Un hombre, un intelectual, impenitente, altanero, arrogante, decide que puede, estudiando las tradiciones y más allá del Sefer Yetzirah, traer a la vida una copia de hombre, un remedo que espera obediente y sumiso. Busca entre las páginas endurecidas y amarillas el camino que llevó a Judah Loew ben Bezalel a dar vida a un hombre hecho de barro en la Praga en el siglo XVI, o en su defecto, un camino alternativo que le permita un resultado equivalente. Ha entendido que el paso del tiempo cambia inexorablemente el flujo de poder y que las artes necesarias para ello exigirán un alto costo, que se habrá de pagar.
Cuando después de años de estudios, fracasos y sinsabores logra convocar un golem, el hombre, el intelectual, ya está muy avanzado en años. Una noche, despertando brevemente, ve a su criatura a los pies de la cama, la ve tal cual es: una creación inferior de un dios moribundo. Decide borrar la primera letra de la derecha, de las tres que luce en la frente, la letra alef, para darle descanso. Pero está muy débil y, alarmado, muere él mismo antes de lograr dejar sobre la frente del golem el díptico met, es decir muerte, que revertiría a sustancia inanimada esta parodia de hombre, al que ha dado vida.
El golem queda solo en la casa de la calle Talcahuano, quiere salir a la acera, tocar los árboles de la plaza, ver de cerca los pájaros. Pero sabe, de ello esta profundamente convencido, que notarán las tres letras escritas en su frente, y lo reconocerán y lo odiarán, y después de maldecirlo y tal vez apedrearlo, borrarán de forma ignominiosa la primera letra de su frente. Y allí ya no dirá verdad, sino muerte, terminando así la existencia que le dio su creador, su pequeño dios particular, de forma deshonrosa.
Mira a través de las altas ventanas la calle, tratando de infundirse valor. No lo consigue, cavila durante años y cuando vuelve a mirar, la noche que hace un tiempo era mitigada con aceite de yegua, hoy es iluminada con gas. No se decide a salir, sus ojos ven, ahora, detalles que antes, con el antiguo sistema de iluminación no veían, la espantosa luz lo delatará con más facilidad que la anterior. Llegando a ser su destrucción aún más escandalosa que la imaginada y temida desde hace años. Busca entre las páginas de los miles de ejemplares de la biblioteca, en los pergaminos y los infolios un escape, una solución que ponga fin a esta vida de náufrago solitario. Cavila en la manera de romper su encierro. No la encuentra.
Piensa que puede disimular las marcas de su frente con un sombrero, por ejemplo. Se da ánimos a sí mismo y se convence de que, después de todo, en realidad la luz de la calle no es tan potente, sino que más bien son sus ojos, acostumbrados a una continua penumbra hecha de velas y lámparas de aceite, la perciben como más... como mucho más... brillante de lo que en realidad es. Cuando una noche, nuevamente ha logrado acumular coraje, acude a la ventana, descorriendo tímidamente el cortinado pardo, que había sido bordeau, cargado de años, espeso y rígido, y descubre, para su horror, que la calle es aún más luminosa que antes. No tarda mucho en aprender que las lámparas municipales son alimentadas, con cierto fluido eléctrico. La puerta de calle de la casa da, ahora, a un espacio abierto más generoso que antes, una plaza o un parque, donde pasean muchedumbres de hombres y mujeres, todos hermosos... y por las calles empedradas, antes escasamente pobladas por carruajes de uno o dos caballos, ahora en tropel avanzan otros carruajes, mas ruidosos y que exhalan humo. Carruajes mágicos que sin tener uncido animal de tiro alguno, se desplazan sobre unas ruedas ridículamente pequeñas. Eso si, todos ellos exhiben intensas luces propias. El golem se sabe solo, su dios, su pequeño dios, su débil dios ha muerto hace muchos años. No tiene a quién recurrir. Su encierro, su pacífica, lenta, asfixiante soledad no es mas que un triste remedo de vida, tal como él mismo es un remedo torpe y brutal de las hermosas criaturas que puede ver claramente en el parque al otro lado del cristal de la ventana. No tardará mucho en llegarle una doble epifanía: necesita una compañera y nunca tendrá una.
El golem queda solo en la casa de la calle Talcahuano, quiere salir a la acera, tocar los árboles de la plaza, ver de cerca los pájaros. Pero sabe, de ello esta profundamente convencido, que notarán las tres letras escritas en su frente, y lo reconocerán y lo odiarán, y después de maldecirlo y tal vez apedrearlo, borrarán de forma ignominiosa la primera letra de su frente. Y allí ya no dirá verdad, sino muerte, terminando así la existencia que le dio su creador, su pequeño dios particular, de forma deshonrosa.
Mira a través de las altas ventanas la calle, tratando de infundirse valor. No lo consigue, cavila durante años y cuando vuelve a mirar, la noche que hace un tiempo era mitigada con aceite de yegua, hoy es iluminada con gas. No se decide a salir, sus ojos ven, ahora, detalles que antes, con el antiguo sistema de iluminación no veían, la espantosa luz lo delatará con más facilidad que la anterior. Llegando a ser su destrucción aún más escandalosa que la imaginada y temida desde hace años. Busca entre las páginas de los miles de ejemplares de la biblioteca, en los pergaminos y los infolios un escape, una solución que ponga fin a esta vida de náufrago solitario. Cavila en la manera de romper su encierro. No la encuentra.
Piensa que puede disimular las marcas de su frente con un sombrero, por ejemplo. Se da ánimos a sí mismo y se convence de que, después de todo, en realidad la luz de la calle no es tan potente, sino que más bien son sus ojos, acostumbrados a una continua penumbra hecha de velas y lámparas de aceite, la perciben como más... como mucho más... brillante de lo que en realidad es. Cuando una noche, nuevamente ha logrado acumular coraje, acude a la ventana, descorriendo tímidamente el cortinado pardo, que había sido bordeau, cargado de años, espeso y rígido, y descubre, para su horror, que la calle es aún más luminosa que antes. No tarda mucho en aprender que las lámparas municipales son alimentadas, con cierto fluido eléctrico. La puerta de calle de la casa da, ahora, a un espacio abierto más generoso que antes, una plaza o un parque, donde pasean muchedumbres de hombres y mujeres, todos hermosos... y por las calles empedradas, antes escasamente pobladas por carruajes de uno o dos caballos, ahora en tropel avanzan otros carruajes, mas ruidosos y que exhalan humo. Carruajes mágicos que sin tener uncido animal de tiro alguno, se desplazan sobre unas ruedas ridículamente pequeñas. Eso si, todos ellos exhiben intensas luces propias. El golem se sabe solo, su dios, su pequeño dios, su débil dios ha muerto hace muchos años. No tiene a quién recurrir. Su encierro, su pacífica, lenta, asfixiante soledad no es mas que un triste remedo de vida, tal como él mismo es un remedo torpe y brutal de las hermosas criaturas que puede ver claramente en el parque al otro lado del cristal de la ventana. No tardará mucho en llegarle una doble epifanía: necesita una compañera y nunca tendrá una.
Si bien ya lo sabía por las dilatadas lecturas, acaso su única distracción, cada vez que se asomaba a la ventana los hermosos seres que podía ver cruzando la calle se lo mostraban, cuando pasean de dos en dos, riendo y siendo felices, al compartir y entonces demoler sus propias soledades. Necesita una compañera, Adán tuvo la suya, y él comprende que debería repetir esa parte de la historia ¿Como acercarse a estos seres tan magníficamente hechos sin que lo destruyan de pura, justa y razonable aversión? Su revelación, su entendimiento cabal y profundo de la esencia, o naturaleza, de las cosas lo ha hecho caer, si cabe, en un estadio aún más bajo que antes. Una miserable soledad. Un hoyo sin fondo que desciende hacia una oscuridad absoluta.
El golem está solo, se sabe solo, para siempre y por siempre. Abandonado por su minúsculo dios, pequeño y cruel, quien esperó mezquina, estólidamente hasta que ya fue demasiado tarde.
El golem está solo, se sabe solo, para siempre y por siempre. Abandonado por su minúsculo dios, pequeño y cruel, quien esperó mezquina, estólidamente hasta que ya fue demasiado tarde.
Tal vez una tormenta furiosa, un torrente de aguas penetrantes como flechas disolventes pueda terminar con este parodia de vida. Tiene miedo, ¿porque el pequeño dios tuvo que hacerlo con tales capacidades?. Mas le valdría haber sido hecho sin sentimientos, sin capacidad de amar, temer u odiar. Por momentos queda absorto por un miedo sordo sin esperanzas... sabe que el final de su existencia lo llevará a la nada de donde procede. Parte de su ser tal vez llegará al río, que sabe mas allá del bajo, ¿pasarán parte de sus recuerdos, imágenes, evocaciones desvaídas y pálidas como la neblina de la mañana a los peces?... ¿Soñaran las delicadas criaturas que pasean por el parque si beben de estas aguas sus confusos recuerdos y los llamaran pesadillas? ¿Compartirán admiradas, con voz queda, las recurrentes imágenes de libros, muebles y cortinajes cubiertos de polvo espeso? ¿Se relatarán entre si la sensación de recorrer siempre el mismo laberinto sin poder escapar, imposibilitados de correr? ¿Las despertará el miedo en plena noche, perseguidas por terrores inevocables pero presentes?
Sabe que su existencia fue producto de un capricho cruel, sin mas objeto que alimentar la vanidad intelectual de su creador. No habrá para el golem compañía, amistad o consuelo alguno. Solo le queda volver al fango. Solo podrá mitigar su soledad disolviendo su existencia, dejando tras de si un montículo de sustancia espesa, inanimada.
Ricardo
Gustavson
Imagen:
Fotograma de la película “El Golem: cómo vino al mundo”
(Alemania, 1920: Der Golem, wie er in die Welt kam ), dirigida por
Carl Boese y Paul Wegener. Enlace a Der Golem
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