miércoles, 1 de enero de 2020

Splendens



En febrero de este año estuve por primera vez frente a una acuarela original de William Turner. Fue en el Museo Nacional, casi sobre el cierre de la muestra que duró cinco meses.
¡Cinco meses! Podría haber pasado algo en ese largo lapso que me hubiera impedido verla, algo conmigo o con ella. Pero tengo una idea tántrica del placer: dejar para mañana el goce de hoy, diferir hasta el límite la apertura del cofre desenterrado para que la imaginación sobrealimente a la expectativa convirtiéndola en el verdadero tesoro.
El riesgo es grande: la decepción.

Esta vez, sin embargo, recibí una sorpresa. Una sola acuarela le ganó la pulseada a lo esperado, qué digo: ¡le rompió la muñeca!
Otro William, convocado por las luces de Turner, vino a mí galopando en un caballo de niebla -él mismo una figura apenas esbozada en el aire de la sala-, para recordarme que entre nosotros había un asunto pendiente.
Pero este William estaba en las antípodas del otro, lo precedía una densa oscuridad.

Hablé de una acuarela.
Para ser preciso, tuve frente a mí cada una de las 85 obras de Turner que reseñaban su vida artística. Pero sólo una captó mi atención de manera profunda, al punto de no tener más que un recuerdo difuso de las otras 84.
Mi esposa discurría fascinada por la sala (hasta el decepcionante final, según ella) mientras yo seguía varado frente a la tercera o cuarta acuarela -la que me tenía hipnotizado-, completamente aislado del mundo material que me rodeaba. Nunca me había sentido tan cerca no ya de Turner -que hubiera sido suficiente- sino del sitio plasmado por él con rápidas y delicadas pinceladas, en el que me había extraviado en sueños muchas veces. 
Mi hija iba y venía entre los dos con mensajes que apenas escuchaba, sumido como estaba en una idiocia feliz. 

La acuarela: una vista de Fonthill Abbey, en Wiltshire, que, junto a otras, Turner pintó en 1799 para William Beckford, el excéntrico escritor y coleccionista inglés que a fines del siglo XVIII hizo construir un abadía delirante para vivir en ella el resto de sus días rodeado de un muro largo y alto -para proteger su heredad de cazadores furtivos y de curiosos- y de libros y obras de arte, prefigurando el encierro culto del tortuoso héroe de Huysmans, Jean Floressas des Esseintes. La encargó al mejor arquitecto de su tiempo, James Wyatt, quien, debido a la premura de Beckford, se sirvió de una técnica de fraguado rápido que provocó el colapso y derrumbe del edificio en apenas un cuarto de siglo. Beckford pretendía que la torre alcanzara los noventa metros de altura al ser coronada con el chapitel: sirva este detalle para calibrar su megalomanía.

Esbozo rápido de su vida. William Thomas Beckford nació en Londres en 1760 y murió en Bath en 1844. Se casó joven pero su esposa falleció al dar a luz a su segunda hija. A causa de un affaire con el hijo de lord Courtenay, tuvo que abandonar Inglaterra. Peregrinó por Suiza, Francia, Italia, España y Portugal. Consignó sus impresiones de viaje en varios libros y escribió además obras de ficción. La más conocida, Vathek (1786) fue rescatada del olvido por André Breton y considerada obra tutelar por el movimiento surrealista. Vuelto a Inglaterra, que no había olvidado su "asunto" con el joven Courtenay, decidió enclaustrarse en Fonthill para huir de la pacata sociedad insular.

Cerca de Fonthill Abbey había estado la palladiana casa de campo de su padre, donde había crecido, que  hizo demoler cuando su nueva mansión estuvo habitable.
¿Por qué? ¿Por qué destruir una residencia que encerraba parte de su historia?
Es lo que me propuse desentrañar cuando, hace años, comencé a escribir un libro que no pasa de borrador desde entonces.
Llegado a la mayoría de edad, Beckford organizó un festejo entre egipcio y árabe en Splendens (tal el nombre de la casa). Para ello contrató al pintor e ilusionista alsaciano Philippe de Loutherbourg, suerte de especialista en efectos virtuales de la época, quien,  junto al mentor artístico de Beckford, el dibujante y acuarelista anglo-ruso Alexander Cozens y a Beckford mismo, dio forma a una faraónica fiesta que no ha sido, hasta donde sé, reseñada por ningún contemporáneo de los hechos. Todas las referencias (desde Oliver, Chapman y Fothergill, los grandes biógrafos de Beckford, hasta sus devotos lectores ibéricos Guillermo Carnero y Luis Antonio de Villena) son subjetivas, fruto de libres -y atrevidas- elucubraciones. La única fuente confiable es la letra del propio Beckford en sus cartas y memorias, donde habla de generalidades o detalles demasiado específicos y escabrosos que no permiten deducir seriamente lo sucedido y, como siempre en estos casos, llevan la imaginación a extremos abisales de tan oscuros. Otros conocedores de su obra (Mallarmé, Borges), se abstienen en tema tan sensible.


¿Cómo abordar, entonces, un asunto del que tanto se ha dicho pero sigue siendo terra incognita? ¿Debemos confiar en la palabra de un fabulador de la talla de Beckford? 
Según sus notas, la celebración duró tres días durante los cuales a nadie se le permitió salir ni entrar una vez cerradas las puertas y ventanas de la mansión. Se sirvieron viandas exquisitas, muchas de ellas estimulantes y hasta afrodisíacas. Splendens, por obra del ilusionista Loutherbourg, fue convertida en un reducto subterráneo con visos infernales donde todo estaba permitido. Se habla de "orgías", "iniquidades" y  "sacrificios"; de "jóvenes víctimas jadeando en el altar" y hasta de apariciones de espectros y rituales demoníacos.
Esas Noches paganas de Splendens (según el título inicial de mi borrador que decantó con el tiempo en un discreto Diario de Splendens) son demasiado tentadoras para soslayarlas. Pero no sería justo para la memoria de aquella gente -que posiblemente haya transgredido la moral relamida de la época pero sin incurrir en los excesos que se le achacan- encarar una construcción literaria como se construye hoy una fake news.

Espero que algún día se aclare el misterio de Splendens para poder avanzar con mi borrador y convertir el hasta ahora "magma subjetivo" que llena sus páginas, en algo atractivo, verosímil y respetuoso.
Por ahora, el epígrafe (una impactante frase de Saúl Yurkievich que resume en dos líneas cierta enrevesada reflexión de Cortázar) y la dedicatoria (A María Negroni, que me dio la punta del hilo de esta historia, Ariadna sin saberlo) es lo único firme en el tembladeral de mi propósito. 
Mayo, 2019


Daniel Milano



1 comentario:

  1. Increíble todo lo que hay para decir acerca de sola acuarela... ¡qué de historias esconderán las otras 84!

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