Tengo la obsesión de las mujeres ahogadas.
Sus figuras me persiguen sin concederme más paz que la del día con su trajín agotador.
Señalo algunas, las que me obseden hasta hacerme gritar en sueños.
La joven mártir, pintada por Paul Delaroche en 1855, actualmente en el Museo del Louvre. La vi por primera vez con Sandra, mi mujer, impresa en la tapa de una agenda en la Feria del Libro de Buenos Aires de 1995, año de zozobras para nosotros. Caminábamos con el agua a la cintura por los pasillos de la feria, procurando achicar angustia y argumentar razones para que la relación no terminara en el más abisal de los fondos, cuando, inopinadamente, Sandra -tuvo que ser ella, a mí no me atraen las agendas ni para obsequiarlas- se acercó a un stand y vio la pintura de Delaroche impresa, como dije, en una cubierta. Primero un silencio reverente y luego un cómplice cruce de miradas -que habían estado evitándose toda la tarde-, nos recordó que entre nosotros había cosas que nos unían tan fuertes como las que creíamos insalvables. En ese momento supe que quería estar con ella el resto de mi vida, que nuestras diferencias, aunque no menores, no tenían suficiente entidad para separarnos. Fue una decisión que explotó en mi cabeza por algo que vi en ese cuadro pero que no desentrañé hasta conocer, mucho después, ciertos pormenores de la pintura que hoy forman parte de un mundo de detalles y cosas en apariencia nimias que comparto con ella, en el que parece estar cifrado nuestro destino y también, de un modo misterioso, nuestra supervivencia.
Si no, ¿por qué la sola contemplación de una pintura -ni siquiera: de una reproducción deficiente- pudo cambiar una decisión crucial que hubiera trastornado nuestras vidas?
Describo lo visto: en un lago que podría haberse formado en un cráter obstruido, una mujer joven con las manos atadas, bellísima en su tormento, flotaba muerta en un agua de tinta. La rodeaba una zona de oscuridad igual de intensa; una luz cenital que provenía de una aureola suspendida a centímetros de su cara ladeada, hacía que su inerte belleza se destacara teatralmente iluminando sus facciones, su blanca túnica flotante y un poco el agua en movimiento que parecía acunarla. Arriba, en una especie de promontorio, había una figura que extendía los brazos recortada contra un atardecer agonizante a punto de convertirse en noche.
Eso es todo lo que pudimos interpretar pero que bastó para maravillarnos y romper el frío que nos había tenido tiesos durante las muchas horas que habíamos pasado juntos negociando inútilmente la continuidad de la relación.
Fue antes de los buscadores de Internet: llevó tiempo saber cómo se llamaba el cuadro, quién lo había pintado y cómo era en verdad, qué detalles se nos habían escapado a causa de su oscuridad y la nuestra por esos días.
El nombre completo de la obra resultó ser Joven mártir ahogada en el Tíber durante el reinado de Diocleciano, más conocida por su título abreviado: La joven mártir. ¡Siempre Italia entre nosotros! Jugando a adivinar, el tema nos parecía oriental, un motivo árabe de Gerôme -que resultó ser alumno de Delaroche-, de Ziem o de algún otro romántico tardío especializado en temas del cercano oriente. Nada de eso: ¡el asunto era romano! Como dije, Italia entre nosotros, siempre. Alguna vez tendremos que dejar de soñar con ella y conocerla, aun a riesgo de sufrir una terrible decepción. Nuestra Italia es la de los Tiberios, Nerones y Dioclecianos, la del Renacimiento, la de Piranesi y Walter Pater, la de Von Gloeden y Norman Douglas... ¿Qué vamos a encontrar hoy de todo aquello? Sólo piedras mancilladas.
En las imágenes que derivan por las aguas del ciberespacio descubrimos, al mejorar la luz en algunas de ellas, que en el fondo cavernoso de la pintura hay una orilla en la que se alcanza a ver un bote amarrado a un poste y, en la oquedad en que se divisa el atardecer moribundo, la sombra que gesticula con los brazos extendidos parece la de un hombre viejo que abraza y consuela a alguien -tal vez joven-, mientras él mismo se lamenta ante el triste espectáculo... ¡Y pensar que nosotros habíamos visto en la figura del viejo -difusa en la reproducción de la agenda-, a un arquero musulmán o judío persiguiendo a una joven cristiana, ahogada al caer al "lago del cráter" (¡ja!), escapando de una implacable persecución...
También, entre las cosas que averiguamos, está la triste anécdota de la esposa de Delaroche, Anne Louise Vernet, desaparecida diez años antes de la realización del cuadro. Diez años cargó con su angustia Delaroche, hasta que en un desesperado intento por conjurarla, le dio a la jóven mártir los rasgos de la mujer que había amado.
Puede que no consiguiera sacudirse la tristeza que lo consumía volcándola en su obra (cuatro años después, en 1859, dejaba este mundo de sensaciones efímeras), pero algo de su dolor quedó cautivo en el lienzo bajo la forma de un aviso, una amenaza o lo que sea la impronta misteriosa que hizo que un siglo y medio después, alguien que no figuraba ni en los planes de Dios a mediados del XIX, captara ese dolor en la delicadeza puesta en el delineado y pintura de esos rasgos y redescubriera el amor parado justo a su lado en un remota ciudad del fin del mundo...
La muerte de la Virgen. Otro cuadro, otra ahogada. Ésta, pintada por aquel italiano del seicento pletórico de oscuridad: Caravaggio. Sin dudas, su cuadro más tenebrista: por sus claroscuros plásticos y anecdóticos. La obra fue encargada por Laerzio Cherubini, abogado papal, para su propia capilla, pero escandalizó tanto a su propietario y allegados que desistió de colgarla en el sitio para el que la había pensado. Y no sólo por sus crudas características (monumentalidad, tratamiento de color y valor, visos domésticos de la escena en lugar de religiosos, aspecto casi indigente de las figuras, etc.); al fin y al cabo, Cherubini sabía con quién se metía al elegir a Merisi. Fue por un detalle de lo más escabroso (tal vez el más escabroso de la Historia del Arte): la modelo de la Virgen, según los trascendidos de la época, había sido una prostituta ahogada en el Tíber amada por Caravaggio. Algo más: la Virgen tiene abultado el vientre, agresiva metáfora de su condición de Madre del Hijo, según la crítica especializada. Nada de eso: al parecer, la ahogada estaba encinta. Era mancillar con ganas la imagen de María.
Sueño con toda la secuencia: la búsqueda de la pobre, de noche, con pocas antorchas y su nombre susurrado sobre las aguas para no llamar la atención; el hallazgo del cadáver enredado en la vegetación de la orilla; la desesperación de Caravaggio y el cambio de rictus al ocurrírsele la idea del cuadro; el traslado del cuerpo al taller por las calles desiertas en un grupo abigarrado con mucho de Descendimiento; la deposición del cuerpo en la mesa, el rápido arreglo del entorno, el comienzo de la obra con pulso nervioso y respiración agitada...
Pero la imagen que me persigue hasta licuarse en mis ojos, es la del cuerpo empapado y yacente que se vuelve más frío con cada frenética pincelada que cambia muerte por arte...
L'Inconnue de la Seine. Otra ahogada cautiva, esta vez en una foto que me obsequiara, después de un tonto desencuentro ideológico, el poeta Jorge da Fonseca como prenda de amistad sostenida.
Es, presumiblemente, el rostro de una de las tantas suicidas del Sena, tomado, hacia fines del siglo XIX, por un Nadar, un Atget o algún fotógrafo contemporáneo de esos nombres ilustres anónimo para mí.
No tengo claro si la foto reproduce los rasgos naturales de la muerta o los de la máscara mortuoria que, según se dice hasta hoy, un médico de la Morgue de París, fascinado por la belleza de la ahogada, encargó furtivamente a un artista la misma noche del hallazgo. El rigor mortis es engañoso, convierte en máscara lo que fuera vida. Pienso en ese médico, solo ante la joven inánime, orientando su libido hacia la posesión artística de su belleza en lugar de dejarse arrastrar por sus instintos a un insondable abismo de locura.
Rilke, Supervielle, Aragon, Blanchot, Camus, Nabokov, Al Alvarez e incluso Chuck Palahniuk escribieron sobre ella. Hermosamente, Camus habla de una "Mona Lisa ahogada".
Yo también tuve una pequeña experiencia con la Desconocida del Sena. Modesta y explicable, pero no por ello indigna de ser referida con algún aderezo.
Recibida la foto, con el consejo de no guardarla sino de tenerla al alcance de la vista para que algo de toda aquella poesía decimonónica permeara mi "cuero de homínido del siglo XXI" (tal el delicado mandato de mi amigo poeta), le hice un lugar en mi mesa de noche, bajo el vidrio donde suelo poner las imágenes que quiero llevarme al sueño. Allí estuvo hasta que hace unos días, noté el vidrio empañado y sentí un leve escalofrío al pensar en la posibilidad de un aliento sobrenatural o -suelo hilar fino- de un pedido de auxilio desde el más allá.
Sé que se trata de un fenómeno físico, como mucho químico.
Pero déjenme dudar, soñar...
Y veo pasar al fin, constelada de flores y de música, a Ofelia, la reina de las ahogadas.
Las flores las pintó John Everett Millais a mediados del siglo XIX; la música está en mi cabeza y cambia según mi estado de ánimo cada vez que la contemplo: Pergolesi, Chopin, Albinoni, Enya, Ophelia's dream...
En la realidad, la Ofelia del cuadro de Millais se llamó Elizabeth Siddal. Fue una inglesa de "baja cuna", como decían entonces damas y matronas inglesas para referirse a las no nacidas en familias opulentas, descubierta en la sombrerería en la que trabajaba por Walter Deverell, pintor menor del movimiento prerrafaelita. Su belleza deslumbró a Dante Gabriel Rossetti, el pintor y poeta de las Astartés y Doncellas Bienaventuradas, que la hizo primero su modelo y después su esposa.
Los pintores amigos de Rossetti le rogaban que les cediera a "Lizzie" para que no sólo apareciera en sus lienzos. Era un verdadero pecado de exclusividad: Rossetti, todos lo sabían, era un pintor mediocre. Con Jane Burden, la otra musa del prerrafaelismo, pasaba lo mismo: los ruegos llovían sobre su esposo, William Morris, incluso de parte de Rossetti. Morris tampoco era un dechado de virtud con los pinceles. En cambio, tanto él como Rossetti fueron grandes poetas.
Jane y Lizzie, las musas del Olimpo victoriano, eran lánguidas bellezas que dejaban con la boca abierta a cualquier hombre, del nivel cultural o clase social que fuera. Respondían a cánones estéticos aún hoy vigentes; uno se extasía contemplando los cuadros que las retratan, incluso hay fotos de Jane que emboban por su belleza.
El cuadro que inmortalizaría a Elizabeth Siddal es el de la ahogada de Shakespeare en Hamlet, Ofelia, pintada por el mejor artista de su generación. La secuencia de Shakespeare es conocida: Ofelia, hija de Polonio se enamora de Hamlet; Polonio le aconseja a su hija dejar de pensar en él porque su condición de príncipe no le permite elegir su amor; indelicadas insinuaciones de Hamlet a Ofelia; furia de Hamlet y muerte de Polonio; locura de Ofelia, monólogo floral, muerte por ahogamiento.
Varios artistas victorianos -Hughes, Waterhouse, Crane- pusieron a prueba sus pinceles en empresa tan luctuosa como poética. Pero Millais les ganó a todos, a pesar de que después de él muchos pintores levantaron el guante de su desafio. Pienso que nadie podrá ir más allá del logro de Millais, del milagro de Millais. Creo, si se me permite la herejía, que ni siquiera un Shakespeare redivivo dotado para la pintura podría. Y es porque en esa pintura late la historia de Ofelia pero también la de Lizzie Siddal...
En efecto, el cuadro de Millais habla menos de la Ofelia shakesperiana que de su modelo.
Según Mario Praz (El pacto con la serpiente, paralipómenos de su extraordinario La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica), Millais sometió a Siddal al tormento de innumerables sesiones para pintar su cuadro, sesiones que incluían posar semisumergida en una bañera llena de agua que conservaban tibia varias lámparas de aceite. Al parecer, Lizzie permanecía durante horas en una incómoda posición de mártir orante, metida en un antiguo vestido de brocado que Millais se jactaba de haber conseguido por muy poco dinero. Se dice que en cierta ocasión las lámparas se apagaron y Lizzie siguió posando en el agua fría sin una queja y que contrajo una neumonía por ello.
En el hermoso film de Ken Russell El infierno de Dante (1967), se ve a Lizzie posando en la bañera para un Millais que la observa desde un tablado a cierta altura del piso. A su lado, un vigilante Rossetti lee para ella... ¿qué?
No sabemos con certeza si Rossetti leía para Lizzie en el taller de Millais; Rossetti aún no cortejaba a la modelo en el invierno de 1852. Pero después de haber visto la escena en Russell, es imposible, al menos para quien escribe, omitir el detalle. Más aún: evitar preguntarse qué leía el poeta para ella... y responderse.
El Prerrafaelismo fue un movimiento que encontró sus propósitos ideológicos y espirituales en el arte de los primitivos renacentistas, pero sus motivos fueron casi siempre los del medioevo inglés.
Por aquel entonces, el poeta que indagaba en ese pasado mixto, entre cristiano y pagano, era Alfred Tennyson, cuyas baladas eran recitadas incluso entre las clases bajas, no instruídas.
¿Y qué libro más manoseado por los pintores prerrafaelitas, con Morris y Rossetti a la cabeza, que aquella edición de 1833 de Poemas, el tercer o cuarto volumen de Tennyson, que incluía la balada que todo el mundo repetía con, al menos, un asomo de lágrimas en la voz?
La dama de Shalott...
La dama de Shalott...
The lady of Shalott es un poema inspirado en la conocida obra de Thomas Malory Le Morte d'Arthur, que cuenta la triste historia de Elaine de Astolat, un personaje menor del libro de Malory que muere de amor. (En una obra italiana del siglo XIII, Il Novellino de Masuccio Salernitano, también hay referencias que al parecer inspiraron a Tennyson.)
El poema del bardo inglés cuenta la historia de cierta doncella condenada por un maleficio a permanecer encerrada en una torre junto al Támesis -o a un afluente del Támesis-, y a no poder ver más que a través de un espejo ubicado al lado de su ventana la vida que discurre en la campaña y bajo las torres de Camelot, capital del reino, a la distancia. La maldición también la condena a tejer lo que ve reflejado en el espejo, como una medieval Penélope o Aracné. "I am half sick of shadows", dice la dama hacia la mitad del poema, "Estoy cansada de las sombras". Todo marcha sin novedad, con la doncella poco menos que invisible para los lugareños que pasan por las cercanías y sólo saben de su existencia por las canciones que entona en lo alto, hasta que la aparición en el azogue de sir Lancelot, el campeón artúrico, lo cambia todo. La dama de Shalott se enamora perdidamente del reflejo del caballero y no puede evitar buscarlo a través de su ventana. El espejo se rompe; el tejido se deshace y los hilos multicolores son arrebatados de la torre y arrojados a través de los campos por un viento gélido. "La desgracia me ha alcanzado", se lamenta la dama de Shalott. Echada su suerte, baja al río y en una barca en la que graba su nombre se acuesta para dejarse llevar por la corriente rumbo a Camelot. Sin dejar de pensar en Lancelot, deriva por el río y la noche fría atravesando la llanura, susurrando su canto hasta morir. LLegada la barca a destino, Lancelot exclama, triste desenlace del poema: "Tiene un rostro hermoso; / Dios conceda su gracia / a la dama de Shalott."
¿Habrán sido estos versos los que Rossetti, con voz grave y cadenciosa, le leía a Lizzie mientras posaba para Millais en el agua caldeada? Y ella, fascinada con el poema de Tennyson, ¿le habrá pedido a Rossetti que se los repitiera una y otra vez, cosa que el poeta, solícito, haría sin chistar deslumbrado por la gótica situación?
A partir de esta hipótesis irresistible podemos colegir que la ahogada de Millais, como la de Russell, es menos Ofelia que Elizabeth Siddal, y en esta elucubración que cambia ensueño pictórico y cinematográfico por ensueño poético, menos Elizabeth Siddal que Elizabeth Siddal musitando los versos de Tennyson leídos tantas veces por Rossetti a su lado, creyéndose la pobre Dama de Shalott en el fondo de su barca y muriendo no por sumersión, como mis otras ahogadas, sino por un sueño de amor no correspondido...
Daniel Milano
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