La fuerza de su mirada (The Stress of Her Regard, 1989), es quizá la obra cumbre del escritor norteamericano Tim Powers, uno de los principales exponentes del subgénero fantástico conocido como steampunk (punk a vapor). La graciosa expresión rotula un movimiento literario que se opone al eufónico cyberpunk liderado en su momento por William Gibson, el notable autor de Neuromante (Neuromancer, 1984), caracterizado por sus escenarios hiperdigitales.
Bajo el sol californiano, entre cervezas, risas y apasionada charla literaria, Powers, James Blaylock y K. W. Jeter, buenos amigos, escritores en ciernes y, paradójicamente (les tocó vivir en una tierra preñada de luz), anglófilos impenitentes, crearon un mundo signado por la niebla, las artes oscuras y la tecnología a vapor como rasgo científico preeminente.
Corresponde a K. W. Jeter el ocurrente bautismo. En una carta a la célebre revista Locus, Jeter plantea la necesidad de dar un nombre a la flamante contracorriente y propone la hoy famosa contracción steampunk.
Dentro de la frondosa producción de Powers, podría decirse que La fuerza de su mirada es su novela menos steam, una fantasía histórica con fuertes visos románticos ambientada antes de la revolución industrial. Por lo cual debemos decir que nuestra breve introducción resulta estéril. Pero ya fue escrita y tal vez sirva al lector para ubicar a Powers dentro del actual panorama del fantasy.
La fuerza de su mirada es una construcción barroca donde concurren elementos románticos, aventureros y terroríficos. La protagonizan encumbrados poetas de la primera mitad del siglo XIX (Shelley, Byron, Keats, cada uno con su cruz a cuestas) y otros nombres menos importantes, satélites de los citados. Con menor peso presencial, asoma también la extraña figura de François Villon cuando la acción se traslada a Francia.
La lógica de la novela responde a una premisa clara que pronto deriva en un tembladeral de ideas y conceptos apenas sostenidos con alfileres, por la perversa propensión de Powers a complejizar lo que en manos de una mente no tan retorcida resultaría menos accidentado. Pero ahí reside el encanto de Powers: en su barroquismo mental.
Los poetas nombrados, en su búsqueda del verso perfecto, aceptan tener trato carnal con sus musas a cambio de la inspiración que necesitan. Dichas musas son en realidad lamiae (vampiros retorcidamente vinculados a los nefilim bíblicos) que se comportan como ménades sangrientas cuando sus poetas no cumplen con su pacto de fidelidad. En pleno ataque de furia, destruyen o vampirizan a quienes se encuentran en el radio de afecto de sus amantes, sean esposos, parientes, amigos... o hijos. La invitación a través de la sangre es el vehículo (¿conoce el lector uno más poético?) para concretar los oscuros esponsales. La novela está escrita sobre lecturas rigurosas (diarios, biografías, ensayos y una ingente cantidad de poemas) y los elementos fantásticos, incrustados como piedras preciosas en los puntos ciegos, en los vacíos históricos, resultan en extremo convincentes a pesar de su complejidad.
Son muchos los detalles y momentos sublimes de la obra, pero hay dos escenas que concentran todo el talento y la oscuridad discursiva de Powers. La primera transcurre en Venecia y gira alrededor de la figura de Clara, la hija de Percy Shelley. La niña, de apenas un año, está gravemente enferma y su padre sospecha que está siendo martirizada por su musa, incapaz de soportar que el poeta desvíe la atención afectiva que le debe exclusivamente a ella. Para evitar su muerte, Shelley lleva a Clara a la ciudad de los canales buscando el auxilio de lord Byron con quien, tras un enrevesado razonamiento planteado por Powers, resuelve llevar adelante una suerte de complicado exorcismo en Piazza San Marco. Allí, según explica Byron, hay un área alrededor de las columnas que rematan el león alado y San Teodoro, en la cual es posible que todo ocurra, incluso una cura mágica y hasta una resurrección. Sólo es posible devolver la normalidad a la zona, su “statu quo” según palabras de Byron, vertiendo una cantidad adecuada de sangre. No por capricho, en época de los grandes dogos las ejecuciones públicas se llevaban a cabo entre las dos columnas. (La explicación de por qué ese espacio tiene virtudes milagrosas, que incluye a las Grayas griegas y a su único Ojo, es una prueba más del laberinto cretense que Powers tiene en su cabeza).
Clara muere repentinamente y las marcas en su cuello bastan para que Shelley confirme su sospecha. Es necesario proceder antes del amanecer. Los poetas discurren en góndola bajo la tarde moribunda, evitando a los soldados austríacos que patrullan calles y canales (recordemos que Venecia estaba bajo el dominio de Austria en aquellos días de 1818). Para burlarlos, a Byron (¡no!: a Powers, no nos confundamos) se le ocurre una idea macabra: interrumpir un spectaculo di marionette, comprar un títere siciliano y vestir a Clara con la armadura del muñeco para disimular su condición de cadáver y así poder acercarse a la zona de resurrección. Shelley viste el cuerpo de Clara (Powers se regodea describiendo el maltrato al que debe someter a la niña para encasquetar el pequeño yelmo dorado) y avanza con Byron, que tiene a su hija Allegra con él, hacia las columnas de la plaza.
Y llegamos a la escena que nos estruja el corazón: los austríacos, al ver que Shelley carga una marioneta en sus brazos, le exigen una pequeña función a modo de peaje. ¡Con los ojos llenos de lágrimas, Shelley manipula los hilos de su hija muerta haciéndola bailar sobre el pavimento! El lector estará de acuerdo en que no se trata de una escena digitada por un escritor, sino lisa y llanamente de la visión de un psicópata...
Lo que sigue es un delirio psicodélico y el entierro cristiano de Clara, no sin antes de que su padre clave una estaca en su pecho para evitar que vuelva rediviva.
* * *
La segunda escena, menos alambicada pero igual de siniestra, la protagoniza la hija de Byron (muerta a los cinco años en el convento de Bagnacavallo, antes de los sucesos que siguen) y tiene lugar en una villa que el lord alquila cerca de Montenero.
Tras la cena, la sobremesa discurre tranquilamente aunque sin la presencia de Shelley, como hubiera querido el anfitrión. La conversación gira sobre las precauciones tomadas por Byron para proteger el lugar (y con ello a su última amante, la condesa Guiccioli) del asedio de su musa-vampiro. Está pintada "de un color entre marrón y un rosa particularmente cálido". La pintura contiene "polvo de hierro" y la madera ha sido "sumergida en aceite de ajo durante varios días". Los "marcos de las ventanas están protegidos con espino silvestre y caléndulas", etc. Mientras bebe, Byron habla también de las municiones de sus pistolas, hechas de plata con incrustaciones de madera en el centro. De pronto, un gemido agudo rompe la serenidad de la reunión. Es un trémolo casi felino en el que Byron cree reconocer el vocablo italiano Papà y, enseguida, la voz de su hija diciendo:
-Papà, Papà, mi permetti entrare, fa freddo qui fuorí, ed è buio! (¡Papá, papá, déjame entrar, aquí fuera hace mucho frío y está oscuro!).
Allegra flota en el aire, del otro lado del ventanal que da al jardín, con sus manitas apoyadas en el vidrio. Sus ojos "arden con luz propia" y la sangre de su última víctima embadurna sus labios. Temblando de pies a cabeza pero empuñando con firmeza la pistola cargada, el lord responde:
-Sí, tesora, ti piglio dal freddo (Sí, cariño, te guardo del frío).
Se oye un disparo de plata y astillas de estaca y todo acaba para Allegra. Byron no ha podido evitar, como Shelley, que su hija sea una reviniente hambrienta de sangre pero le ha dado la paz...
Powers, loco sin límites, ¿qué hubieras hecho en circunstancias parecidas con tu hija enfrente? Queda flotando la pregunta, como la imagen de Allegra del otro lado del cristal en las retinas de su padre...
***
Harina de otro costal pero tamizada de manera parecida, es el memorable ataque de maldad de Anne Rice en Entrevista con el vampiro quien, una década antes de las elucubraciones de Powers, condena a una niña de cinco años no sólo a una insaciable sed de sangre sino también a que en su cuerpo, cuyo desarrollo ha detenido su condición de monstruo, florezca una mujer con todas sus necesidades orgánicas y morales...
¿Hasta dónde llegará la literatura con sus excesos y delirios?
Felizmente para nosotros, lectores de lo oscuro, nadie puede decirlo.
Daniel Milano
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