Rito: costumbre o ceremonia, leemos en la primera acepción del diccionario usual de la RAE. Del latín ritus o, según otras fuentes, ritus penetrus...
…pero volvió a abrirlos a la
penumbra del cuarto. Hizo un gran esfuerzo para no mirarla. Durante algunos
minutos lo consiguió pero fue peor: sus ojos, acostumbrados a la semioscuridad,
pudieron discernir más fácilmente el mapa de su cuerpo, enroscado en las
sábanas con esa sensualidad innata, no adquirida, de las mujeres. Una bonita
serpiente, se dijo.
Estuvo un buen rato acariciándola con la
mirada, como un tigre al acecho. Pero
quería más, no solo formas: texturas. Con riesgo de que despertara, tomó el encendedor
de la mesa de luz, lo prendió y pasó su pequeña antorcha sobre ella conteniendo el aliento, como un arqueólogo su linterna en una tumba recién
exhumada. Era hermosa, como cuando no estaba con ella y la recordaba. Se detuvo
en el vientre, en el pubis descubierto por la repentina caída de un pliegue. El
vello, dorado y suave, lo atrajo como un embrujo. Apagó el encendedor y paseó
su nariz por él inhalando el perfume joven del sexo, su droga favorita desde
que la conocía. Incluso se animó a dejar que sus labios rozaran la parte alta
del vello. Pero un movimiento de su cuerpo, provocado sin dudas por el sutil
cosquilleo, hizo que se detuviera. Esperó y volvió a encender la pequeña llama
que tomó curso norte, hasta detenerse en el pecho. La complicidad de otro
pliegue le permitió ver un seno: el pezón enhiesto como un pimpollo de rosa
rococó, morado sobre la piel rosada por la llama, delataba su sueño. Sueño de
sexo y muerte. De voivodas crueles y turcos martirizados, precisó convencido,
pensando en las líneas escritas antes de acostarse. Su miembro, estimulado ya
por la inspección del pubis, endureció a reviente. Quiso despertarla y poseerla brutalmente, o que despertara mientras la tomaba con ferocidad, su estaca
acabando lo que recién empezaba a medrar en ella. O hundir suavemente la lengua
en la tibia cavidad de su entrepierna, para libarle la vida y sentirla morir
entre estertores de placer… Pero un movimiento brusco le iluminó el rostro,
ladeado y cubierto por la seda rubia del pelo revuelto. Alcanzó a ver una
sonrisa que lo estremeció. O tal vez fuera la sangre restregada en la almohada,
al lado de la boca. Volvió a apagar la llama y se tocó el apósito pegado en el
pecho, sobre la tetilla izquierda. Bastó ese mínimo gesto para que la memoria
le devolviera, en un inquietante flashback,
el descontrol de Rebeca al hacer el amor horas antes, cuando empalada en él
como una sacerdotisa alucinada se mordió una uña, hizo un corte en su pecho y
aplicó en la herida labios y dientes para sorber con fruición la sangre que
manaba de ella, mientras alcanzaban un
orgasmo siniestro y sublime.
Se acostó dándole la espalda y se entregó a
una suave manipulación para serenarse. En un capullo de tela improvisado con la
sábana, eyaculó copiosamente y, rememorando la escena una y otra vez, se quedó
dormido.
Sandro Salviani
Imagen: Marte y Venus, de Agostino Carracci.
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