domingo, 28 de febrero de 2021

Tamiz





Steven Millhauser, otra vez. Pero no el mismo.

Quiero decir: entre Martin Dressler, que leí hace tiempo, y este deslumbrante Museo Barnum que acabo de cerrar, hay un abismo que no parece posible que haya salvado la misma pluma. Son libros tan diametralmente opuestos que cuesta atribuirlos al mismo autor sin imaginar una violenta dislocación de su creatividad.

Pero puede que ese abismo se abra sólo a espaldas de quien lee, después de abandonar un libro ripioso, aburrido, y entregarse a otro del mismo autor -por descuido o insistencia- felizmente absorbente, hipnótico. Desde luego, tanto en el caso de uno y otro -autor y lector-, tallan cuestiones de todo tipo al momento de escribir y leer, y no es fácil que entre ambos se tienda el arco iris de la empatía. El tema elegido, su desarrollo, la situación emocional de cada uno, la reescritura que comporta toda lectura que puede estar en las antípodas de la intención del creador, pueden ser algunas de las razones de divorcio entre autor y lector. Un amigo habla hasta de "elecciones estacionales", de libros que hay que leer en verano y no en invierno, en otoño pero no en primavera. En enero recibí un mensaje suyo que decía: "Comenzado otra vez Los últimos días de Shelley, frente al mar.  Ahora sí." Con su parquedad habitual, me daba la razón -le había señalado el libro de Biagi como "maravilloso"- después de casi tirármelo por la cabeza el invierno anterior.

¿Y qué decir de la madurez de quien escribe?

(Pero, ¿cada libro nuevo mejora el anterior? Parece una bobada sugerirlo. Además, hilando fino, no puede saberse si un libro es, en la producción del autor, posterior al que lo precedió editorialmente. Puede que se trate de un texto temprano, vuelto a la vida después de un largo trance cataléptico en un cajón olvidado.)

¿Y qué decir de la madurez de quien lee?

(¡Ah! El lector, lejos de ser un juez divino que decide monolíticamente qué es lo que debe perdurar y qué lo que debe desecharse, es un receptor falible en constante proceso de evolución.) 

Sí, las razones por las que autor y lector pueden o no concurrir un libro son misteriosas e infinitas...

Y ni qué hablar de la barrera del idioma.

Traducir, no descubro nada, es un trabajo arduo e ingrato. Nadie más lejos del asunto que yo, pero me atrevo a aseverarlo porque tengo amigos que se dedican a ese amargo aunque indispensable menester. Alguno sufre full time.

"Traduttore, traditore'", "aproximación", "decir casi lo mismo", "literalidad o literariedad": algunas de las expresiones usuales para dar cuenta de un ejercicio que, claramente, no es una ciencia.

Sensible a la metáfora enrevesada, me gusta ver el trabajo del traductor como un proceso de tamizado. Puesto el texto original en el cedazo de los conocimientos y sensibilidad de quien traduce, pasan las palabras y caen como texto traducido. Pero hay vocablos, expresiones y hasta fragmentos rebeldes que quedan bailando una tarantela sobre el tamiz: los que ponen a prueba la destreza del traductor.

No voy a hablar de la versión del Martín Dressler -que poco o nada me dejó de Millhauser- porque escribo esto para dar cauce a mis preferencias, no a mis decepciones. Sí voy a decir algo de la eficaz traducción de Museo Barnum que me hizo ver a Millhauser como un integrante más de ese club de autores exquisitos del que forman parte Robert Aickman, Terence White y M. John Harrison, y que cuenta, entre sus socios fundadores, nombres casi secretos como los de M. P. Shiel y Robert Chambers.

María Negroni se ha tomado su trabajo como un obsesivo buscador de oro (perdón por la figura un tanto demodé pero no encuentro mejor símil), que no renuncia al examen de ninguna piedra por estéril que parezca hasta que ve la pepita ocluida en ella y la extrae con delicadeza de cirujano.

Pepita: la opción precisa, entre académica y coloquial, que no evita lo argótico pero no pone en riesgo el texto cayendo en abusos.

Así, su versión resulta límpida y elegante, punteada de palabras y frases cálidas para el lector de estas latitudes, sin caer en equivalencias excesivamente criollas y menos en tentaciones obscenas como reemplazar tuteo por voseo.

"Afuera garuaba", "Me detuve en todas las vidrieras, todas." "maniseros"... Hasta se admite (con algo de trabajo, es cierto) el localismo "pochoclo", a pesar de ensuciar el agua de un estanque de sirenas de un museo grande y laberíntico como Xanadú...

Negroni sabe que "pochoclo", cacofonía aparte, es un disparador de infancia. La suya es una elección bradburiana.

Yapael prólogo, también a cargo de la poeta, revelador de la figura de Millhauser y cuajado de reflexiones interesantes"La literatura, pareciera sugerir Millhauser, se mueve, como todo ensoñadero, entre la vacilación, el desacato y la delectatio, no para representar algo, sino para que la representación ceda sus derechos a la eterna invención de lo mismo."; "llevar al lector al borde de una epifanía abrumadora y abandonarlo allí para siempre""la imaginación, que es otro nombre del deseo".

Soy un lector silvestre, sin recursos críticos, pero no por ello como... lo que sea. En mi ADN hay un buen lector. Mi padre lo es y es posible que mi abuelo, de haber aprendido a leer, también lo hubiera sido. En nosotros siguen hojeando libros nuestros ancestros.

De Millhauser queda en mis estantes August Eschenburg.

Mi próxima lectura, a condición de que la traducción sea de María Negroni.


Daniel Milano






Museo Barnum, Steven Millhauser. Prólogo y traducción de María Negroni. Interzona.













 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario