? Recorría las calles a tientas, describiendo una espiral descendente que desembocaría, no tenía dudas, en el lugar del dolor. Atracción del abismo le dicen a ese llamado interior que nos conduce como en un estado de hipnosis al corazón del daño.

Mientras así desvariaba, un leve canturreo, apenas audible en el silencio de la noche, dirigió mi atención hacia un sector de la obscuridad escindido por un tajo de luz muy tenue. Avancé con cuidado, sorteando los desniveles del adoquinado. La errática luna, que ya me había prestado una ayuda mezquina iluminando fugazmente detalles en las fachadas de las casas como ser postigos desconchados, rejas torcidas y oxidadas y hasta un Cristo transido de dolor en una hornacina sin su velón de altar, enfocó con su luz de tramoya el tímpano de una puerta en el que había tallada una calavera muy desdibujada por el tiempo con unas tibias cruzadas debajo igualmente gastadas. Al cruzarse un nubarrón en el haz de luz blanca, la obscuridad volvió a adueñarse del lugar y reaparecieron entonces el tajo que desventraba la negrura -rojo ahora, como si de él manara una sangre fosfórica- y el canturreo, que había silenciado la luz lunar. Era una ventana por la que salía, además de luz, la angelical voz de una mujer que tarareaba una canción. Como siempre, la curiosidad pudo más que la discreción y, acercándome con sigilo, espié por la ranura que dejaba el postigo entreabierto.

Un fuego bien alimentado iluminaba una estancia de medianas proporciones que tenía todo el aspecto de un estudio de artista. A la derecha del hogar, se veía a una mujer de espaldas, un poco sesgada, sentada frente a un lienzo montado sobre un caballete. A la luz de una lámpara de muchas velas adornada con caireles azules que colgaba del techo a poca altura entre el caballete y la mujer, pude ver que la figura representada en la tela era la de El caballero de la mano al pecho, el famoso cuadro del Greco que se conserva en El Prado. Supongo que mi lector recuerda la imagen del hombre que mira al espectador directamente a los ojos, vestido de negro riguroso con una profusa gorguera blanca como espuma y su mano derecha sobre el pecho, con los dedos separados en un gesto masón, o qué sé yo qué, pero de algún modo perturbador...

Ahora bien, la mujer parecía darle los retoques finales a una versión que espeluznaba, porque todo era igual en su cuadro al original excepto la cabeza... ¡que había reducido a un cráneo descarnado!

Pensaba en qué había llevado a la mujer a convertir al pintor -muchos consideran el cuadro un autorretrato- en una triste osamenta, mientras veía el efecto de la luz refractada en los caireles azulando la obscura cabellera de la joven (pues ya nadie podía quitarme de la cabeza que la mujer era joven y hermosa, como todas la toledanas). Y tan perdido estaba en mi arrobo que en un descuido golpeé con la cabeza el postigo poniendo en guardia a la mujer. De inmediato, me alejé unos pasos y me dejé engullir por la negrura conteniendo la respiración...

Y me acercaba de nuevo para volver a mirar... ¡cuando los finos huesos de una mano asomaron fuera del postigo para cerrarlo!

En mi recuerdo, sin embargo, aquella no es la fecha de la mano muerta sino la fecha de la joven azul. 


Gustavo Adolfo Bécquer dibujando,
por Valeriano Bécquer






  



miércoles, 27 de octubre de 2021

Xélucha y otros relatos de terror, locura y muerte

 

Matthew Phipps Shiel nació en 1865 en Montserrat, una isla de las Pequeñas Antillas británicas. Su padre era un comerciante, armador y predicador irlandés casado con una mulata nativa. A los 20 años se instaló en Londres, donde estudió en el King’s College y malvivió largo tiempo acosado por la pobreza. Hasta 1895 no publicó su primer libro, «Prince Zaleski», historias de detectives al estilo de Poe y Conan Doyle. Pero fue su colección de relatos «Shapes in the Fire» (1896) la que le ganó la admiración de la crítica.

Las obras de Shiel no gozaron de gran difusión pública y tuvo que ganarse la vida escribiendo seriales para revistas baratas y para autores de éxito. En 1901 publicó «The Lord of the Sea», una fantasía histórica inspirada en «El conde de Montecristo», y «La nube púrpura», una novela precursora de la ciencia ficción. Xélucha y otros relatos de terror, locura y muerte reúne doce de las mejores historias de horror de Shiel, más de la mitad de las cuales no habían sido traducidas aún al español. Entre estos relatos podemos destacar “Xélucha”, ambientado en un Londres espectral y emparentado con la “Ligeia” de su maestro Poe, “Phorfor” una historia de amor con la presencia constante y obsesiva de la muerte, “El primado de la rosa”, una pequeña joya del género «venganza servida en frío», o “Vaila”, primera versión de “The House of Sounds”, que trata del «progresivo horror que amenaza desde hace siglos a una isla subártica donde un hombre deseoso de venganza construye una aterradora torre de latón», según lo describía un admirado Lovecraft, para quien este relato merecía un lugar destacable dentro del género del terror. La desbordante imaginación de Shiel, unida a su virtuosismo verbal y estilístico dejarán en el lector un poso duradero de extrañeza, de maravilla y de horror.











domingo, 23 de mayo de 2021

Los Borgia: el deseo y la sangre

 

Después de varios días de silencio, una desavenencia marital me empuja a escribir sobre el impactante final de Los Borgia, la suntuosa serie de Neil Jordan aparecida en 2011 y que se extendiera, a lo largo de tres temporadas, hasta junio de 2013.

Suntuoso el guión, suntuosos los decorados y locaciones, suntuoso el vestuario de la exquisita Gabriela Pescucci, suntuosas las actuaciones (con el incomparable Jeremy Irons a la cabeza en el papel del Papa Borgia que no podría mejorar ni el mismísimo Alejandro VI si sacudiera el polvo de su mortaja y volviera al sitial de San Pedro)... Imagino los sueños de Jordan cuando daba vueltas a su idea, en ciernes aún. Sueños poblados de terciopelos cárdenos, liturgias católicas, ruinas paganas, cuerpos desnudos entre sedas, antorchas, puñales ensangrentados... Y, a la luz de las lámparas votivas, de la hipnótica fosforescencia de los venenos. Casi puedo sentir sus contracciones de placer ante el chispazo onírico de una escena, y la inminencia de una polución irresistible. E imaginarlo anotando frenéticamente sus visiones, rodeado de los volúmenes que lo cebaran como la carne cruda a un leopardo (Dumas, Symonds, Swinburne, Apollinaire...), y también de muchos libros de arte, amén de incontables reproducciones adquiridas en museos italianos, como debe ser tratándose de un renacentista de fuste. Porque hablo de  una obra que hubieran firmado Leonardo, Rafael o Cellini si fueran contemporáneos nuestros.

Podría pasarme una noche entera (no se puede escribir sobre los Borgia a la luz del día) hablando de tal o cual escultura del Cinquecento, de la agonía de un cardenal envenenado, del delicado perfil de Lotte Verbeek (Giulia Farnese); de la aniñada y pícara Lucrecia, de un vestido de brocado, del modo casi pornográfico -por la lascivia que trasunta su rostro y el obsceno movimiento de una mano- con el que Irons sorprende a una joven disfrazada de artesano arrancándole el gorro y revelando su caudalosa cabellera rubia; del fasto con que es conducida a Roma, encadenada, la Tigresa de Forli; de la muerte por fuego del deslenguado Savonarola, del asesinato del duque de Gandia, del gay saber del sicario de César Borgia... En fin, de todo lo que exorna esta maravillosa serie que tiene el sello de agua de otros trabajos de Jordan de parecida sensualidad estética (En compañía de lobos, Entrevista con el vampiro, Byzantium).

Pero quiero referirme sólo a la última escena, a su "cortante final", según mi ofuscada esposa.

Para describirlo, debo hacer una revelación. Así que quien no haya visto la serie y piense hacerlo, absténgase de seguir leyendo. El que avisa...

En una situación confusa, César Borgia hiere gravemente al esposo de su hermana, Alfonso de Aragón. Lucrecia, que no ama a Alfonso pero siente por él un afecto fraternal, lo socorre mientras culpa a César del hecho luctuoso. La muerte del príncipe de Salerno allanaría el camino entre los dos hermanos que se aman más allá de los límites del incesto. Jordan plasma delicadamente esa pasión enfermiza en una sucesión de gestos insinuantes a lo largo de la serie que cierta noche acaban con Lucrecia en la cama de César y con la inevitable consumación de su deseo. (La Historia habla de ello, lo sugiere de mil y un modos. Incluso hay quienes arriesgan que Lucrecia quedó embarazada de César, que el supuesto hijo de Alfonso -que no aparece en la versión de Jordan- era en realidad de su hermano. Hipótesis demasiado bella para negarla.)

A una orden de Lucrecia, Alfonso es trasladado -en una escena que parece guionada por John Ford, el dramaturgo isabelino- a la cama matrimonial convertida en catafalco. La agonía de Alfonso es larga. Su sangre empapa las sábanas, mancha el vestido y el rostro de Lucrecia, las manos y la chaqueta de su cuñado. El pobre príncipe se retuerce en la cama con un rojo manantial en el vientre hasta que al fin expira. Y es este el momento que elige Jordan para estampar su perverso final: un fúnebre ménage à trois. Un primer plano con Alfonso muerto -el torso, el rostro, la mirada fija en el dosel de la cama-; apenas más allá, Lucrecia acostada boca arriba, llorando a mares, y César sobre ella, colmándola de tiernos besos en la frente, los ojos, las mejillas... Hasta que encuentra su boca -que su hermana no le niega- y estalla su deseo en un grito apenas contenido, susurrado con rabia ("¡Eres mía, mía!") que, a pesar de su previsibilidad, hiela la sangre.

Le explico a Sandra que ese cierre es el fa sobreagudo, la nota más alta de una obra cuyas constantes son el deseo y la sangre. Todo lo que han hecho los hermanos Borgia, bajo la inmoral tutela de su padre, los conduce a ese finale. Tal vez cuestiones de contrato o falta de financiación, como sostiene mi mujer, hayan sido la causa de que la serie fuera discontinuada. Pero si fue así, el genio de Jordan debe ser aplaudido con más fervor aun por ese broche de oro que vale como clausura y continuidad a la vez.

"¡Ese final es una obra de arte!", exploto feliz. 

Sandra frunce levemente los labios, desaprobando mi entusiasmo.

A la memoria de Manuel Mujica Láinez

Daniel Milano



Imagen de cabecera: fotograma de Los Borgia.


domingo, 2 de mayo de 2021

¿Por qué no hablan las sirenas?



Hace tiempo que Eugenia Straccali viene explorando de vértigo en vértigo su yo mítico con el propósito de dar a la mujer el papel de supremacía que siempre ha merecido en el concierto histórico y que el capricho (o el miedo) de los dioses, a través de la preponderancia meramente animal del hombre, le viene negando. Al menos, eso nos parece.

Lujosos botones de muestra, sus libros Ninfas (no musas), El alfabeto de los árboles, Medusa y la obra cuyo intento de reseña ofrecemos hoy a nuestros lectores. (Suponemos que también Soy bruja, pero espera su momento, que será cuando los salados efluvios de ¿Por qué no hablan las sirenas? aflojen con su hechizo.)

Anotamos por ahí arriba "dar a la mujer el papel de supremacía que siempre ha merecido": expresión machista cabal (una más y van...) porque supone seguir ignorándola como protagonista central de la Historia, soslayar su matriarcado rector que ha disipado tantas veces las tinieblas del mundo. Corregimos, entonces: devolver a la mujer el papel de supremacía, o cuando menos de igualdad, que nunca debió serle arrebatado. Robert Graves ha hablado sobre ello.

Pero nos parece que Eugenia va más allá, que en su búsqueda se extravía en un reino oscuro: el reino de las pulsiones femeninas contenidas cada vez con mayor esfuerzo, y que cuando vuelvan a desatarse como en aquellos territorios míticos por los que discurre... tal vez sea demasiado tarde para el hombre. Con terror y fascinación percibimos esto en cada una de sus obras, ineluctable constante.

¿Por qué no hablan las sirenas? (Editorial Prueba de Galera, 2019) es, en relación a lo anterior, un grito abisal desde las profundidades del tiempo. Y todos los hombres deberíamos ser Butes o Ulises, escuchar ese canto afinado y discordante a la vez, y acatar buenamente su demanda de justicia, lo cual no garantiza no sucumbir. Porque en verdad creemos que es tarde, que estiramos demasiado la cuerda de bronce de la paciencia femenina convirtiéndola en una finísima hebra de Stradivarius de la que brotan las notas de una cólera contenida durante demasiado tiempo, ni más ni menos que el canto que sube desde el "vientre rapaz" de cada ménade marina que nos mira sin perdón ni piedad alguna en los ojos.

Y tal demanda, expresada como un verdadero canto de sirena.

Dignos de mención son también el prólogo, todo un tour de force de Germán Prósperi sobre un texto poco menos que inasible, y las delicadas acuarelas de Mariana Soibelzon, que parecen licuarse apenas vistas.

Un libro bellísimo y terrible que pone el nombre de Straccali, en la Alejandría de nuestras preferencias, junto a los de Hesíodo, Homero, Graves, Detienne, Quignard y un puñado más de plumas inolvidables.


* * *

Trémolos altos del poema:

(...)
Voz disonante
sirena desquiciada
amor disuelto.
Las sirenas cantan con las entrañas anudadas
y los huecos interiores
que retumban entre sus órganos,
son ondinas de cabellos eternos
víctimas de las épicas
peripecias cumplidas de los héroes
guerreros que no quieren 
enterarse de nada a no ser
de sus hazañas
y sus miembros erectos.

(...)
Sirena-ninfa-ninfómana
¿Por qué murió Parténope?
Como tantas miles de hembras
sepultadas en un ritual equívoco
bajo la tierra
insaciables
de un hombre que nunca entiende
y perturbado la mata
o la deja desaparecer, sin culpa.
Asustados porque las ninfas
no hablan
no soportan lo seco
ni la piel resquebrajada.

La enterraron
profanaron su alma fresca
y su sexo perfumado
(flor silvestre),
nombrando el placer en los meandros.

(...)
No puede exhumarse a una mujer flotante.
En la fosa umbría, subterránea, 
la nada que recubre el fondo
asfixia terrosa le produce.

(...)
Mujeres híbridas 
en los confines del mundo
también cercanas
cuando la música sagrada se impone
aniquilando sus trinos
cuando les construyen féretros
barcas con clavos
para que sus velos se abran
como suturas de seda y tiempo.

¿Sabías que las sirenas fueron testigos
cuando vos te ahogaste como Ícaro?

Se rieron frenéticamente
luego se oyó un lamento breve y te 
desmembraron.

* * *

Y en los montajes poéticos que cierran el libro, esta sentencia:

(...)
Sirenas que custodian 
la rosa del desierto en el mar
¿cómo puede crecer una flor entre las olas?

Atravesada por los vientos
sal meteórica
pétalos laminados 
no necesita vertiente
ni rocío
ni cuidados
no necesita 
nada
no te necesita.



Foto de cabecera: Ulises y las sirenas de Herbert James Draper.









jueves, 29 de abril de 2021

Fragmento sobre Shelley



“Deshecho por la pérdida de Clara, mis pasos me llevaron instintivamente hacia el oeste, en dirección a casa. Pero me detuve durante mucho tiempo en la costa tirrena, deambulando por sus playas, sin rumbo, comiendo lo que pescaba y pasando la noche al sereno cuando el clima acompañaba o en refugios improvisados cuando se volvía inclemente. 

“Trabé relación con algunos pescadores que me aceptaron tal cual me veía: perdido, cuarteado, andrajoso. Me instalé en la aldeíta de San Terenzo, frente al Golfo de Spezia, procurando olvidar los hechos luctuosos que habían jalonado mi vida, en especial el último, tan desgraciado. Y llegué a querer a esa gente que nada pedía ni preguntaba. Fueron buenos conmigo como pocos lo habían sido en mi tierra y ya nadie lo será. Por ellos me enteré de que unos poetas ingleses habían vivido algunos meses en esas playas, ‘en Casa Magni’, a poco menos de una hora de donde nos encontrábamos.

“¡Casa Magni! ¡Byron, Shelley! Aún recordaba, pero como algo lejano, de otra vida, el pequeño grabado de la modesta casa que ilustraba la breve pero sentida necrológica con la que Varela o algún otro redactor de El Centinela consignara la muerte de Shelley en Italia, ahogado en el mar ligur. El cuerpo apareció muchos días después de que zozobrara su barco, medio comido por los peces. Su amigo Trelawny, secundado por Byron y la mujer de Shelley, Mary Godwin, la autora de Frankenstein, incineró el cadáver del poeta a la manera pagana en las playas de Viareggio. Byron reclamó el cráneo, que se partió al sacarlo de la parrilla; Mary Shelley, por decisión de Trelawny, recibió su corazón ardiente. Pregunté en la aldea dónde se había llevado a cabo la ceremonia de incineración, y un pescador joven, casi un niño, se ofreció como guía pues conocía el lugar exacto en que había ocurrido. En Casa Magni hacía trabajos de limpieza y llevaba la diaria provisión de pescado por la que los ingleses ‘pagaban muchas liras’. Se enteró por uno de los sirvientes de la muerte de Shelley y del propósito de Trelawny de quemar el cuerpo como hicieran sus ancestros etruscos. Y decidió caminar las muchas leguas que hay hasta Viareggio para contemplar la cremación del ‘signor poeta’, cosa que hizo oculto detrás de unas rocas. 

“Lo seguí por hacer algo que me distrajera, pero en el camino me di cuenta de que peregrinaba hacia un lugar sagrado, que el impulso de viajar a Viareggio había obedecido a esa intuición. Si la poesía de Byron conmovía por sus palabras tan bien elegidas, la de Shelley lo hacía por la pureza de sus principios.

‘Cuando niño, buscaba yo fantasmas / en calladas estancias, cuevas, ruinas / y bosques estrellados; mis temerosos pasos /ansiaban conversar con los difuntos.’

“Era poco menos que un dios tutelar para mí. Sí, decididamente, peregrinaba a un lugar sagrado. Cuando llegamos, al día siguiente, Marco -tal el nombre del niño pescador- señaló con toda seguridad el sitio de la cremación, incluso corrió hacia unas rocas distantes y fingió ocultarse detrás de ellas para hacerme ver, con una gestualidad exagerada, que no tenía dudas acerca del lugar del insólito hecho. 

“Asamos un pescado sobre la arena y comimos tranquilos en esa playa que los antiguos dioses romanos parecían disputarle a Dios. Todo el lugar trasuntaba paganismo, daba la impresión de ser un enclave detenido en el tiempo, jamás hollado por cristianos. Nosotros mismos, semidesnudos, comiendo con las manos sin ninguna mesura, tendidos sobre una lengua de arena que había recibido las cenizas de un poeta cremado sólo tres años atrás pero que en el juego mental al que me había entregado resultaba un hecho de una pasmosa antigüedad, parecíamos unos animales recostados al sol en un espacio sacrificial después de haber devorado algunas sobras respetadas a medias por las llamas... 

“Y fue esa loca fantasía la que me hizo enterrar las manos en la arena y tamizarla con los dedos en busca de alguna reliquia, de algún hueso del poeta que para mí tendría entidad de lignum crucis. Y no blasfemo ni exagero: a mi modo de ver, hay algo de mesíanico en el ateo Shelley.  Sus grandes obras, resulta claro, predican la grandeza del hombre en detrimento de la idea de Dios. Pero creo que busca convencernos de que cada uno de nosotros es, de algún modo, un ungido. Hay algo de intento divino en eso, y en el medio que utiliza -su poesía- de religión. Por eso fue crucificado por sus contemporáneos, que no estaban preparados -ni lo estarán en mucho tiempo- para noticia semejante. No por pagano ni por sus costumbres antinaturales, como suele decirse con imperdonable liviandad en salones y periódicos. Por pagano fue crucificado Byron, por sus prácticas inmorales, como su amor por Augusta, su hermana. ¿Pero quiénes nos creemos para juzgar?”

Recogió de su espalda un cordel que habíamos echado hacia atrás para examinar mejor su pecho fragmentado, y nos mostró un pequeño hueso atado a él. “Del gran Shelley”, dijo. “Desde que lo encontré, lo llevo siempre conmigo."



Foto de cabecera: Shelley, escultura de Edward Onslow.


miércoles, 21 de abril de 2021

El vaso de alabastro



A Alberto Gerchunoff

Mr. Richard Neale Skinner, A. I. C. E., F. R. G. S. y F A. S. E., lo cual, como se sabe, quiere decir por extenso y en castellano, socio de la Institución de Ingenieros Civiles, miembro de la Real Sociedad de Geografía y miembro de la Sociedad Anticuaria de Edimburgo, es un ingeniero escocés, jefe de sección en el Ferrocarril de El Cairo a Asuán, donde se encuentran las famosas represas del Nilo, junto a la primera catarata.

Si menciono sus títulos y su empleo es porque se trata de una verdadera presentación; pues Mr. Neale Skinner hállase entre nosotros desde hace una quincena, procedente de Londres, y me viene recomendado por Cunninghame Graham, el grande escritor cuya amistad me honra y obliga.

Mr. Neale, a su vez, me ha pedido esta presentación pública, porque el viernes próximo, a las 17.15, iniciará en un salón del Plaza Hotel, su residencia, algunas conversaciones sobre los últimos descubrimientos relativos a la antigua magia egipcia, y desea evitar que una información exagerada o errónea vaya a presentarlo como un charlatán en busca de sórdidas conveniencias. Sabiendo el descrédito en que han caído tales cosas, adoptará, todavía, la precaución de no invitar sino personas calificadas y que posean algunos conocimientos históricos sobre la materia (bastará con algo de Rawlinson o Maspero): por lo cual los interesados tendrán que dirigirse a él en persona. Mr. Neale habla correctamente el francés.

Nada tan distinto, por lo demás, de esos barbinegros magos cuya manida palidez frecuenta los vestíbulos internacionales, arrastrando la admiración en el énfasis de su lentitud remota. Mr. Neale es rubicundo y jovial, y hasta me parece que algo corto de genio. Cuando fui a pagarle la visita, hallábase, precisamente, alegre como un colegial, por haberse dado en el hotel con un condiscípulo del Marischal College, oriundo también de la sólida Aberdeen, su ciudad natal. Mr. Francis Guthrie, un escocés que por su traje y su pecosa rigurosidad, parecía tallado en el granito del lejano país.

Tampoco hay nada de "oculto" en el viaje de Mr. Neale. Trátase de un prosaico estudio de nuestras maderas fuertes, que la administración ferroviaria egipcia propónese ensayar para el asiento en terrenos pantanosos.

Claro es que a poco de andar, y como nuestro huésped me manifestaba su intención de disertar sobre la magia egipcia, ya estaba yo preguntándole por los últimos descubrimientos que han enriquecido la arqueología con desusada profusión:

—En Egipto, habíame dicho él mismo, todo el mundo es un poco arqueólogo.

Y retomando el hilo de su pensamiento: —La arqueología se vuelve allá una tentación irresistible.

El rumoreo de un joven y animado grupo que cruzaba el hall, cortó un momento su palabra.

—Yo tardé bastante, prosiguió, en apasionarme por los descubrimientos. Eso tenía que venir, pero a mí me ocurrió en forma distinta de la habitual.

Era yo un cazador entusiasta, y no ocupaba mis asuetos en otra cosa, cuando cierto día tuve la ocasión de salvar, mediante un tiro certero, a un muchacho egipcio, desertor de la caravana de Sennar, que bañándose en el río' había caído presa de uno de esos cocodrilos, casi legendarios ya, pero que viven aún más allá de las cataratas: verdaderos monstruos que vale la pena ir a buscar, haciendo algunos centenares de kilómetros.

Aunque salió con su brazo izquierdo casi inutilizado por la terrible mordedura, Mustafá, mi protegido, guardóme aquella inagotable gratitud, característica del musulmán, sobre todo cuando cree deber el favor de la vida; pues, entonces, sólo considera redimida su deuda mediante un favor igual. Exageraba todavía su afección por mí, el hecho de haberlo tomado a mi servicio, para aliviar de tal modo la desgracia de su mutilación.

Fue él quien, de vuelta a mi puesto, que era entonces Esné, la antigua Latópolis de los griegos, despertó mi curiosidad, regalándome dos joyas antiguas, sumamente curiosas: un gavilancito de oro esmaltado y un sello de cornalina, que cifrado con el "onj" jeroglífico, o sea la palabra "vida", es un amuleto de preservación.

Inútil cuanto hice por averiguar la procedencia de aquellos objetos —ciertamente raros entre las chucherías arqueológicas de la explotación habitual— incluso el recuerdo de la ley que castiga el tráfico y la ocultación de antigüedades valiosas. Mustafá se evadía con las exclamaciones árabes de cajón: "¡Quién puede saberlo! Que Allah compadezca mi ignorancia". O bien: "¡Sólo Allah es omnisciente!"...

El caso es que esos "felahs", cruzamiento de árabe y de egipcio, saben y callan muchas cosas, a despecho de la opinión corriente. El sentimiento nacional que parecía dormido en aquellos naturales, acaba de causar a mis compatriotas más de una sorpresa.

Nativo de Esné, que es una de las estaciones de la caravana en la cual se enganchó para ir a caer víctima del cocodrilo, Mustafá es muy experto en excavaciones arqueológicas, pues la mencionada ciudad hállase a unas veintiocho millas tan sólo de la antigua Tebas. Y él, como peón de numerosos exploradores, había hecho, por decirlo así, toda la "carrera".

Desde que, niño aún, conchabábanlo para que animara a los jornaleros, cantando, tal cual los vendimiadores homéricos en la descripción del escudo de Aquiles, hasta que, mayorcito, cargaba las espuertas de escombros, y ya adolescente, manejaba el azadón, su experiencia llegó a ser grande en la materia.

Poseía, lo que es también un don de su raza, el discernimiento de los indicios imperceptibles; pero lo rudo de la tarea y lo mísero del jornal, acabaron por inducirlo a cambiar de trabajo, enganchándose en la caravana, donde tampoco pudo aguantar la faena realmente atroz de camellero. Es un temperamento sensible, de una delicadeza superior a su medio. Así, de doméstico, pasó a ser luego mi ayudante.

Cuando me persuadí de que no averiguaría la procedencia de las joyas, quizá ignorada, en suma, por el propio Mustafá, entré a interrogarlo estrictamente sobre las tumbas faraónicas que han dado tanta notoriedad al famoso Valle de los Reyes, desde el descubrimiento, ya un tanto lejano, del estupendo sepulcro de la reina Hatshepsut. Tras largos rodeos, adquirí la seguridad de que conocía más de un derrotero importante; pero jamás accedió a revelármelos, no obstante la visible aflicción en que lo ponían mis ruegos.

—Te causaría, afirmaba, irreparable daño. Y después, con solemnidad:

«Nunca seas el primero que penetre en las tumbas reales. Ni inquietes con la violación a los guardianes de la entrada. Nadie escapa al enojo de los reyes.

—Sí, sí —dije yo entonces, bromeando—. El conocido cuento de la venganza de la momia.

Con gran sorpresa mía, el jovial Mr. Neale permaneció grave… Miró un momento la ceniza de su cigarro...

—Es que algo hay de cierto —afirmó con sencillez.

—¡Cómo, usted sostendría... —interrumpí, esbozando un vivo movimiento de incredulidad.

—Yo nada sostengo. Narro lo que he visto y nada más —replicó mi interlocutor sin cambiar de tono.

Luego, calmándose con un ademán:

—Juzgará usted mismo. Pero le ruego que me deje proceder con cierto orden. Tengo el hábito de los informes técnicos y fastidiosos —creyó deber añadir con una sonrisa.

Visitando un día con Mustafá el hipogeo de la reina Hatshepsut, donde estudiaba in situ la mejor escritura jeroglífica, la clásica, diríamos, que corresponde, para mayor ventaja, a los gloriosos tiempos de la décima octava dinastía, pues no hay libro comparable en claridad, tamaño y color, a esos vastos muros verdaderamente "iluminados" de historia, recordaba a mi ayudante, menos por interesarlo que por complacerme, diciéndomelo a mí mismo, la biografia de aquella soberbia emperatriz, incomparable estrella de su cielo dinástico..

Y con la aproximación quimérica que a través de los siglos sugieren allá las necrópolis intactas, donde han subsistido en la imperturbable serenidad hasta las flores de hace tres mil años, creo que infundí una especie de entusiasmo personal, tal vez de cierto vago amor, a la expresión con que dije:

—Divina reina, heroína y mujer, que vence como un faraón, hasta adquirir el derecho de inmortalizarse con la desnudez viril y la barba de oro de las estatuas triunfales, y al propio tiempo envía una flota que le traiga a su jardín, para envolverse en sahumerios como una deidad, los sicomoros de incienso del País de los Aromas. ¿No es una coquetería realmente imperial esa expedición a la costa turífera de los actuales somalíes, y esa avidez suntuaria con que manda sacar a tanto costo las piedras preciosas, los metales nobles, las maderas finas, el lapislázuli y el marfil; y todavía la construcción de aquella tumba prodigiosa, cuyas galerías de casi doscientas yardas se hunden cerca de noventa en la roca viva de la montaña sepulcral?...

Entonces Mustafá, con un acento y una penetración psicológica que no le conocía, dijo:

—Pones en tus palabras tanta pasión, que te libras indefenso a todas las influencias. Por eso no quiero conducirte a las tumbas reales. Aunque te rías de mí, lo cierto es que los antiguos pusieron "espíritus materiales» para guardar la entrada. Son los vengadores siempre despiertos. Cada cual tiene su modo de ofender, pero todos matan. En poco más de un año que duró la exploración de este sepulcro de la reina, hubo dos suicidios entre los exploradores.

Sólo más adelante comprendería yo aquella expresión que me pareció absurda, de "espíritus materiales", empleada por Mustafá, extraordinariamente locuaz ese día; pero su competencia en excavaciones realzóse ante mí con la insospechada agudeza que acababa de revelarme. Así, cuando algún tiempo después me escribió el secretario de lord Carnarvon, a título de F. A. S. E., para solicitarme ayuda en las exploraciones del hipogeo de Tut-Anj-Amón, que iban a empezar, creí hacerle, en la persona de Mustafá, la mejor recomendación de un buen práctico.

—De modo que usted asistió... —empecé.

—Efectivamente. Debí a esa circunstancia la invitación de asistir a la apertura.

—¿Entonces opina usted que el tan comentado fallecimiento del lord, fue, como se dijo por fantasía, una consecuencia de ese acto?

—Repítole que voy a narrarle lo que pasó y nada más.

Cuando se dio con el hondo pozo que conduce a la puerta de la cámara mortuoria, mi ayudante, a causa de su invalidez, no pudo tomar parte en la extracción de los bloques de piedra que lo obstruían, ni descender como el lord, los invitados y los jornaleros agregados al grupo, en las "cufas" o espuertas egipcias. Estaba pálido, aunque impasible, y sólo creí notar que me señalaba con los ojos a la atención de uno de los jornaleros prontos a iniciar la bajada: hombre maduro ya, pero vigoroso. Luego, acercándose con respeto:

—Olvidabas el talismán, dijo, entregándome el sello de cornalina.

Efectivamente, habíame ocurrido eso al sustituir mi traje habitual por el recio vestido de campaña que es menester adoptar para los descensos, y que constituye una de las torturas de esa angustiosa operación.

Quien no la ha realizado, tampoco puede apreciar lo que significa el deslizamiento, en gran parte al tanteo, por las dilatadas galerías donde el aire confinado durante siglos, el polvo impalpable y la temperatura de horno, prolongan hasta la agonía una desesperante sofocación.

Nada más distinto del maravilloso paseo arqueológico que sugiere al lector la narración del descubrimiento. El descenso del pozo sepulcral es peligroso, además de siniestro. Hay que precaverse mucho de las rozaduras contra los cantos filosos de las paredes, pues bajo el clima de Egipto, la más pequeña herida puede acarrear consecuencias funestas.

Obligado usted a reducir su equipo para deslizarse entre los derrumbes casi infaltables que ha producido por presión y desnivel el paulatino desmoronamiento de la montaña, su reducida caramañola sólo alcanza a disimular la sed provocada por una transpiración excesiva. Pero, lo más atroz, es el recio traje que debe uno conservar para no herirse, y en previsión de la salida con retardo bajo uno de esos bruscos fríos que sobrevienen en los arenales apenas declina el sol: otro de los riesgos peculiares a la comarca. Dijérase que, hundido en la fúnebre excavación, lleva Vd. sobre los hombros todo el peso de la siniestra montaña que vio al entrar, como descolgándose en denso manto de arena sobre las tumbas enterradas a su vez bajo la infinita desolación de aquel Valle de los Reyes.

Pero el prodigio de la tumba descubierta era tal, que hubiera valido, aún, mayores penurias.

No voy a ensayar su descripción, ni a recordar la ilustre comitiva; cosas popularizadas, por lo demás, en todos los "magazines". Sólo diré que la apertura de las cámaras del moblaje, inmediatamente anteriores a la del sarcófago, fue un deslumbramiento.

Figúrese que ocho meses después no se había acabado de inventariar el contenido en muebles, estatuas, adornos y vajilla. No se recuerda hallazgo más valioso, desde el que se hizo con el hipogeo de la reina Hatshepsut; y ese Tuj-Anj-Amón, su descendiente, resultaba digno, por cierto, de clausurar el victorioso período de aquella décimoctava dinastía, con que los reyes tebanos dieron a Egipto su máximo esplendor hace más de tres mil años. La extenuación de largos meses de tarea, que en los últimos días llegaba a doloroso agotamiento, desvanecióse ante la maravilla casi eterna.

Nunca se agradecerá bastante la munificencia con que lord Carnarvon puso toda su fortuna en tal empeño, costoso como ninguno, además, y el entusiasmo, el esfuerzo, el desinterés con que le sacrificó su propia vida. Pero vuelvo a mi estricta narración.

Llegaba el momento, entre todos solemne, de derribar el último tabique, asaz ligero, por cierto, que nos separaba de la cámara del sarcófago. Es siempre algo lúgubre, y hasta no exento de cierta inquietud esa profanación de tan largo sueño...

Cuando apareció, pues, tras el polvo lentamente desvanecido del postrer azadonazo, en la vaga oscuridad, más bien teñida que alumbrada por los haces eléctricos, la celda ritual con su enorme féretro solitario, fue como si desde su bajo y estrecho ámbito de cueva nos diese en la cara la respiración de la sombra. Algo inmensamente augusto nos sobrecogió.

Pero ya lord Carnarvon transponía esa última puerta. Era su derecho, tan justamente ganado. Dio una rápida vuelta por la cámara mortuoria, inclinóse sobre el sarcófago, sin tocarlo, y salió para dejar paso a las ilustres personas de la comitiva, pues en el estrecho recinto no cabían más de dos.

Entonces noté que del lado de afuera, es decir, donde yo me encontraba, había junto a la puerta dos vasos de alabastro cerrados con tapas cónicas de la misma substancia.


Lord Carnarvon se acercó a uno, movió, instintivamente, sin duda, la cubierta alabastrina, y ésta cedió girando, pues hallábase atornillada con la perfecta maestría de esos trabajos egipcios. Suavemente, sin un crujido, fue desprendiéndose ante nuestros ojos estupefactos.

Más, una sorpresa mucho mayor nos aguardaba:

¡Del vaso destapado exhalóse un vago, pero distinto perfume que refrescó el ambiente!

—Recuerdo haber leído eso con asombro —dije.

—Sin duda, repuso Mr. Neale; y lo mismo lo mencioné en una descripción publicada por la Monthly Review. Nadie ignora que Egipto fue el país de la química, ciencia cuyo mismo nombre parece derivar de "Chem" o "Quem", como llamaban los hebreos a la nación egipcia, según se ve por el salmo CV: el de la recapitulación; y la flota de Hatshepsut, nos indica hasta qué punto era grande en su época la importancia de los perfumes.

Con todo, la duración de aquel cuerpo volátil resultaba extraordinaria; o mejor dicho, su cautividad de treinta siglos en una perpetuación casi inmortal. Así se me reveló el motivo de la preferencia que los antiguos griegos y romanos daban a los vasos de alabastro, para guardar perfumes. Recordará Vd. que, en griego, los preciosos vasitos perfumarios llamábanse "alabastros" por antonomasia. Sería una de las tantas cosas que Grecia y Roma aprendieron de Egipto.

Pero más extraña aún que el perfume, fue la frescura que difundió en torno. Digo mal frescura, pues era más bien una especie de frío sutil, semejante al del mentol. El caso es que yo y el lord nos estremecimos bajo esa especie de helada delgadez que se desvaneció como un suspiro instantáneo.

El lord se inclinó y aspiró fuertemente, con su nariz en la boca del vaso.

—Vale la pena —dijo— conservar el recuerdo de tan antiguo perfume.

Hubo en la puerta un ligero atropellamiento que llamó su atención, y yo aproveché la coyuntura para intentar lo propio.

En ese instante el "felah" a quien había hablado Mustafá interpúsose como una sombra, haciéndome con la cabeza y los ojos un enérgico signo de negación.

Por más que dicho acto me asombrara, no le hice caso alguno e insistí. Entonces, arriesgando un ademán de audacia increíble en aquellos tímidos paisanos, asió mi brazo con brusquedad, al paso que murmuraba en árabe, para que sólo yo pudiera oír y entender:

"¡Atórat-el-móut!" ¡El perfume de la muerte!

Entretanto, el lord acababa de tapar nuevamente el vaso.

Cuando, algunas semanas después, pude ver de nuevo ambos recipientes, todo se había desvanecido, y sólo conservaban en el fondo una mancha resinosa, tan tenue, que era imposible analizarla.

Digo algunas semanas después, porque, al salir del hipogeo, el frío del desierto me hizo daño. Caí enfermo como lord Carnarvon, bien que no de gravedad.

Pero habíame impresionado mucho, al abandonar el pozo, una sentencia de Mustafá, que mientras me echaba sobre los hombros previsora manta, díjome por lo bajo, señalando al lord:

—He ahí el que morirá. ¡Que Allah nos proteja!

—¿Cómo lo sabes? increpé con sorda irritación.

—Le he oído el estornudo malo; el estornudo del chacal.

Recordé, en efecto, aquel acceso que también había oído estallar con la sequedad lastimera de un gañido; pero repliqué, menospreciando la superstición:

—Efecto del frío. Otros hemos estornudado también.

—Cierto; pero a ti te rozó apenas el ala fatídica del vengador. Estarás bien dentro de una semana.

Y como luego, en casa, discutiera todavía, reprochándolo con sensatez:

—Es una fiebre que se explica por el excesivo cansancio, el aire confinado, la tensión nerviosa...

Mustafá pudo derrotarme una vez más, contestando impasible:

—Al dificultar el acceso de sus tumbas, los antiguos contaban con esa predisposición, que entrega rendidos los violadores a los guardianes de la entrada.

Casualidad o lo que fuere, lord Carnarvon no se levantó. Víctima de una extraña fiebre que no pudo la ciencia dominar, declarásele luego la neumonía cuyos síntomas yo también experimenté, y su fallecimiento malogró una bien útil y generosa existencia.

—Habíase hablado también de cierta infección causada por la picadura de un insecto...

—Sí, al principio, y no sin razón, porque le he dicho lo peligrosas que son las más pequeñas lesiones bajo el clima de Egipto. Este es, en suma, el verdadero áspid de Cleopatra. Pero la neumonía fue, al menos para mí, un desenlace concluyente. Abrigo la convicción de que lord Carnarvon aspiró la muerte en la boca del vaso de alabastro.

Así cobraba sentido la expresión paradójica de Mustafá; pues el perfume mortífero era, en efecto, un "espíritu material", el "vengador" encerrado en los vasos tentadores como un efectivo "guardián de la entrada", "perpetuamente despierto". Nada, pues, de imaginarios demonios o "elementales" maléficos. La sencilla realidad venía a ser mucho más siniestra. ¡Terrible, en efecto, ese último sueño de los faraones cuyo reposo se aseguró para la eternidad, bajo una sentencia impersonal e inexorable como el destino!...

Mr. Neale iba, indudablemente, a proseguir; pero en aquel momento, una arrogante figura femenina cruzó apresurada el "hall", removiendo como un bache de oro en polvo la mancha del sol poniente que caía desde una ventana lateral, con un magnífico tapado de kolinsky a la moda, y dejando esa ráfaga de perfume singular, que anticipa con genuina revelación el primer detalle de una verdadera elegancia.

No habíamos visto el rostro de la desconocida, que avanzando por detrás de nosotros, sólo nos reveló al pasar su gallardía y su perfume; pero mi interlocutor, enderezándose, palideció ligeramente, mientras murmuraba con sorda voz:

"¡Atórat-el-móut! ..."

Seguíamosla con ansiosa mirada, cuando ya en el pórtico, vímosla cruzarse con el propio Mr. Guthrie, quien la saludó sin detenerse, subió a buen paso la escalinata, y advirtiéndonos casi al punto, dirigióse hacia nosotros. Regresaba del campo de golf, bastante cansado, según dijo al dejarse caer en el profundo sillón vecino.

—¿Tomaron ya ustedes el té? —preguntó enseguida.

Mr. Neale, sin contestar, interrogóle a su vez:

—Francis, permítame, ¿quién es esa señora?

—¿Esa señora?... ¡cuidado, Richard! —intercaló bromeando— ¿esa señora?... La verdad es que no sé gran cosa a su respecto. La conocí hace poco en el "dancing". Parece que es una egipcia bastante misteriosa, mejor dicho bastante equívoca... Una aventurera, quizá... No sé quién me dijo. ¡Cuidado, Richard! —volvió a intercalar riendo cordialmente y arrellanándose en el sillón— que van ya dos hombres que se suicidan por ella.


Leopoldo Lugones (1874-1938)


Fotos de Harry Burton.