sábado, 20 de junio de 2020

Nuestra Señora de los Huesos




Iba a lo de Vernet porque siempre encontraba allí cosas extraordinarias.
Su pequeño local estaba lejos de las grandes galerías, en un pasaje oscuro, entre librerías de viejo y tiendas de antigüedades repletas de baratijas. Cada vez que el viento atravesaba el pasaje, de las mesas de libros y de los trastos puestos en la vereda se levantaba un polvo antiguo que irritaba los ojos y hacía toser.
La misma galería de Vernet no era precisamente un dechado de orden y limpieza. Uno se sentía en ella como en una fotografía de Atget, en el París vetusto y mugriento de antes de la Tour.
El vidrio de su pequeño escaparate siempre estaba nublado por falta de agua y voluntad de aseo. Pero eso parecía calculado, porque confería a la obra de turno exhibida en él un prestigio de cosa antigua y valiosa.

Dije que en lo de Vernet encontraba cosas extraordinarias. Aunque lo justo sería decir que lo que sentía uno en su galería era provocado no sólo por las obras exhibidas en ella sino también por el sugestivo discurso que el galerista soltaba con voz suave y cadenciosa a espaldas del visitante cuando lo notaba interesado en alguna de ellas. Luego desaparecía tan furtivamente como se había acercado. 
Pero lo dicho quedaba en suspenso alrededor de uno como un polvo de oro, y todo cambiaba en la obra contemplada. Con sus palabras empezaba la maravilla.

A pesar de los años, de los que tengo y de los transcurridos desde entonces,  recuerdo mi primera visita a esa cueva de Alí Babá como si la hubiera hecho ayer.

Flâneur impenitente, el Pasaje Eduardo Gutiérrez me atrajo como un embrujo una tarde de otoño. Y el embrujo residía menos en su perspectiva de viejos locales, con sus mesas de libros, tritones rotos revestidos de marmolina, cascados relojes de pie, armarios de luna sin sus espejos y demás objetos de otros tiempos invadiendo el empedrado de esa única cuadra, que por la gastada chapa amurada en la esquina con el nombre de aquel extravagante y controvertido escritor que, para cualquiera que haya leído sus tardías novelas unitarias, evoca truculentas escenas de La Mazorca, de gauchos cuchilleros, de malones como vendavales y, para el lector casi autista que soy, capaz de fijar durante años un detalle insignificante perdido en un libro cuyo contenido, título y autor he olvidado por completo, la descripción de una feria de la época de Rosas -segura visión inducida por sus cigarrillos  de opio, que fumaba mientras escribía- donde, en el tenderete de un carnicero, se exhibía la cabeza colgada de un partidario de la causa unitaria...
No hace falta decir que ver el nombre del pasaje, otear su perspectiva y torcer hacia él fue todo un mismo acto.
Al pasar por la vidriera de V.V., arte antiguo y moderno, mi mirada -mi alma, me atrevo a decir- fue atraída por un cuadro de dimensiones regulares montado en un sucio caballete. La tela en sí misma no era grande, pero el barroco marco que la encerraba duplicaba su tamaño. Era una composición claramente simbolista, pero de ejecución entre impresionista y expresionista. Después de estar unos cinco minutos contemplándola desde la vereda, un hombre bajito y afable se asomó por la puerta y me invitó a entrar para que pudiera ver la pintura sin el velo del vidrio oscurecido por la mugre.
Se presentó como "Víctor Vernet, marchand de rarezas" y enseguida, con movimientos suaves y rápidos (que me hicieron cuestionar, en un imperdonable reflejo machista, su condición varonil), retiró el cuadro del escaparate y lo sostuvo delante de mí apoyando el marco labrado en la punta de sus zapatos.
Era una obra que parecía inacabada, un boceto hecho a grandes y rápidas pinceladas de óleo. En él, un hombre alado sobre un escollo adonde iban a estrellarse las olas de un mar turquesa, intentaba incorporarse sobre unos brazos que ya no podían sostenerlo. Agonizaba, pero su último aliento buscaba devolverlo a las alturas donde, un momento antes, había sido feliz. El escorzo, hecho con la rapidez que demandan las visiones fugaces, mostraba la melena larga y revuelta del ángel caído, los brazos arqueados, los hombros jóvenes, un muslo apoyado en la roca y, caídas a los lados, las alas laxas azotadas por el agua. Arriba, el ojo espiralado de un sol lejano irradiaba franjas de calor como un oleaje de oro invertido que parecía aplastar al joven. Nada me costó ver en la composición al Ícaro del mito heleno. Abajo, a la derecha, a unos quince centímetros de la punta de nobuk del zapato de Vernet, alcancé a ver la firma del artista en rojo coral, asomando entre salpicaduras de espuma: G. Moreau.
¿Moreau? ¿Gustave Moreau en el fin del mundo?
-¿Por qué no?
Vernet había leído mis pensamientos o mi expresión era estúpidamente elocuente.
-Imagine -dijo- que la noble viejita a quien se lo compré en una razzia comercial de la que no estoy ética pero sí venalmente orgulloso, era, como dijo, la viuda criolla de un francés acaudalado que emigró durante la Gran Guerra a la Argentina con sus posesiones más queridas. Mirando esta maravilla, poco cuesta pensar que era una de esas preciadas pertenencias. Ahora bien, la viuda necesita reforzar su pensión o jubilación para vivir los últimos años de su vida sin apremios y decide vender su piso de Las Heras y Callao para mudarse a un lugar no tan gravoso de sostener, menos mundano y, por ende, tranquilo. Las cosas que la rodean se convierten entonces en un problema mayúsculo. ¿Qué hacer? Me parece escuchar las sugerencias de sus amigas octogenarias a la hora del té: "Quedate con algo de todo esto y el resto vendelo"; "Sí, yo hice eso cuando me mudé a Caballito y no me lo reprocho"; "No hay que vivir de recuerdos". Ahí entro yo, con mis anuncios de compra en revistas de actualidad que hacen las delicias de esa franja etaria y, también,  de hijas y nietas sanguíneas y políticas atentas al dinero fácil. Lo sorprendería la cantidad de llamadas que recibo. El producto de mis amables recolecciones lo reparto entre mi pequeña galería y El viejo desván, el negocio de antigüedades que está a dos puertas de aquí, del que tengo una pequeña parte. Mi socio, que publica anuncios como yo, me avisa cuando huele algo de valor. Pero no siempre acierta su olfato canino. Somos, de algún modo, cazadores de tesoros. Y puedo asegurarle que hasta las "baratijas" tienen reflejos de cosa auténtica si se sabe verlas imaginando sus periplos, no menos reales que los que puedan aseverar sus propietarios aun exhibiendo papeles. "La Historia -según Jules o Edmond de Goncourt, nunca recuerdo- es una novela que fue".
-Bueno, queda la alternativa del análisis químico -logré interrumpir su incesante flujo verbal.
Con cadencia de lenta pero incansable marea, Vernet continuó.
-¿Y usted cree en eso? ¿Cuántas veces se ha fijado la antigüedad del hombre? Como loros, repetimos según las épocas: "500.000 años", "700.000 años",  "1.000.000 de años"... ¿quién da más?. Hasta que un nuevo análisis de datación instala otro número dando por tierra con los precedentes. Además, al momento de adquirir arte, ¿pesa más el gusto o la supuesta autenticidad?,  ¿el interés estético o el valor relativo de una pieza?, ¿lo que depara la contemplación o lo que le dicen a uno que debe encontrar allí? "Art happens", "el arte sucede", avisa Whistler. Y ese suceder (¿hace falta que lo diga?) se da por empatía, no por certificados de origen o cotizaciones siderales en Southeby's o Christie's...
Me di cuenta de que había dejado de contemplar el Moreau para contemplar a Vernet mientras hablaba, para contemplar -permítaseme el oxímoron- el discurso de Vernet.
Y de pronto me sorprendí preguntando el precio del cuadro.
La lenta respuesta de Vernet fue igualmente un impacto, aunque no la desmesura que hubiera salido de sus labios de haberse tratado de un original.
Agradecí el vistazo y los conceptos y me despedí prometiendo volver.
Y volví, antes de lo esperado.
Art happens. Conocía la frase de Whistler que Borges había usado como divisa para una colección de gran tirada que dirigiera en los años '70 u '80. Pero nunca me había sonado, al leerla, como la pronunciara Vernet. Y menos involucrando al espectador.
A la media cuadra dí la vuelta, volví sobre mis pasos y, respirando hondo, entré en la galería y compré el Moreau.
Estaba en la vereda llamando a un taxi cuando Vernet salió del local y me dio el proyecto de un catálogo para una muestra que estaba organizando. "Quiero interesarlo desde ahora", dijo.
Instalado en el coche, con mi tesoro al lado como una novia, miré el impreso. En la carátula, un esqueleto en escorzo paría un feto en medio de una eclosión de sangre. Arriba, los nombres de la galería y de la muestra -Huesos-; abajo, el de la artista: Casandra Brin. Y dos notas manuscritas debajo de la imagen, supuse que de puño y letra de Vernet: ¿Un arte curativo? ¿Arte de taumaturgo?.

Colgué el Moreau sobre mi escritorio como si se tratara de una imagen sacra, protectora. De hecho, todas las noches, antes de apagar la lámpara e irme a dormir, en un irreprimible impulso de sincretismo católico-pagano, musitaba una breve oración a San Ícaro. Creo que un sentimiento de piedad me impulsaba a hacerlo. Ese pobre muchacho había pagado cara la osadía de elevarse en pos del dios -sea quien fuere- que no tuvo misericordia alguna con él. Me sentía identificado con su curiosidad y desgracia, pero por razones que prefiero no exponer aquí.
En casi todas las redacciones especializadas para las que trabajaba, cuando hablaba de "mi Moreau" lo menos que recibía era una risueña mueca de asombro o el desagradable sonido nasal de una carcajada contenida. Un compañero se paseaba entre las oficinas ofreciendo Grecos y Tizianos; otro dijo que había comprado un mural de Tiépolo en Parque Centenario; otro fijó a la pared una manoseada reproducción de La Gioconda y escribió debajo, con gruesos trazos negros: "Mi Leonardo". Y así hasta el cansancio.
Harto de bromas livianas y pesadas, envié al Álbum de Letras y Artes, prestigiosa publicación española de la que era corresponsal, un artículo titulado "¿Un Moreau en el fin del mundo?" que se reprodujo en algunos medios locales.
Nadie dijo nada, pero no tenía dudas de que muchos habían leído mi nota. Y la confirmación de esa íntima certeza llegó dos semanas después de la venta de "mi Moreau" a un coleccionista catalán, y de urdir una vendetta que todos se merecían.
Envié una segunda nota al Álbum titulada "¿Vendido un Moreau en el fin del mundo?" y un aluvión de curiosos, los mismos que se habían burlado de mi alegría, se me echó encima con furia de maremoto. Me rodearon y hostigaron con preguntas de todo tipo. El monto de la operación, que di a conocer en mi artículo con la debida venia del comprador, abrió los ojos de todos como platos.
¿Qué había pasado?
En mi primera nota, había contado mi experiencia con Vernet, claro está que sin exponerlo. Hice mías sus ideas sobre la relatividad de los documentos, priorizando la sensibilidad del espectador que juega un papel importante en la definición de arte. Debo decir, modestia aparte, que la nota valía lo suyo. A los pocos días de publicada,  la hija del coleccionista catalán que mencioné se contactó conmigo y me pidió ver el Moreau.
Lo examinó con ojo experto y me dijo que una vez que hubiera puesto al tanto a su padre, haría una oferta por la obra.
Recuerdo que era un domingo frío, inclemente, así que le fue fácil encontrarme en casa cuando regresó por la tarde. El timbre me sacudió haciendo la siesta; me pescó en bata cuando abrí la puerta.
Le ofrecí café pero prefirió un coñac.
Me sorprendió que, mientras bebía, no mirara el Ícaro colgado sobre mi escritorio a dos metros de ella. En cambio, me observó con aire inquisitivo y preguntó con suavidad:
-¿De verdad cree en lo que escribió?
Asentí. Y agregué que me había decepcionado no causar el revuelo que esperaba.
-No crea. No cayó en saco roto su guante a la cara de los capitalistas del arte.
Su ceceo casi me hizo dudar de mi condición de paria del amor. Era hermosa y hablaba hermosamente.
-¿Usted cree?
-Mi padre es un millonario extraño: detesta el dinero en sí mismo. No lo acopia, lo cambia por belleza. Pero dice que la belleza no siempre está ligada al prestigio o a certificados de autenticidad, como usted sostiene en su nota. Lo amo por eso.
Un cosquilleo me recorrió el espinazo. Pero enseguida entendí que se refería a su padre.
-Sus últimas compras son todas obras copiadas, para demostrarles a sus pares que se puede gozar con la misma intensidad con una buena falsificación. Se ríe de ellos cuando los invita a su casa y se derriten frente a un Corot, un Draper o un Ziem, para ofuscarse luego cuando les confiesa que son copias que han costado millones pero que sin las pruebas de datación ningún especialista podría asegurar a ojo que lo son. Un juego que ya no puede jugar con la frecuencia de antes porque ahora es demasiado pública su posición sobre lo que él llama el capitalismo del arte. De hecho, cuando muestra un original, sus amigos sonríen. Le cayó la ficha, como dicen ustedes, hace años, en el cine, viendo esa maravilla de película que es Vincent y Théo, de Altman. ¿La vio?. Comienza en Christie's, con la venta de sus famosos Girasoles. La subasta arranca en seis millones ("Six millons", dice claramente el operador). En seguida, Altman pasa a una habitación miserable, en claroscuros de Courbet, donde, en un camastro piojoso, se ve a Tim Roth acostado con la pipa en la boca, esperando que su hermano Théo se pronuncie sobre su trabajo. Mientras tanto, la voz de Christie's sigue subastando los Girasoles a una creciente millonada de libras. Van Gogh se impacienta ante el silencio de su hermano y cambia nerviosamente la pipa de posición. El gesto permite ver sus dientes horriblemente cariados y con ello, palpar su miseria. La voz de Christie's cierra la subasta ya no recuerdo en cuántos millones...
-Veintinueve millones de libras.
-Sí. Una obra frente a la que pocos se habían conmovido hasta que los grandes subastadores de Europa decidieron que era tan digna de admiración como La Gioconda. Mi padre se levantó y dejó la sala, turbado. Yo estaba con él y vi su expresión desencajada.
-Un comienzo inolvidable. Tal vez, el más impactante de la historia del cine.
Movió nerviosamente la cabeza, en señal de asentimiento. El recuerdo de la turbación del padre la había alterado.
-Sí, sí. Pero hasta ahora -continuó- no había adquirido una obra no catalogada atribuida a un artista relevante, como es el caso de su Moreau. Mi especialidad es la detección a priori. Y creo que el Ícaro es una falsificación, excelente pero falsificación al fin. Se han cuidado de trabajar con lienzo y pintura de época. Pero como usted dice en el artículo del Álbum, para el goce es irrelevante la autenticidad.
Sacó del bolsillo de su abrigo un cheque arrugado y me lo dio. Cuando vi la suma exorbitante que me ofrecía, lo solté y fue a parar a sus pies. Lo levantó y volvió a extendérmelo.
-No puedo aceptar esa suma de ningún modo. Me sentiría un delincuente si lo hiciera. Con ese cheque podría comprar el original de este cuadro si existiera...
-¿Y quién dice que no se trata del original?
-Usted... hace un momento.
-Fue una estimación a priori. Se lo dije.
-Para pagar esa suma, debería hacer una prueba de datación...
-Nadie hará eso. ¿No escuchó lo que dije? ¿No leyó su artículo antes de enviarlo?
-Desde luego, pero no lo veo más que como una utopía, como un deseo irrealizable.
-Bien. Sepa que hay quienes se toman en serio esa utopía y la ponen en práctica.

Vendí mi Moreau que voló a Europa con la hermosa española.
Y yo volé a V.V., arte antiguo y moderno a  buscar más obras e historias de Vernet.
Así se sucedieron un boceto de Rubens para una crucifixión, una sirena de Waterhouse y hasta uno de los mil y un fragmentos del cartón para La Batalla de Cascina que hay desparramados por el mundo desde el siglo XVI. (Según se dice, tanto el boceto de Miguel Ángel como el de Leonardo para La Batalla de Anghiari, que se exhibieron juntos en una compulsa que Cellini, emocionado, llamó "la scuola del mondo", fueron canibalizados de a poco por quienes peregrinaban para verlos.) No tuve mi Da Vinci pero sí mi Buonarotti.

Una tarde, mientras tomábamos un café, el "marchand de rarezas" me recordó la muestra de Casandra Brin, la del proyecto de catálogo que me había dado el inolvidable día del Moreau.
-Está muy atrasada porque Nuestra Señora de los Huesos tiene sus pruritos...
-¿Quién?
-Casandra, la artista. La llamo así porque el suyo es un arte milagroso.
Recordé las frases tentativas en el catálogo en preparación.
-¿Me está diciendo que la tal Brin cura enfermedades a través de sus obras? Victorio, yo admiro su inventiva, o su "capacidad para ver el otro lado de las cosas" como le gusta decir, pero esto es demasiado.
Por toda respuesta, dijo:
-Venga.
Se levantó y a través de una cortina de pana roja ("desecho de El Colón, ¿puede creerlo?"), pasó a un saloncito contiguo donde, en un guardacuadros algo destartalado, tenía estibada una  parte de la obra de Brin. Eran xilografías de gran formatoenmarcadas con mucho arte. Las hizo correr y me di cuenta de que se trataba de una serie, esqueletos horriblemente contrahechos al principio que iban haciéndose normales hasta llegar a la parturienta descarnada del catálogo y una última estampa donde la misma parturienta amamantaba o acunaba en sus brazos al recién nacido. Así como el escorzo del esqueleto pariendo impresionaba por su violencia, la estampa de la madre acunando a su criatura conmovía por su ternura. La serie, tan dramática, parecía tener un final feliz.
-Jamás hubiera imaginado que un esqueleto pudiera ser tan expresivo. Dolor, angustia, fuerza, ternura... estos huesos parecen sentir.
-La serie se titula "Maternidad". Y espere a ver lo que tiene en su taller. Su taller... ¡parece un osario el lugar en el que trabaja! ¡Y sus modelos! La de estas estampas tenía una osteopatía múltiple y quedó embarazada. No había más opción que un aborto, pero se empecinó en ser madre aun a riesgo de su vida y la de su hijo. Lo crea o no, Casandra acomodó sus huesos en las estampas y la pobre pudo dar a luz. Con muchas complicaciones, pero pudo. Los médicos no entendían. Gente tullida, como de Corte de los Milagros víctorhuguesca la visita a diario, esperando que un grabado suyo cure su mal. Y ella, con una paciencia y dulzura infinitas, absorbe, hace suyas esas malformaciones y dolencias para liberar a quienes las padecen de sus sufrimientos. ¡Es la Santa Liduvina del arte! ¿Oyó de la santa de Schiedam? Está en Huysmans, autor que usted debe tener leído. En su libro, ese francés maldito, atento a todo lo malvado y deforme, refiere con detalles repugnantes los padecimientos de Liduwine, cómo siendo bella pidió la gracia de ser la depositaria de todos los pecados bajo la forma de las más horrendas enfermedades. Y el Señor se la concedió. Casandra hace lo propio a través de su arte. Pero no tiene caso que le cuente. Me interesa que lo vea usted mismo porque quiero pedirle un favor...
-A su servicio, Vernet.
-Que escriba el catálogo de la muestra. Con todo ese asunto del Ícaro, su nombre resuena en el ambiente; sería el espaldarazo que Casandra necesita para darse a conocer.
-Le da demasiada entidad a mi nombre, pero con gusto.
-Gracias. Si está de acuerdo, convengo un día con ella para que la conozca.

A la semana fuimos a verla.
Esperaba encontrar a un freak de Tod Browning, a una mujer pequeña y retorcida, con cuello ortopédico y una expresión de dolor en su sonrisa forzada. Pero nos recibió una joven cálida y hermosa.
La encontramos trabajando, arremangada, con sus manos y brazos manchados de tinta. Debo haber abierto los ojos más allá de lo que manda la cortesía, porque comenzó a bajarse las mangas a los tirones, mientras se disculpaba diciendo:
-Mis tatuajes.
En un rincón del estudio, un hombre con un brazo en cabestrillo intentaba sin éxito echarse el saco sobre los hombros. Casandra se disculpó y corrió a auxiliarlo.
-Hasta la próxima, don Luis.
-Hasta la próxima, corazón -respondió el hombre con voz cascada.
Pasó cerca de nosotros y saludó con un hosco movimiento de cabeza.
Cuando quedamos solos, Vernet  preguntó:
-¿Qué mal tiene?
-Una artrosis galopante, por la edad. Así como lo ven, roza los noventa. Mucho dolor -respondió la joven, acomodando sus tintas y herramientas de trabajo.
-¿Y qué tratamiento estás aplicando?
-Ay, Vittorio, no soy médica, ya lo hablamos. Sólo es sugestión. Xilografié los huesos de su brazo hace tres semanas; apliqué un esponjado leve y le expliqué que sus huesos se ven así, porosos, sin densidad. Lo que hago cada vez que viene es seguir aplicando tinta con mi esponjita para crear una ilusión de robustecimiento.
-Y funciona, ¿no?
-Bueno... siente menos dolor.
-¿Ve, Gherardi? ¿Qué le dije?
-¡Pero no curo a nadie, Vittorio! -dijo la artista con fastidio.
-¿Y Celia, la esclerosada que dio a luz? ¿Y Franco, el chico atropellado que no sentía las piernas y ahora camina? ¿Y mi renguera? No le haga caso, Gherardi. Dios está en ella y no quiere verlo.
-¿Tu renguera? La edad. Va y viene según el clima -dijo Casandra, riendo encantadoramente.

Logramos convencerla de hacer la muestra.
Creo que mi reseña, que hablaba de sugestión en el arte y nada de taumaturgia o curas milagrosas, consiguió ablandarla.
Vernet se ofuscó. A toda costa quería un catálogo sensacionalista. Le expliqué que la moderación era el precio que debía pagar si quería a Casandra Brin en su galería.
Terminó por aceptar mi sugerencia con los dientes apretados.

La inauguración resultó de veras un éxito.
Puse mis contactos al servicio de Vernet. Como era provisionalmente famoso, asistió gente prestigiosa al vernissageY como provisionalnente era rico, contraté un deslumbrante servicio de lunch. Los mozos iban y venían con canapés, vino y un champán que estuvo a la altura de los invitados.
Vernet también tocó a gente influyente y el pasaje fue todo nuestro. El pequeño local no hubiera podido con tanta gente. Así que las copas se servían afuera, sobre el empedrado mismo de la calle; adentro, la muestra, con su impactante galería de espectros.
La noche era serena y luminosa: como suele decirse, "acompañaba". Los corchos salían disparados de sus botellas como salvas en honor de Casandra Brin. La gente hablaba, reía, burbujeaba como el champán. Sólo la dueña de la muestra parecía fuera de lugar. Conversaba, reía, bebía, pero de lejos se notaba que no estaba en su elemento.
Apenas quedó sola, me acerqué. Chocamos las copas. Habló primero.
-Gracias por todo esto. Es hermoso.
Le pregunté cómo se sentía.
-Bien, esperando que termine -me respondió con aire de culpa.
-Pero es tu noche, Casandra.
Negó suavemente con la cabeza y dijo:
-No, no es lo mío.
-¿Y qué es lo tuyo? -pregunté, buscando sus ojos.
-Ayudar.

Visitaba V.V.  al menos dos veces al día.
Vernet estaba exultante: la muestra era un éxito más allá de lo esperado. Varias obras estaban reservadas. Se frotaba las manos esperando a los clientes.
Una mañana, en un hombre parado frente a una obra, reconocí al viejo hosco que había visto en el taller de Casandra la vez que nos presentó Vernet. Miraba como alelado la xilografía de su brazo, la última estampa, supuse, por la densidad del esponjado. No llevaba cabestrillo. En cierto momento, pareció salir de su arrobamiento y con gesto rápido para su edad, engastó entre el marco y el vidrio que protegía la estampa un papelito doblado. Apenas se fue, me acerqué y sin ningún pudor tomé el papel, lo desdoblé y leí: "Gracias por curarme, madrecita".
Volví a poner el papel en su lugar y le conté a Vernet lo ocurrido.
-Veo que ya no mira la muestra, Gherardi.
Era cierto. Después de haberla recorrido a diario la primera semana y de escribir sobre ella en tres medios importantes, me quedaba charlando con Vernet viendo discurrir a la gente de lejos.
-Las obras están llenas de papelitos y de cosas que cuelgan los visitantes, sobre todo las más alejadas. Algunos llegan a desgarrar con cuidado el papel del contrafrente y a meter allí sus exvotos.
-¿Exvotos?
-¿Y cómo quiere que llame a esos mensajes de agradecimiento y devoción? En una oportunidad, alguien se las ingenió para prender una vela al pie de una estampa. Sigue ahí, en el fondo. Vaya a ver.
Me levanté con tal brusquedad que volqué la silla. En cada obra había no uno sino varios mensajes. También había cosas pequeñas colocadas alrededor, sujetas según la maña de cada uno: medallitas incrustadas en los marcos, algunas de oro; pétalos y  flores minúsculas pegados al vidrio -con saliva, según había visto Vernet-; rosarios colgados en las esquinas... En la estampa del esqueleto con el bebé en brazos, me extrañó que no hubiera "exvotos". Hasta que descubrí, en el ángulo superior  izquierdo, un cordel fino del mismo dorado del marco. Lo seguí y vi que  detrás del cuadro habían colgado... ¡un chupete!
La vela se había consumido casi hasta el piso; Vernet, en un acto conmovedor, había dejado la cera derretida en el lugar.
-No entiendo...
Vernet, el espectral Vernet, ya estaba a mi lado. Sin espíritu de revancha, me susurró al oído:
-Le dije que esa chica hacía milagros.

Los días se sucedieron con más exvotos y visitas de sanados y tullidos.
A veces me acercaba a quienes miraban su estampa y los sorprendía en algún rito personal, rezando según manda la Iglesia o murmurando en una jerigonza incomprensible oraciones pertenecientes quién sabe a qué culto extraño. No era raro verlos reírse del propio esqueleto o de algún hueso aislado, también propio.
Me sentía inmerso en uno de esos climas enrarecidos de las primeras películas de Polanski, en los que el protagonista se siente el centro de alguna oscura confabulación. Mi inquietud crecía día a día. Soñaba un sueño recurrente en el que Casandra se me aparecía desnuda, apoyada  en una prensa calcográfica, con el cuerpo manchado de espesa tinta de grabado como en esa foto famosa de Man Ray para la que posó Meret Oppenheim. Yo tenía mi brazo sobre la platina, con los dedos mordidos por el rodillo. Casandra intentaba limpiarse la cara con el revés de la mano sin conseguirlo, hacía girar la rueda de la prensa y mano y brazo eran triturados sin dolor. Enseguida, aparecía subida a la prensa como una gárgola. Del vello de su sexo caían gruesas gotas de tinta. Y de pronto, me sonreía desde una altura tal que su rostro entintado de negro se perdía en la noche y sólo podía ver sus dientes y sus ojos, que rutilaban como estrellas parpadeantes.

Mi inquietud fue en aumento hasta el día en que vi, delante del esqueleto de la parturienta, a la chica que había dado a luz. Estaba en una silla de ruedas, contrahecha, con el cuerpo descoyuntado como por un accidente violento. Miraba la obra desde un ángulo imposible: la cabeza, casi pegada a las rodillas, vuelta hacia la estampa como si le hubieran roto el cuello para obligarla a mirar. Desde donde estaba, vi sus ojos de batracio, abiertos desmesuradamente, y la boca entreabierta que, por el esfuerzo de la inhumana torsión, no paraba de babear.
A su lado, una mujer madura, su madre quizá, sostenía a la criatura nacida sana, sanísima, por esas carambolas de la naturaleza o (noté que Vernet me observaba desde su escritorio) porque Dios, por intermedio de la dulce Casandra Brin, así lo había decidido. Y cuando el bebé se retorció en los brazos de la abuela y se estiró buscando a la madre que no podía recibirlo, algo se rompió en mi interior.

Después de esa experiencia que terminó de nublar mi cordura, ya no pude dormir. Cuando el cansancio me vencía, caía en un sueño intranquilo en el que Casandra seguía encaramada a la prensa, con su sexo goteante y su sonrisa recortada en la oscuridad. Lo curioso era que lejos de rechazar la escena, me excitaba hasta la vergüenza. ¡Claudio Gherardi conmovido por una mujer! Extrañamente, lo sucedido había pervertido mi naturaleza.
Sin apetito, sin dormir, abrumado por dudas como no había tenido en mi vida, una mañana mi razón explotó y salí de la crisis del peor modo posible: cediendo a ella. En lugar de bajar de mi departamento en el ascensor, opté, como si lo hubiera  premeditado, por la escalera. Bajé a los saltos y, mediando el recorrido, metí mi meñique derecho en la baranda de hierro llena de arabescos florales. El resultado fue calamitoso, peor del que esperaba: fractura expuesta. El dolor, pero sobre todo el horror de ver el hueso asomando a través de la carne desgarrada, casi me desmaya. Pero me sobrepuse. Y metiendo la mano en el bolsillo del saco, corrí a lo de Casandra.

-¡Está completamente loco! ¡Completamente loco! -insistía nerviosamente la artista mientras ponía sobre mi dedo unas gasas ensopadas en agua oxigenada y me cubría la mano con una toalla.
-¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así?
Le llevaba al menos treinta años, pero su voz sonaba como la de mi madre cuando me retaba de chico después de alguna travesura peligrosa.
-Tu obra, tan extraña; la certeza de Vernet sobre sus virtudes curativas; los exvotos... no soporto más esta incertidumbre. Quiero saber... ¡Quiero saber, Casandra! ¿Es cierto que sos una intermediaria, que los enfermos se curan a través de tu arte? ¿Cómo es posible? La gente peregrina a la galería de Vernet como si se tratara de un santuario. ¿Está loca de remate o de verdad hay algo... milagroso en todo esto?.

Me había olvidado por completo del dolor o Casandra había anestesiado la zona por imposición de manos.
-Gherardi, no soy una santa. Se lo digo a Vittorio cada vez que lo veo. Es pura sugestión...
-¿Sugestión? ¿Que ese fenómeno de feria haya dado a luz, es sugestión? ¡Por favor, Casandra, somos grandes!
Mantenía la cabeza gacha, para evitar mirarme. Y sin mirarme, después de pensarlo una pequeña eternidad, dijo:
-No creo poder hacer mucho.

Fueron tres semanas de condenado, con días interminables y otros que se escurrían como agua de montaña.
A pedido de Casandra, estuve encerrado en casa, sin verla. Me enviaba sus avances por teléfono, una profusa  sucesión de estampas diarias en las que mi meñique volvía a su lugar de a poco, como una pieza de madera astillada en manos de un restaurador paciente, escrupuloso.
Curiosamente, no sentía dolor. Tal vez porque seguía soñando con ella y en mis sueños me besaba y hasta lamía mi dedo como un animal que atiende una herida propia. A veces, me besaba en la boca y ese beso inducía el sueño en el sueño.
Vernet iba a verme y me sostenía cuando flaqueba. Insistía en que no debía perder la fe.
Un día cobré coraje y rompí la promesa hecha a Casandra de no mirar la herida. Después de remover las gasas y la sangre seca con agua e infinita paciencia, vi que el hueso ya no estaba expuesto.
Seguía sin sentir dolor pero el dedo estaba deformado por una hinchazón horrible y el color de la carne, desde la segunda articulación hacia abajo, era de un rojo que viraba al violeta y amenazaba con seguir oscureciéndose.
No supe qué hacer. No quise llamarla y delatar con ello que había roto mi juramento.
Seguí esperando, confiando.
Era un suplicio recibir sus estampas en mi celular y no poder corroborar las mejoras sino cada varios días: tan sutiles eran.
La cuarta o quinta vez que miré, el dedo estaba hinchado como si fuera a reventar y su color era el del azul de las putrefacciones.
No pude más y volé a un hospital.
Después de los análisis de rigor y pasado el asombro de los médicos que notaban el hueso en su lugar pero también los rastros de una fractura expuesta, decidieron la amputación a centímetros del nudillo. A pesar de notar que la gangrena había devorado mi dedo casi por completo, no podía creer lo que iba a ocurrir.
Protesté, grité, lloré.
Pero los médicos, acostumbrados a esas escenas, explicaron con toda serenidad que era lo mejor, a menos que prefiriera perder la mano, el brazo o, de seguir esperando, algo peor.

La operación fue sencilla. Pero la convalecencia, supongo que por el proceso de concientización que entraña la pérdida de una parte del cuerpo, fue de casi dos semanas.
Vernet me visitaba a diario. Cuando le preguntaba por Casandra, contestaba con evasivas. Hasta que, cansado de mi insistencia, me dijo que no sabía porque no quería verlo y cuando la llamaba por teléfono casi no hablaba o se ponía a llorar y cortaba.
-Ni siquiera acepta el dinero de las obras vendidas.
-Si logra comunicarse, dígale por favor que no hay enojo ni rencor, que toda la responsabilidad de lo sucedido la asumo yo.
Pero terminó mi convalecencia y Casandra no llamó ni apareció.

Pasó el tiempo. A pesar de que me moría de ganas de verla para explicarle lo que Vernet, según sabía, no había podido comunicarle, preferí respetar su ostracismo voluntario.
Siguiendo el consejo de los médicos, inicié un tratamiento para aceptar mi situación.
-Muchos mutilados siguen sintiendo la extremidad perdida. Y usted, a pesar de que se trata de una parte mínima de su cuerpo, podría sentir ese reflejo de persistencia. No sería raro porque la mutilación afecta su mano hábil.
La psicoanalista hablaba como una docente de jardín de infantes, casi silabeando. Pero había acertado.
-Sí, me pasa. Cuando estoy quieto, al acostarme sobre todo, siento como si los dedos de mi otra mano deslizaran un anillo por el dedo que ya no tengo, una sortija algo aparatosa que también me parece sentir cuando apoyo la mano al escribir.
-Claro, tiene  (y tendrá por mucho tiempo) el reflejo de sacarse y ponerse el anillo, el tic de esa costumbre.
-Pero nunca usé sortija en ese dedo...

No sentí que el psicoanálisis pudiera ayudarme. Pero sí me sirvió para envalentonarme e ir a ver a Casandra. Por supuesto que no dije una palabra sobre lo que había inducido la decisión extrema de romperme el dedo. Para la analista, había sido un accidente. Por eso sabía que el tratamiento no serviría: trabajaba sobre una falsa premisa. Pero le hablé de una amiga, perturbada más que yo por la pérdida de mi meñique, e insistió que debía verla y hablar "a mano descubierta", para que, viendo el muñón, comprobara que la situación era menos terrible de lo que imaginaba.
-¡No se le ocurra llevar guantes! -dijo al despedirnos, mientras apretaba mi mano lisiada.

Lo que no había querido hacer Vernet, lo hice yo sin culpa alguna: ir a ver a Casandra sin anunciarme.
Cuando me vio, lejos de cerrarme la puerta en la cara como esperaba, sonrió levemente y me franqueó la entrada.
Me saludó con un beso y me hizo pasar al taller mientras preparaba el té.
Era tan cálido el lugar, con sus sillones de mimbre, sus plantas de interior, su enorme claraboya en el techo más allá de la cual las "talladas nubes", como había dicho una vez citando a alguien, derivaban en el azul...
En las paredes, había muchos huesos xilografiados; sobre la mesa de trabajo, una placa enorme a medio tallar: dos cráneos a punto de besarse o separándose después del beso. Las virutas alfombraban el piso en ese sector. Más allá, vi la prensa... y la imagen de mi sueño empezó a cobrar forma. Para disiparla, me volví y me senté dándole la espalda. En la mesita de mimbre que hacía juego con los sillones, había una carpeta de cartón de la que asomaban varias hojas de papel de escenografía. Sentí que el rótulo de la tapa -una simple G trazada sin esmero- me autorizaba a dar un vistazo. La abrí y encontré lo que había imaginado: mi dedo roto grabado en la primera hoja, y en las siguientes su mágica restauración, que, a pesar del trabajo minucioso puesto en ella, no había podido evitar la cirugía que se lo llevara.
-Hice lo que pude.
La voz de Casandra sonó átona, sin emoción detrás de mí.
Siguió del mismo modo:
-¿Cómo pudiste cuestionar a Dios, exigirle una prueba de lo que es capaz?
-Yo... sólo quería saber...
Mis lágrimas caían sobre las estampas, desordenadas por mis manos nerviosas. Sentí las suyas acariciando mis cabellos.
-En su infinita bondad, Dios perdona.
Se agachó a mi lado, rebuscó entre las hojas y separó una que puso ante mis ojos llorosos.
Era una mano con sus dedos impresos con toda nitidez, menos el meñique, que aparecía afantasmado, lo mismo que la pesada sortija que lucía en él.

Para Sandra


Clara y Daniel Milano

Imagen de cabecera: xilografía de Sandra Pirillo

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