El ser humano dirimió la cuestión apenas sintió el incómodo cosquilleo de las responsabilidades que entraña la civilización.
Nos pesa la autorrepresión. Sólo nos limitamos cuando dar un paso más resulta riesgoso. Riesgoso para nosotros o para los nuestros; los demás, que se arreglen como puedan. Es más: cuando se trata de riesgo ajeno, a veces el morbo nos dicta esconder la advertencia y dar el paso. Vértigo placentero el de la morbosidad.
El hombre se diferencia de los demás animales por su complejidad para llegar al mismo lugar: la supremacía sobre los otros. En tanto ser pensante, acorralado por los protocolos que necesita para vivir en comunidad, ha desarrollado un sistema de ideas que pule día a día para justificar sus acciones, porque sus impulsos no son distintos de las demás especies.
La invención de los dioses y del vehículo para adorarlos y sostenerlos en lo más alto, la religión, es un claro rasgo de civilización. Pero en el fondo, todo ello es menos una construcción para contener miedos y dudas que para desatar las pasiones más bajas. En nombre de sus dioses, ¿de qué no es capaz el hombre? De todo. Hasta de mancillar lo que adora.
La tercera temporada de Vikingos, la ya célebre serie de Netflix, es un buen ejemplo de la falsa dicotomía civilización o barbarie.
Hay una comunidad "bárbara" (la vikinga) que ataca Mercia en Inglaterra, previo pacto con el rey inglés de Wessex que quiere Mercia para sí. El pacto consiste en la concesión de tierras para que los noruegos funden en ellas una comunidad agrícola.
Todo su aparato de terror es puesto en marcha por Ragnar Lothbrok, el rey vikingo más famoso de su tiempo, para amedrentar al enemigo. Llega con sus drakkars exhibiendo en los cordajes las cabezas de la soldadesca derrotada en el camino. La escena impresiona por su barbarie.
Pero, ¿puede calificarse de bárbara tal estratagema?
Buena parte del ejército enemigo huye despavorido.
De modo que tenemos una puesta "bárbara" que evita una matanza mayor, de propios y ajenos.
¿Barbarie o civilización?
Por otro lado, la princesa Kwenthrith que reclama el trono de Mercia y se ha aliado con los noruegos para recuperarlo, un poco antes de los navíos decorados con las cabezas cortadas, de los mercianos en fuga y de las carcajadas vikingas ante el patético espectáculo del miedo inglés, antes incluso de las decapitaciones de prisioneros que proporcionarán las cabezas para exhibir en los barcos, alcoholizada y tal vez drogada con unas setas alucinógenas que crecen en el bosque donde acampa su ejército prestado, le exige a Ragnar la cabeza de su tío, su enemigo mortal desde que la violara siendo una niña. Lothbrok se la concede y ella, la hermosa princesa despojada, escupe y acuchilla la cabeza con un salvajismo que pasma.
¿Civilización o barbarie?
Los "bárbaros" instalados en Wessex dejan sus hachas y escudos y empuñan palas y zapas para roturar la tierra y sembrarla. El rey Ecbert de Wessex, en un gesto del que seguramente sus nobles se burlan en secreto, toma un puñado de tierra húmeda y se lo entrega a Lagertha, la hermosa reina noruega, diciendo: "Este es mi regalo para tí". Ella responde a la galantería llevándose la tierra a la nariz y aspirando su aroma como si fuera el más fino de los perfumes.
En la próxima visita, Ecbert le obsequia a Lagertha un arado experimental para facilitar el trabajo de remoción de la tierra y Lagertha invita al rey al rito propiciatorio para asegurar una buena cosecha, que consiste en el sacrificio de un animal cuya sangre es regada sobre la tierra y también sobre la reina, cosa que horroriza a los nobles ingleses.
¿Barbarie o civilización?
En Wessex, sigue la relación entre el rey inglés y la reina vikinga. El anfitrión agasaja a Lagertha y a Athelstan, sacerdote cristiano convertido al paganismo que oficia de intérprete. En él se fija la princesa Judith de Northumbria, la nuera de Ecbert. Su esposo se encuentra junto a Ragnar Lothbrok sitiando Mercia. La belleza y dulzura de Athelstan rinden a Judith que recurre al sacramento de la confesión para insinuarse y entregarse a él. Ecbert, de modos tan cristianos -aunque se siente fascinado por el pasado romano de Wessex-, parece alentar la decisión de su cuñada.
¿No es la ética el rasgo central del hombre civilizado? ¿Barbarie, entonces, la de Ecbert, la de Judith y la de Athelstan que cede sin culpa al llamado de la carne?
Por otro lado, en su rincón pagano dentro del palacio (un baño romano que conserva su decoración original, con pinturas murales y bustos de mármol en sus pedestales), Lagertha se entrega a Ecbert sin prejuicios de género ni remilgos impuestos por la religión. ¿No es eso un proceder civilizado, propio, se diría, de nuestro siglo?
Otro acontecimiento que subvierte la idea preconcebida de "civilización" inglesa y "barbarie" vikinga con la que seguramente nos sentamos a ver esta magnífica serie de Netflix: un noruego mutilado (le falta un brazo comido por la gangrena que han debido cortar), ruega a compañeros que se dirigen a la batalla que lo lleven con ellos porque, sabiéndose morir de lo que la mutilación no ha podido detener, quiere hacerlo empuñando un arma para que su espíritu sea recibido en Walhalla, el Olimpo escandinavo, y así poder discurrir por sus salas en compañia de los amigos muertos contemplando a los dioses. Marcha al campo de batalla no a matar sino a morir según sus creencias. ¿Bárbaro o civilizado?
En cambio, el sensual rey Ecbert, seguramente acosado por sus pecados (entre ellos, seducir a la esposa de su hijo y acostarse con ella), envía a su nieto a Roma buscando, tal vez, una suerte de expiación por interpósita persona. El chiquillo, a instancias del Papa, debe besar una espina de la corona de Cristo... ¿Puede haber algo más bárbaro que hacer besar a un niño un instrumento de tortura?
Y mientras nos preguntamos esto en Roma, en Wessex pasan cosas: Ecbert mete en su cama a Kwenthrith provocando la ira de Judith, quien, ni lerda ni perezosa, apuñala a la reina de Mercia en la misma cama donde amara al rey un momento antes...
Barbarie y civilización expresadas con una teatralidad llevada al límite, al dente: un paso antes, la insatisfacción del espectador; un paso más allá, el ridículo.
¿Dónde está la civilización, dónde la barbarie?
No hace falta, después de lo dicho, buscar demasiado para encontrar la respuesta.
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