En la foto, el general Lucio V. Mansilla, figura central de nuestra historia, parece estar "oteando recuerdos". Y entre los muchos que debieron desfilar por sus retinas allá en Paris, adonde había ido a morir, nos parece que el que sigue, compartido por Alan Pauls en su elegante prólogo a Una excursión a los indios ranqueles (Penguin Clásicos, 2018), cumple con el requisito de oscuridad que demanda este espacio.
Bautizar treinta o más criaturas una
después de otra, era obra de todo el día. El ritual permitía, lo que yo
ignoraba, administrar el sacramento en masa.
Respiré.
Mi ahijada no comparecía.
Mandé decir a mi compadre que la
esperábamos, y un instante después la pusieron en mis brazos.
Era una chiquilla como de ocho años,
hija de cristiana, trigueñita, ñatita, de grandes y negros ojos, simpática,
aunque un tanto huraña. Lloró como una Magdalena un largo rato, haciendo llorar
a otras criaturas, cuyas lágrimas se habían aplacado y obligándonos a diferir
el momento de empezar.
Calmóse por fin y la sagrada ceremonia
empezó. Resonaban los latines y los Padres
Nuestros; mi ahijada permanecía en mis brazos, ora inquieta, ora tranquila.
Me miraba, huía de mis ojos, se sonreía, hacía fuerzas, cedía, a mí me dominaba
sólo una idea.
La chiquilla había sido vestida con su
mejor ropa, con la más lujosa, era un vestido de brocado encarnado bien
cortado, con adornos de oro y encajes, que parecían bastante finos. A falta de
zapatos, le habían puesto unas botitas de potro, de cuero de gato. La
civilización y la barbarie se estaban dando la mano.
¿Qué vestido es ése?, ¿de dónde venía?,
¿quién lo había hecho?, era todo mi pensamiento.
Quería atender a lo que el sacerdote
hacía y decía. ¡En vano! El vestido y las botas me absorbían. Examinaba el
primero con minucioso cuidado. Estaba perfectamente bien hecho y cortado.
Las mangas eran a la María Estuardo.
Aquello no era obra de modista de Tierra Adentro. Tampoco podía ser regalo de
cristianos, ni tomado en el saqueo de una tropa de carretas, estancia,
diligencia o villa fronteriza. Entre nosotros ninguna niña se viste así.
Mi curiosidad era sólo comparable a la
incongruencia del traje y de las botas de potro.
Era una curiosidad rara.
A veces me venía como un rayo de luz y
me decía: Ya caigo, ese vestido viene de tal parte. No, no podía ser eso, era
una extravagancia.
Cuando me tocaba contestar amén, otro tenía que hacerlo por mí.
Distraído, no veía sino el vestido, no pensaba sino en el contraste que
formaban con él las botas.
A mi lado estaba un cristiano, agregado
al toldo de Mariano Rosas, cuya cara de forajido daba miedo.
Era uno de esos tipos repelentes, cuya
simple vista estremece. Jamás me había dirigido la palabra, ni yo se la había
dirigido a él.
La curiosidad pudo más que la
repugnancia que me inspiraba, y le pregunté con disimulo:
-¿De dónde ha sacado mi compadre este
vestido?
-¡Oh! -me dijo, con voz bronca y tonada
cordobesa-, ése es el vestido de la Virgen de la Villa de la Paz.
-¿De la Virgen? -le pregunté,
haciéndome la ilusión de que había oído mal, aunque el hombre pronunció la
frase netamente.
-Sí, pues -repuso-; cuando la invasión
que hicimos lo trajimos y lo dimos al General.
Y esto diciendo, sostuvo a mi ahijada,
que casi se me escapó de los brazos.
Con unas pobres palabras humanas, yo no
puedo expresar el efecto extraño que hizo en mis nervios, la voz, el aire y la
tonada de aquella revelación.
No sentí lo que se siente en presencia
de una profanación; no experimenté lo que se experimenta ante un sacrilegio; no
me conmoví como cuando un sortilegio nos llena de estúpida superstición. Sentí
y experimenté una impresión fenomenal, me conmoví de una manera diabólica, como
en la infancia me imaginaba que se estremecía el diablo cuando le echaban agua
bendita.
Mi ahijada María, la hija de Mariano
Rosas, está ligada a los recuerdos de mi vida, por una impresión tan singular,
que su vestido y sus botas me hacen todavía el efecto de un cauchemar.
Yo no puedo ya ver una Virgen sin que
esos atavíos sarcásticos se presenten a mi imaginación. Tengo el retrato de mi
ahijada como cristalizado en el cerebro, y el vozarrón del bandido que me sacó
de dudas me zumba al oído todavía. Hay ecos inolvidables. Son como el rugido
del mar cuando, silbando el viento, azota encrespado la pedregosa orilla. Se le
oye una vez en la vida y no se le olvida jamás.
Lucio V. Mansilla
(1831-1913)
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