Y la memoria, como un perro fiel que llegara corriendo con un trozo de madera arrojado lejos, muy lejos en el tiempo, pone a mis pies la obra maestra del cineasta inglés John Boorman: Excalibur (1981).
¿Ha visto Excalibur mi lector? ¿No? Pues permítame decirle que lo compadezco.
Excalibur es el grial del cine inglés, una cosa preciosa, un milagro del arte. Obra semejante sólo es posible si el mosto con el que se ha hecho ha permanecido en el lagar del alma de su creador desde los días de la infancia. En su Shepperton natal, Boorman debe haber jugado de niño "con espadas de madera", como dice Aisenberg de J. R. R. Tolkien.
No boqueo líricamente por boquear. De veras creo que un arte así exige una larga maduración interior. Muchas lecturas, mucha música oída, mucho dibujo mental de personajes y situaciones, mucha gestualidad ante el espejo, mucho sueño...
Excalibur, según su ficha técnica, está inspirada en La muerte de Arturo, el roman del siglo XV de Thomas Malory.
Malory compuso su novela mucho después (hablamos de tres o cuatro centurias) de las grandes fuentes arturianas: la Historia de los reyes de Britannia, de Geoffrey de Montmmouth; el Brut de Wace; las obras cortesanas de Chretien de Troyes, tan celebradas; el otro Brut, de Layamon, del que se ocupara Borges; los libros de la Vulgata, anónimos. Y otras que pudieron o no ser manejadas por Malory en la composición de su Muerte de Arturo. Dos o tres siglos después de Malory aparecería Parzival, de Wolfram von Eschenbach, donde el grial, curiosa variante, es una piedra mágica caída de la corona de Lucifer al ser arrojado del cielo por los arcángeles de Dios. Y ya en el siglo XX llegarían las versiones modernas de Steinbeck, Zimmer Bradley, Lawhead, Cornwall, etc., después de los grandes poemas del siglo XIX -Morris, Tennyson- que habían reavivado la materia de Bretaña tras un hiato de casi cien años. Pero estas no interesan porque no hay señales de ellas en la película de Boorman. Las nombro para dar a la nota un poco de brillo.
De quien sí, me parece, hay rastro en Excalibur es de Layamon. De su imponente Brut, tan rotundamente negado por el conde de Siruela.
Layamon, según el exordio citado por Borges, fue un sacerdote inglés de Emley que vivía en una "noble iglesia" a orillas del Severn, "donde era bueno estar". Allí escribió la historia y gestas de los que "arribaron a esta tierra inglesa después del diluvio". Layamon peregrinó y dio con los libros que fueron sus modelos: el de Beda el venerable, el de San Albino y San Agustín y el de Wace, clérigo francés "que bien sabía escribir". Después de estudiarlos mucho tiempo, "de los tres hizo uno", uno literariamente superior a ellos. Dice Layamon, hablando de sí mismo en tercera persona: "Layamon abrió esos tres libros y volvió las hojas; con amor los miró -¡sea Dios misericordioso con él!- y tomó la pluma entre los dedos y escribió en pergamino y ordenó las justas palabras y de los tres hizo uno." Y, cambiando la pluma de manos, escribe Borges:
El espíritu bélico del Beowulf y de la batalla de Maldon renace de asombrosa manera en los versos de este sacerdote.
El sedentario clérigo se complace en violencias verbales; ahí donde Wace escribió: "En aquel día los britanos dieron muerte a Passent y al rey irlandés", Layamon amplifica: "Y dijo estas palabras Uther el bueno: '¡Passent, aquí te quedarás; aquí viene Uther a caballo!' Lo golpeó en la cabeza y lo derribó y le puso la espada en la boca (este alimento para él era nuevo) y la punta de la espada se hundió en la tierra. Entonces Uther dijo: 'Ahora te va bien, irlandés; toda Inglaterra es tuya. En tus manos la entrego para que te quedes a morar con nosotros. Mira, aquí está; ahora la tendrás para siempre.'"
El espíritu bélico del Beowulf y de la batalla de Maldon renace de asombrosa manera en los versos de este sacerdote.
El sedentario clérigo se complace en violencias verbales; ahí donde Wace escribió: "En aquel día los britanos dieron muerte a Passent y al rey irlandés", Layamon amplifica: "Y dijo estas palabras Uther el bueno: '¡Passent, aquí te quedarás; aquí viene Uther a caballo!' Lo golpeó en la cabeza y lo derribó y le puso la espada en la boca (este alimento para él era nuevo) y la punta de la espada se hundió en la tierra. Entonces Uther dijo: 'Ahora te va bien, irlandés; toda Inglaterra es tuya. En tus manos la entrego para que te quedes a morar con nosotros. Mira, aquí está; ahora la tendrás para siempre.'"
El presupuesto manejado para realizarla, comparado con los actuales para producir cualquier película discreta, fue exiguo. Y ni hablar de las superproducciones de Hollywood.
Sin embargo, el talentoso inglés consiguió plasmar sus ideas, a juzgar por su sonrisa de oreja a oreja en esa foto en la que aparece empuñando la Excalibur de la película.
Por mi parte, si a sus ochenta y tantos años dudara de su logro, le grito desde este lejano arrabal que puede considerarse sin dudas el hacedor de una obra maestra. Y si no cree en la palabra de un desconocido de tierras salvajes, que repase las escenas que enumero a continuación, no sólo para convencerlo sino también para entusiasmar a quienes leen estas líneas escritas bajo el influjo de un encantamiento de casi tres décadas.
El comienzo, con sus bárbaras escenas y la amputación más convincente que había visto hasta ese momento. Resolución manierista de las situaciones que copiarían otros directores hasta nuestros días (Game of Thrones, Vikings): pocos actores en juego, mucha gestualidad, violencia teatral. Los detalles crean el clima épico: el fuego, las sombras movedizas del bosque, una antorcha arrojada en dirección a la cámara, el vapor saliendo de los ollares de los caballos...
La aparición de Merlín a todo Wagner, su sombra creciendo operísticamente hasta llenar la pantalla. De barba rala, ojos claros y casquete metálico, ¿quién podría imaginarlo, después de Boorman, con "luenga barba blanca y capirote"? (Harán falta veinte años para que la deslumbrante actuación de Ian McKellen en el papel de Gandalf, le restituya al gremio de los magos sus atributos tradicionales.)
Excalibur. "Excalibur naciendo del lago", como dijera un amigo en un rapto lírico impropio de él. Después de las violencias iniciales, desembocamos sin transición en un lago rodeado de un verdor estrictamente inglés. Merlín ha caminado hasta allí, sabiendo lo que busca. Nosotros, que lo hemos seguido, no. Para nosotros, el misterio de aquel pasaje de Juan Ramón Jiménez inspirado en un paseo por otro bosque, tan umbrío como los de Inglaterra: "El paisaje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado... La tarde se prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita, pacífica, insondable...". El agua está quieta "como un cristal", el aire colmado de luz. Y de pronto, el detalle que imaginamos pero que igual nos sorprende: la irrupción de Excalibur saliendo del espejo del agua sostenida por una mano enjoyada. La fronda enverdece el lago con tonos de esmeralda; la hoja de la espada brilla con reflejos de follaje: es como si viésemos la escena filtrada a medias por una esmeralda sostenida delante de uno de nuestros ojos. Sin embargo, a pesar de su luz, la secuencia es oscura: la espera, la expectación de Merlín, la nuestra... Y de pronto la espada cortando la quietud del agua, la paz del paisaje.
La danza lasciva de Igrayne que enloquece a Uther, padre de Arturo, al punto de reanudar la guerra en medio de un festejo de paz. Toda esa secuencia trasunta barbarie: el castillo del duque de Cornwall, esposo de Igrayne, tallado en la roca, con sus pasadizos y salas, poco más que túneles y cavernas; los comensales borrachos golpeando la gran mesa a la que se sientan con sus puñales, punteando los movimientos de la duquesa; la arrogancia de Cornwall y la fascinación de Uther, que rezuma deseo en cada gesto.
E Igrayne, la hermosa Igrayne, entregada a una danza que, en sus giros y contorsiones, tanto tiene de remedo sexual...
La muerte del duque, modelo de perversa simetría. Merlín convierte a Uther en Cornwall para que pueda tener su noche con Igrayne y así saciar su deseo. El duque, a su vez, sale en busca del ejército de Uther para caer sobre él por sorpresa y acabar de este modo la guerra. Irrumpiendo en el campamento enemigo al grito de "¡Uther!, ¡Uther!" y sableando como un poseso, Cornwall encuentra una muerte espantosa. Unos cuervos, espantados por los ruidos de la refriega, asustan a su caballo que se encabrita y lo desmonta; con pésima suerte, cae sobre unas alabardas que atraviesan su coraza en varios puntos provocándole la muerte. Pero, ¡ay!, el duque expira en el preciso instante en que Uther, metamorfoseado, pregna brutalmente a su esposa. De esa unión infame nacerá Arturo. Morgan, la hija de Cornwall, niña vidente y futura bruja, hace su presentación mirando impasiblemente a Uther tal cual es mientras profana a su madre.
Boda de Ginebra y Arturo. De un fasto y buen gusto pocas veces visto. El nombre galés de Ginebra es Gwenhwyvar que significa "espíritu blanco". La ceremonia organizada por Boorman, junto a su escenógrafo (Bryan Graves) y a su vestuarista (Bob Ringwood) parece tocada por el pincel de sir Joseph Noel Paton, pintor de hadas. The Oxford Arthurian Society, entre otros cuestionamientos al film, se refiere a ese pasaje no entiendo si crítica o encomiosamente. En otro lugar parece destacar los elementos paganos de la película, sus rasgos animistas, pero durante la boda señala su indecisión cristiana como si se tratara de un momento de oscuridad en la historia. ¡Excalibur: bienvenida al blog!
Un robledal hace las veces de templo; el altar es una suerte de verónica mural tendida entre dos troncos que bien podría "ser la imagen de un espíritu de árbol"... ¿Paganismo camuflado? No basta para la Arthurian Society la presencia del sacerdote ni el Kyrie Eleison, por momentos atronador, que marca el ritmo de la ceremonia.
En mi modesta opinión, aquellos años lejanos fueron complejos para el desarrollo de ideas y creencias. La solución pasó por un improvisado sincretismo (al menos para la cuestión religiosa). La película lo expresa hermosamente, con su templo vegetal más bello que cualquiera erigido por el hombre, su altar entre pagano y católico, al igual que el fasto visual que evoca, como se dijo, el pincel de Joseph Paton y de otros maestros ingleses deslumbrados por el acervo folclórico pre-cristiano de Inglaterra. Sin embargo, más allá de esos rasgos de licuado paganismo, el Kirye Eleison envuelve la escena tornándola insoslayablemente cristiana.
Y, frotémonos las manos, llegamos al umbral donde se acaban las penumbras de Excalibur. Dar un paso más, equivale a adentrarnos en sus negruras, la negrura del adulterio por ejemplo. Démoslo, pues.
Lo que veremos enseguida será un bosque radiante de luz en todas las gamas posibles del verde, como han sido las tomas a cielo abierto de Boorman hasta ese momento. Hay un simbolismo ahí, el simbolismo del verde esperanzador. La historia marcha hacia un vórtice de oscuridad plena, lo sabemos quienes estamos familiarizados con la épica arturiana. Sin embargo, Boorman, en un juego que apela a lo cromático para engañar al espectador (nadie puede imaginar un final que no sea feliz bajo semejante palio de verdes cambiantes sobresaturados de luz) o, quizá, para demostrar que la bella Albión, en sus albores, fue oscuridad pero también luz, parece demorarse antes de avanzar hacia las tinieblas. Y lanza a la reina, desencajada por su deseo, a una cabalgata frenética a través del bosque verde en busca de Lancelot que se ha exiliado en él para escapar de su propio deseo. Inevitable, para los que vimos las películas de Peter Jackson sobre la saga del Anillo, ver en la cabalgata a rienda suelta de Ginebra la de Arwen escapando de los jinetes negros para salvar a Frodo. Arwen, sin embargo, cabalga hacia la luz; Ginebra, hacia su propia oscuridad...
Después el adulterio, el bíblico cuadro de Lancelot y la reina plácidamente dormidos en medio del bosque, Excalibur entre ambos, la desesperación en el grito del desleal amigo ("¡El rey sin espada! ¡La tierra sin rey!") y en el llanto sin consuelo de Ginebra...
A partir de aquí, la luz se derrumba como una catedral que no ha podido sostenerse sobre sus cimientos. Es que los cimientos de la historia comienzan a pudrirse rápidamente. Todo se agusana, incluso la luz.
El incesto involuntario de Arturo, hechizado por Morgan le Fey, su media hermana; el parto de Mordred -el hijo de ambos y perdición encarnada del rey- en el tétrico palacio de la bruja que pare y recibe personalmente a la criatura entre salmos incantatorios como si nadie pudiera interoponerse entre ambos; la crianza de Mordred que, como un nutriente mágico, sigue recibiendo los conjuros de su madre creciendo fuerte y malvado... Una secuencia que puede durar uno, dos minutos, si se reunieran las escenas, pero que acelara la historia de manera vertiginosa.
Y el finale, al compás -qué mejor elección- de una marcha fúnebre, la de Sigfrido. Wagner otra vez, alzándose como una ola de sangre sobre la llanura de Camlann, donde el desastre se consuma en poco tiempo y de manera casi minimalista (a pesar de tratarse, según las crónicas, de una gran batalla que duró una jornada completa). Un puñado de actores y un poco de niebla artificial, le bastan a Boorman para crear una batalla de ribetes apocalípticos.
Pero antes, un instante de luz: la cabalgata de Arturo y sus caballeros hacia Camlann, al encuentro de Mordred que había ido a Camelot con altivas exigencias de rendición para recibir esta respuesta de parte del rey, su padre: "Sólo puedo darte mi amor"... Llueven sobre los caballeros de la mesa redonda azahares y voces celestiales, voces que entonan el O Fortuna de la conocida cantata de Orff, mientras el rojo estandarte de Camelot ondea entre los árboles. El remate de la escena está tomado casi desde el suelo, entre caléndulas y dientes de león. Hermoso y esperanzador momento de la película.
Pero llega la hora de las espadas. El día se oscurece, eclipsado por una niebla repentina. Alguien desenvaina su hoja y es el comienzo del desenlace.
No se ven formaciones nutridas; se intuyen entre la niebla. Una vez más, Boorman resuelve la conflagración mostrando retazos de ella. Y es tal su habilidad en este arte, que alcanza el ápice de violencia cuando menos figuras hay en juego. Lancelot aparece en Camlann cabalgando como un enajenado. Ya no se muestra como el bello y atildado caballero que conociéramos sino como un Nabucodonosor de larga cabellera revuelta y barba espesa, empuñando un arma extraña con la que causa un gran estrago en las líneas enemigas. ¿Líneas, dije? En realidad no hay formación alguna salvo las iniciales, relevadas a medias por la cámara. Cuando se desata la batalla, se desarman las formaciones y lo que vemos son pequeños y violentos focos que le permiten a Boorman prescindir de grandes movimientos de hombres.
Al final de la jornada, en el campo "cubierto de cadáveres" tras la mutua siega de los ejércitos, Mordred y Arturo se encuentran con el destino ya conocido, calcado por Boorman -¿para felicidad de la Arthurian Society?- del famoso dibujo de Arthur Rackham...
La danza lasciva de Igrayne que enloquece a Uther, padre de Arturo, al punto de reanudar la guerra en medio de un festejo de paz. Toda esa secuencia trasunta barbarie: el castillo del duque de Cornwall, esposo de Igrayne, tallado en la roca, con sus pasadizos y salas, poco más que túneles y cavernas; los comensales borrachos golpeando la gran mesa a la que se sientan con sus puñales, punteando los movimientos de la duquesa; la arrogancia de Cornwall y la fascinación de Uther, que rezuma deseo en cada gesto.
E Igrayne, la hermosa Igrayne, entregada a una danza que, en sus giros y contorsiones, tanto tiene de remedo sexual...
La muerte del duque, modelo de perversa simetría. Merlín convierte a Uther en Cornwall para que pueda tener su noche con Igrayne y así saciar su deseo. El duque, a su vez, sale en busca del ejército de Uther para caer sobre él por sorpresa y acabar de este modo la guerra. Irrumpiendo en el campamento enemigo al grito de "¡Uther!, ¡Uther!" y sableando como un poseso, Cornwall encuentra una muerte espantosa. Unos cuervos, espantados por los ruidos de la refriega, asustan a su caballo que se encabrita y lo desmonta; con pésima suerte, cae sobre unas alabardas que atraviesan su coraza en varios puntos provocándole la muerte. Pero, ¡ay!, el duque expira en el preciso instante en que Uther, metamorfoseado, pregna brutalmente a su esposa. De esa unión infame nacerá Arturo. Morgan, la hija de Cornwall, niña vidente y futura bruja, hace su presentación mirando impasiblemente a Uther tal cual es mientras profana a su madre.
Boda de Ginebra y Arturo. De un fasto y buen gusto pocas veces visto. El nombre galés de Ginebra es Gwenhwyvar que significa "espíritu blanco". La ceremonia organizada por Boorman, junto a su escenógrafo (Bryan Graves) y a su vestuarista (Bob Ringwood) parece tocada por el pincel de sir Joseph Noel Paton, pintor de hadas. The Oxford Arthurian Society, entre otros cuestionamientos al film, se refiere a ese pasaje no entiendo si crítica o encomiosamente. En otro lugar parece destacar los elementos paganos de la película, sus rasgos animistas, pero durante la boda señala su indecisión cristiana como si se tratara de un momento de oscuridad en la historia. ¡Excalibur: bienvenida al blog!
Un robledal hace las veces de templo; el altar es una suerte de verónica mural tendida entre dos troncos que bien podría "ser la imagen de un espíritu de árbol"... ¿Paganismo camuflado? No basta para la Arthurian Society la presencia del sacerdote ni el Kyrie Eleison, por momentos atronador, que marca el ritmo de la ceremonia.
En mi modesta opinión, aquellos años lejanos fueron complejos para el desarrollo de ideas y creencias. La solución pasó por un improvisado sincretismo (al menos para la cuestión religiosa). La película lo expresa hermosamente, con su templo vegetal más bello que cualquiera erigido por el hombre, su altar entre pagano y católico, al igual que el fasto visual que evoca, como se dijo, el pincel de Joseph Paton y de otros maestros ingleses deslumbrados por el acervo folclórico pre-cristiano de Inglaterra. Sin embargo, más allá de esos rasgos de licuado paganismo, el Kirye Eleison envuelve la escena tornándola insoslayablemente cristiana.
Y, frotémonos las manos, llegamos al umbral donde se acaban las penumbras de Excalibur. Dar un paso más, equivale a adentrarnos en sus negruras, la negrura del adulterio por ejemplo. Démoslo, pues.
Lo que veremos enseguida será un bosque radiante de luz en todas las gamas posibles del verde, como han sido las tomas a cielo abierto de Boorman hasta ese momento. Hay un simbolismo ahí, el simbolismo del verde esperanzador. La historia marcha hacia un vórtice de oscuridad plena, lo sabemos quienes estamos familiarizados con la épica arturiana. Sin embargo, Boorman, en un juego que apela a lo cromático para engañar al espectador (nadie puede imaginar un final que no sea feliz bajo semejante palio de verdes cambiantes sobresaturados de luz) o, quizá, para demostrar que la bella Albión, en sus albores, fue oscuridad pero también luz, parece demorarse antes de avanzar hacia las tinieblas. Y lanza a la reina, desencajada por su deseo, a una cabalgata frenética a través del bosque verde en busca de Lancelot que se ha exiliado en él para escapar de su propio deseo. Inevitable, para los que vimos las películas de Peter Jackson sobre la saga del Anillo, ver en la cabalgata a rienda suelta de Ginebra la de Arwen escapando de los jinetes negros para salvar a Frodo. Arwen, sin embargo, cabalga hacia la luz; Ginebra, hacia su propia oscuridad...
Después el adulterio, el bíblico cuadro de Lancelot y la reina plácidamente dormidos en medio del bosque, Excalibur entre ambos, la desesperación en el grito del desleal amigo ("¡El rey sin espada! ¡La tierra sin rey!") y en el llanto sin consuelo de Ginebra...
A partir de aquí, la luz se derrumba como una catedral que no ha podido sostenerse sobre sus cimientos. Es que los cimientos de la historia comienzan a pudrirse rápidamente. Todo se agusana, incluso la luz.
El incesto involuntario de Arturo, hechizado por Morgan le Fey, su media hermana; el parto de Mordred -el hijo de ambos y perdición encarnada del rey- en el tétrico palacio de la bruja que pare y recibe personalmente a la criatura entre salmos incantatorios como si nadie pudiera interoponerse entre ambos; la crianza de Mordred que, como un nutriente mágico, sigue recibiendo los conjuros de su madre creciendo fuerte y malvado... Una secuencia que puede durar uno, dos minutos, si se reunieran las escenas, pero que acelara la historia de manera vertiginosa.
Y el finale, al compás -qué mejor elección- de una marcha fúnebre, la de Sigfrido. Wagner otra vez, alzándose como una ola de sangre sobre la llanura de Camlann, donde el desastre se consuma en poco tiempo y de manera casi minimalista (a pesar de tratarse, según las crónicas, de una gran batalla que duró una jornada completa). Un puñado de actores y un poco de niebla artificial, le bastan a Boorman para crear una batalla de ribetes apocalípticos.
Pero antes, un instante de luz: la cabalgata de Arturo y sus caballeros hacia Camlann, al encuentro de Mordred que había ido a Camelot con altivas exigencias de rendición para recibir esta respuesta de parte del rey, su padre: "Sólo puedo darte mi amor"... Llueven sobre los caballeros de la mesa redonda azahares y voces celestiales, voces que entonan el O Fortuna de la conocida cantata de Orff, mientras el rojo estandarte de Camelot ondea entre los árboles. El remate de la escena está tomado casi desde el suelo, entre caléndulas y dientes de león. Hermoso y esperanzador momento de la película.
Pero llega la hora de las espadas. El día se oscurece, eclipsado por una niebla repentina. Alguien desenvaina su hoja y es el comienzo del desenlace.
No se ven formaciones nutridas; se intuyen entre la niebla. Una vez más, Boorman resuelve la conflagración mostrando retazos de ella. Y es tal su habilidad en este arte, que alcanza el ápice de violencia cuando menos figuras hay en juego. Lancelot aparece en Camlann cabalgando como un enajenado. Ya no se muestra como el bello y atildado caballero que conociéramos sino como un Nabucodonosor de larga cabellera revuelta y barba espesa, empuñando un arma extraña con la que causa un gran estrago en las líneas enemigas. ¿Líneas, dije? En realidad no hay formación alguna salvo las iniciales, relevadas a medias por la cámara. Cuando se desata la batalla, se desarman las formaciones y lo que vemos son pequeños y violentos focos que le permiten a Boorman prescindir de grandes movimientos de hombres.
Al final de la jornada, en el campo "cubierto de cadáveres" tras la mutua siega de los ejércitos, Mordred y Arturo se encuentran con el destino ya conocido, calcado por Boorman -¿para felicidad de la Arthurian Society?- del famoso dibujo de Arthur Rackham...
Salvo detalles -un humor siempre ingenuo, el nada plástico Nigel Terry encarnando a un Arturo imberbe-, la película se sostiene por mérito propio.
El sincretismo de Boorman y sus libertades -en beneficio del film como obra autónoma-, se disculpan. Son poquísimos lunares en relación a los muchos aciertos que constelan la película y la convierten, ya se ha dicho, en oeuvre d'art. La misma Arthurian, al señalar desaciertos como corresponde que lo haga, no parece severa. De modo que ¡Salve, Excalibur!Me resta decir, para cerrar esta primera reseña de nuestra nueva sección, que me gustaría contar con la sensibilidad de Luz Aisenberg para hablar de Excalibur como ella lo hizo de Tolkien. La invito a que lo haga, para apuntalar mis discretas impresiones.
Mientras tanto, lámpara votiva para Excalibur.
Daniel Milano
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