sábado, 7 de diciembre de 2019

Rito




Rito: costumbre o ceremonia, leemos en la primera acepción del diccionario usual de la RAE. Del latín ritus o, según otras fuentes, ritus penetrus...


…pero volvió a abrirlos a la penumbra del cuarto. Hizo un gran esfuerzo para no mirarla. Durante algunos minutos lo consiguió pero fue peor: sus ojos, acostumbrados a la semioscuridad, pudieron discernir más fácilmente el mapa de su cuerpo, enroscado en las sábanas con esa sensualidad innata, no adquirida, de las mujeres. Una bonita serpiente, se dijo.
Estuvo un buen rato acariciándola con la mirada, como un  tigre al acecho. Pero quería más, no solo formas: texturas. Con riesgo de que despertara, tomó el encendedor de la mesa de luz, lo prendió y pasó su pequeña antorcha sobre ella conteniendo el aliento, como un arqueólogo su linterna en una tumba recién exhumada. Era hermosa, como cuando no estaba con ella y la recordaba. Se detuvo en el vientre, en el pubis descubierto por la repentina caída de un pliegue. El vello, dorado y suave, lo atrajo como un embrujo. Apagó el encendedor y paseó su nariz por él inhalando el perfume joven del sexo, su droga favorita desde que la conocía. Incluso se animó a dejar que sus labios rozaran la parte alta del vello. Pero un movimiento de su cuerpo, provocado sin dudas por el sutil cosquilleo, hizo que se detuviera. Esperó y volvió a encender la pequeña llama que tomó curso norte, hasta detenerse en el pecho. La complicidad de otro pliegue le permitió ver un seno: el pezón enhiesto como un pimpollo de rosa rococó, morado sobre la piel rosada por la llama, delataba su sueño. Sueño de sexo y muerte. De voivodas crueles y turcos martirizados, precisó convencido, pensando en las líneas escritas antes de acostarse. Su miembro, estimulado ya por la inspección del pubis, endureció a reviente. Quiso despertarla y poseerla brutalmente, o que despertara mientras la tomaba con ferocidad, su estaca acabando lo que recién empezaba a medrar en ella. O hundir suavemente la lengua en la tibia cavidad de su entrepierna, para libarle la vida y sentirla morir entre estertores de placer… Pero un movimiento brusco le iluminó el rostro, ladeado y cubierto por la seda rubia del pelo revuelto. Alcanzó a ver una sonrisa que lo estremeció. O tal vez fuera la sangre restregada en la almohada, al lado de la boca. Volvió a apagar la llama y se tocó el apósito pegado en el pecho, sobre la tetilla izquierda. Bastó ese mínimo gesto para que la memoria le devolviera, en un inquietante flashback, el descontrol de Rebeca al hacer el amor horas antes, cuando empalada en él como una sacerdotisa alucinada se mordió una uña, hizo un corte en su pecho y aplicó en la herida labios y dientes para sorber con fruición la sangre que manaba de ella, mientras alcanzaban un orgasmo siniestro y sublime.
Se acostó dándole la espalda y se entregó a una suave manipulación para serenarse. En un capullo de tela improvisado con la sábana, eyaculó copiosamente y, rememorando la escena una y otra vez, se quedó dormido.


Sandro Salviani


Imagen: Marte y Venus, de Agostino Carracci.

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