1871. La ciudad es azotada por una epidemia que se lleva a un tercio de la población que no ha huído al campo, unas trece mil almas.
Fiebre amarilla. La gente muere de manera horrible en las casas y en las calles. El cuadro de Blanes lo muestra con una crudeza impostada aunque no por ello improbable. Parece que la Muerte se entretuviera con un macabro dominó de hombres, mujeres y niños, ordenando las piezas con sus dedos huesudos y derribándolas después con una uña larga y negra, de viejo mandarín. Una y otra vez. Una y otra vez.
Las fuerzas vivas se organizan en la llamada Comisión Popular para asistir a la gente en lo que se pueda y ocuparse de los muertos.
Ocuparse de los muertos: recogerlos en carros, cargarlos en vagones atestados de cadáveres en el célebre "tren de la muerte" y conducirlos al Cementerio del Sud para su inhumación en fosas comunes, donde los gusanos carroñeros harán lo suyo.
Nombres ilustres integran la Comisión, nombres de héroes, entre los que recordamos uno: Carlos Guido y Spano. Es un hijo del general Guido. Pero trascenderá por la pluma, no por la espada. Para la posteridad será el "poeta de la melena de león", autor de versos inolvidables como los de Trova y Nenia.
Durante una "noche pavorosa" (que registrará, ya viejo, en su autobiografía), Guido y Spano protagonizará un hecho más conmovedor que cualquiera de sus poemas.
La Comisión Popular tiene su sede en un viejo edificio de la calle Bolívar, donde los voluntarios duermen entre bastos ataúdes que distribuyen según demanda. Sus puertas son aporreadas por la sirvienta de una mujer que acaba de morir; desesperada, pide asistencia para que recojan el cadáver de su señora. Se trata -la muerta- de la viuda del general Lamadrid, héroe de la Independencia. El poeta no piensa permitir que la noble dama acabe en un hoyo cualquiera por lo que decide ocuparse personalmente del asunto. A través de un asistente, contrata un carruaje fúnebre y marcha al cementerio sin comitiva alguna.
En la casa mortuoria, ha contemplado a la finada. "Una santa", anota su memoria.
Se imagina al poeta protegiendo el cadáver de los espíritus necrófagos con su bastón-estoque, mientras grita al cochero que fustigue a los caballos. Por supuesto, el conductor nada ve, nada sabe. Sólo Guido, alma hiperestésica, reconoce el peligro en el aire que los rodea y mantiene a raya a los demonios de la noche.
Llegan al cementerio.
Llaman a voces, sacuden la reja cerrada. Un sepulturero "soñoliento, desarrapado, cubierto todavía del polvo de las fosas recién cavadas" (hay días en que se han abierto hasta setecientas) acude al llamado, protestando por el escándalo
El poeta pide por el administrador, amigo suyo.
Duerme. Lo despierta. Se abrazan.
Le ruega inhumar en el acto a la dama, cosa a la que accede el amigo. Eligen la mejor de las sepulturas destinadas a los muertos encumbrados.
A la luz de un farol, entierran a la venerable mujer.
El poeta, a pesar del cansancio, nota más claro y respirable el aire a su alrededor. Los espíritus se han ido con su hambre de almas frescas a otra parte y en su lugar...
Pero que sea Guido y Spano quien cierre la crónica: "Cuando hube echado la última palada de tierra sobre aquellas reliquias venerables, me pareció que mi madre me daba un beso en las tinieblas."
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