domingo, 30 de agosto de 2020

El oscuro placer de la profanación



Una consideración machista, sin dudas. A pesar de Boadicea, de
La diosa blanca, de Juana Azurduy, del mar verde y ondeante del colectivo feminista...

Una más. Y la impresión es que van tantas como latidos lleva mi vida.

Hablo, desde mi rancia condición de hombre educado de la peor manera, de ese momento inefable en que sentimos quebrarse, como si se tratara de una placa de hojaldre, el sello del sagrario de la mujer, el himen de su alma. Tal vez provoquen risa las expresiones, pero no sé cómo plantear la cuestión sin elipsis pasadas de moda.

El título de la entrada resume con cierto escándalo lo que siento. Y el poema de Rubén Darío, con el que acabo de toparme acomodando libros picados por un foxing de muchos lustros, lo expresa  soberanamente. Su lectura me hizo bloguear este brete del que no sé cómo salir.


Ite, missa est


Yo adoro a una sonámbula con alma de Eloísa,

virgen como la nieve y honda como la mar;

su espíritu es la hostia de mi amorosa misa,

y alzo al són de una dulce lira crepuscular.


Ojos de evocadora, gesto de profetisa,

en ella hay la sagrada frecuencia del altar:

su risa en la sonrisa suave de Monna Lisa;

sus labios son los únicos labios para besar.


Y he de besarla un día con rojo beso ardiente;

apoyada en mi brazo como convaleciente

me mirará asombrada con íntimo pavor;


la enamorada esfinge quedará estupefacta;

apagaré la llama de la vestal intacta

¡y la faunesa antigua me rugirá de amor!


Tal vez pueda salvar la situación cambiando en la intro mujer por otro.  O escondiendo mi nombre. O, mejor, "deleteando" el archivo...




Imagen de cabecera: La virgen velada, de Giovanni Strazza.



 

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