En La Leyenda Dorada, la formidable compilación hagiográfica del siglo XIII de Jacobo de la Vorágine, el martirio de San Lorenzo impresiona. Según la pluma del arzobispo de Génova, el mártir fue puesto sobre una parrilla y quemado vivo. En pleno delirio místico, dijo a sus verdugos que lo dieran vuelta para asarlo de los dos lados.
Cuando alrededor de 1615 Gian Lorenzo Bernini, con sólo 16 o 17 años, da comienzo a su Martirio de San Lorenzo (San Lorenzo de la retícula), enseguida lo acosa el problema de la expresión del santo sobre las brasas. Impetuoso, visceral, Bernini decidió experimentar en carne propia el suplicio del mártir, para lo cual puso su mano inhábil sobre el fuego (según su hijo Domenico, tomó un carbón encendido) y dibujó de memoria su expresión reflejada en un espejo.
Pero ese gesto de dolor extremo, si la anécdota no es una pura invención, parece haber ido a parar no al San Lorenzo sino a su Anima dannata (Alma maldita), busto de 1619.
San Lorenzo, por el contrario, tiene una expresión serena, de entrega. El cuerpo mismo parece desentenderse del tormento, elevarse. Es el momento inmediato a la tensión final, cuando el último suspiro (que de ser humanamente posible, Bernini hubiera tallado también) abandona la carne y las pupilas buscan la mortaja de los párpados.
¿Debemos colegir, entonces, que el joven Gian Lorenzo captó ese momento crucial para dar la expresión que buscaba a su santo y que su martirio personal, su entrega al arte, consistió en retratar a un hombre que expiraba en lugar de asistirlo?
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