Suavemente doméstica, como un enorme gato real, se echa cerca del César neurótico que la acaricia con su mano delicada y viciosa de andrógino corrompido.
Bosteza y muestra la flexible y húmeda lengua, entre la doble fila de sus dientes finos y blancos. Come carne humana y está acostumbrada a ver a cada instante, en la mansión del siniestro semidiós de la Roma decadente, tres cosas rojas: la sangre, la púrpura y las rosas.
Un día, llevó a su presencia Nerón a Leticia, nívea y joven virgen de una familia cristiana. Leticia tenía el más lindo rostro de quince años, las más adorables manos, rosadas y pequeñas; ojos de divina mirada azul; el cuerpo de un efebo que estuviera para transformarse en mujer -digno de un triunfante coro de hexámetros en una metamorfosis del poeta Ovidio-. Nerón tuvo un capricho por aquella mujer; deseó poseerla por medio de su arte, de su música y de su poesía. Muda, inconmovible, serena en su casta blancura, la doncella oyó el canto del formidable "imperator" que se acompañaba con la lira; y cuando él, el artista del trono, hubo concluido su canto erótico y bien rimado según las reglas de su maestro Séneca, advirtió que su cautiva, la virgen de su deseo caprichoso, permanecía muda y cándida, como un lirio, como una púdica vestal de mármol.
Entonces el César, lleno de despecho, llamó a Febea y le señaló la víctima de su venganza. La fuerte y soberbia pantera llegó esperazándose, mostrando las uñas brillantes y filosas, abriendo en un bostezo despacioso sus anchas fauces, moviendo de un lado a otro la cola sedosa y rápida.
Y sucedió que dijo la bestia:
-¡Oh Emperador admirable y potente! Tu voluntad es la de un inmortal; tu aspecto se asemeja al de Júpiter; tu frente está ceñida con el laurel glorioso; pero permite que hoy te haga saber dos cosas: que nunca mis zarpas se moverán contra una mujer que, como ésta, derrama resplandores de estrella, y que tus versos dactilos y pirriquios han resultado detestables.
16 de septiembre de 1899
Rubén Darío (1867-1916)
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