domingo, 29 de marzo de 2020

Hipalia



Sólo se acordó de mí, de nuestro parentesco asaz cercano por otra parte, cuando sus reumatismos le inmovilizaron en el lecho.
Allá, en la antigua casa, donde aquel viejo solterón había pasado su existencia inútil, transcurrió también la extraordinaria vida de Hipalia. Lo que sigue, son confidencias del enfermo.
Hipalia era una chica de tres años cuando mi pariente la recogió una noche lluviosa, perdida, sin saber sus señas ni dar otro nombre que esa palabra extraña, probable adulteración del suyo propio.
Llegó a encariñarse con ella, fenómeno común, por otra parte, cuando se trata de semejantes misántropos. Le puso institutriz inglesa, profesora de piano y de pintura. A los diez y seis años -el resto de su vida anterior no tiene importancia- era una señorita perfecta, bien que algo huraña, y maravillosamente bella.
Solamente estaba tan pagada de su belleza, que se volvió loca de orgullo.
La casa tenía un vasto sótano, muy bien iluminado, pues cuando mi pariente era joven, sirvióle como sala de esgrima.
Hipalia hizo de aquel subterráneo el jardín de su locura. Allá se pasaba todas las horas de su vigilia, día y noche, sentada ante una de las blancas paredes, siempre en el mismo sitio. Decía verse en aquel muro, como ante un espejo, y mejor que en los cristales más bien azogados.
Cuanto se hizo para mejorarla, fue inútil. Dejábase arrancar dócilmente del sitio maléfico, pero tenía luego perturbaciones tan graves al corazón, que fue necesario deferir a su manía.
Siempre de blanco, que es el color de los locos fatales, ante el muro blanco, íbase consumiendo en aquella pacífica idiocia que ni siquiera constituía una contemplación. De tal modo era absoluto en ella el orgullo de su hermosura. Prefería la soledad, irritándose sombríamente cuando iban a turbarla en su ocupación exclusiva. El viejo pariente había llegado a no verla sino de noche, cuando, semejante a un divino fantasma, entraba en su dormitorio con esa lentitud casi flotante de los extáticos.
Fuese como evaporando en una progresiva iluminación de belleza, empalideciendo hasta la transparencia, solemnizándose en un silencio de aparición. Cuando falleció, hubiérase dicho que su blancura acababa de escurrírsele del cuerpo como una vaga nube, pues sólo se conoció que estaba muerta por la amarillez que le sobrevino.
Entonces -a los muchos días, naturalmente- fueron a retirar del sótano el sillón donde pasara dos años en la dicha imperturbable de contemplarse. Y el padre adoptivo, contemplando con la última amargura de sus ojos aquel muro contra el cual sentía vagos celos de rival, descubrió un prodigio. Había allí muy difuso, tanto que sólo al mediodía resultaba visible, un retrato de Hipalia...
No quise creerle, sin comprobar por mis propios ojos.
Todo era verdad, por asombroso que parezca.
En matices de una frescura, y al mismo tiempo de una levedad que sólo imitaría con brillo lejano el sonrojo de una aurora en la nieve, era la efigie viva de Hipalia, o mejor dicho, Hipalia misma en la inmaterialidad de su última belleza. Aquello parecía venir del interior del muro, no hallarse pintado sobre él, pues, indudablemente, tampoco estaba pintado. Era más bien un reflejo que daba toda la impresión de la vida. La daba tanto, que una irresistible curiosidad de tocar aquello embargó mi espíritu: una curiosidad contenida solamente por el respeto, pues la imagen vivía de tal modo, que temí, palpándola, ultrajar un pudor.
Avancé, no obstante, la mano hacia la mejilla ideal con cierto temblor de sorpresa y de misterio.
¡La mejilla estaba tibia, perceptiblemente, bien que apenas se lo notaba!
Apenas hube dominado mi turbación, hice una experiencia concluyente. Toqué diversas veces el retrato -llamémosle así- y los puntos circundantes del muro. No cabía duda. La tibieza era una realidad.
Un prosaico termómetro completó hace poco nuestra certidumbre, pues el viejo pariente ha querido ver también. Y creo que el pobre está en vísperas de algo grave. En tres días ha envejecido horriblemente. No hace sino nombrar a Hipalia muerta, su querida muerta...
...¿Muerta?...

Leopoldo Lugones (1874-1938)


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