jueves, 14 de noviembre de 2019

Un hombre irracional



Confieso no ser más que un espectador errático del cine de Woody Allen, en lugar de un seguidor canino como casi toda la comunidad cinéfila argentina, por convicción o comodidad. (No es fácil discutir con un devoto suyo;  sin exagerar, creo que es preferible, como dijera Hitler de Franco después de su primera y única reunión, sacarse un diente con una tenaza. ¿Sonríe quien me lee? De verdad es menos traumático acatar la majestad de Allen que tratar de exponer un punto de vista que objete su cine.)

No obstante, acabo de ver Irrational Man, de su cosecha 2015.
El entusiasmo y la insistencia de un amigo que, hasta donde sé, tampoco le rinde pleitesía, hicieron que anoche, bien entrada la madrugada, me clavara sus noventa y seis minutos. No fue confianza ciega, tenemos nuestras diferencias de gusto. Él es un sommelier de casi todo; yo me conformo con dos o tres territorios bien acotados. Pero su defensa de Allen desde la alta literatura disparó mi curiosidad. Para convencerme de que debía verla, mensajeó: "Dostoievski, Crimen y castigo. Varias de sus películas giran alrededor de esa obra y se nota". Mi pregunta inmediata fue: ¿cuántas de las personas que conozco que esperan el estreno de la última película de W. A. como si no importara nada más en la vida, han leído a Dostoievski? La respuesta: ninguna. Apenas un sondeo de cinco, seis personas, pero el guarismo es contundente: 100%. No es moco de pavo.
Ahora bien: mi amigo es un espectador fino que, cuando quiere, riza el rizo sin romperlo. Si le da la gana, escribe un ensayo en el aire sobre una colilla de cigarrillo que acaba de aplastar o sobre una cucaracha muerta debajo de la mesa de un bar. Pero cuando elige no jugar, el equilibrio es su virtud. Si encontró a Dostoievski en la película de Allen es porque Dostoievski está ahí. Y no sólo porque en ella un personaje lo menciona y menciona su obra más conocida, sino porque la historia es una versión a escala doméstica de la dicotomía bien/mal, sobriedad/locura. Y de una forma tan llana, accesible, que la feligresía del rabino Woody (feligresía, rabino: mala relación, me parece) encuentra a Dostoievski no por conocimiento, por mérito propio, sino por mérito de Allen. Ahí habría una punta para entender la incondicionalidad de su público: el espectador de sus películas ignora a Dostoievski pero aprecia sus ideas cifradas en un lenguaje más simple y directo: el del cine. Dostoievski para legos. No es poco.

El de W. A. sería entonces un cine de grandes ideas ajenas, jibarizadas para que muchos sepan de Dostoievski sin haberlo leído, por ejemplo. Plagio útil, didáctico.
El problema es qué hace Allen con eso. En Un hombre irracional, Joaquin Phoenix encarna a un profesor de filosofía de cierto prestigio que ya no siente gusto alguno por la vida. Parece haber agotado todos los caminos: el de las ideas, el de las relaciones, el de la escritura, el del sexo. Sólo el alcohol lo sostiene aunque no llega a ebrio consuetudinario. Ni las reuniones con colegas, ni las insinuaciones de una profesora veterana pero todavía en edad de merecer, ni las fiestas, ni el floreo de una estudiante (Emma Stone) a la que seduce por reflejo, pueden sacarlo de su catatonia existencial. Demasiada filosofía (a la que define al comienzo de la película como mera "masturbación verbal") lo ha puesto en un callejón de tedio sin salida del que sólo la muerte...

Spoiler! Pero, ¿cómo decir lo que quiero decir sin referirme a la trama? Dilema cruel...

Resuelto: elijo escribir para quienes vieron la película.

Recordará mi lector que Abe Lucas, el protagonista, sale de la arena movediza que ya le llega al cuello al escuchar la lamentación de una mujer que está a punto de perder la tenencia de sus hijos por el accionar legal de un esposo despiadado, pero especialmente por el juez que ha recibido la causa que, siendo amigo de él, seguro fallará en su contra. En medio de su dolor, murmura que no tiene dudas sobre ello a pesar de que la asisten todas las luces de la verdad y el derecho. 
En ese momento de oscuridad nodal de la película, Abe ve la oportunidad de salir de su infierno existencial. Y es precisamente ese momento tenebroso el que me llevó a escribir esta nota para La pluma en la sangre.
Lucas se resuelve por la muerte como única salida. Pero no por la propia muerte como cabe esperar de un filósofo, sino la de otro. Oscuro, oscuro con ganas.
Dos mil quinientos, tres mil años de filosofía ¿para qué? Pura "masturbación verbal", realmente.

Ya tenemos a Lucas afianzado como héroe anónimo, tenemos película.
Y, sin decepcionarnos, Woody Allen hace que Abe ejecute al juez según un plan no demasiado sutil pero efectivo.
¿Pero qué pasa después? Después, decepcionantemente, la historia se resuelve según los cánones de una moral relamida, típica del peor cine occidental.
Sólo la vuelta de tuerca del acusado inocente que obliga a Jill (a Emma Stone) a rever lo que siente por Abe y a decidir (según la misma moral relamida de arriba) delatarlo si no se entrega, aporta un último elemento digno de consideración. Lo demás es de mala telenovela nacional (abrevio: de telenovela nacional): el intento de asesinato, el forcejeo, la linterna providencial pisada por Abe (¡la linterna que había ganado para ella en el parque de diversiones!), su caída por el hueco del ascensor, el castigo por muerte violenta... Malvados, locos, filósofos desencantados: ¡abstenerse de ideas parecidas!

(Observación obligada: el amor, contra toda moral, no admite la delación. Como botón de muestra Kindergarten, la oscurísima novela de Asher Benatar que merece un espacio en este blog.)

La historia pudo haber seguido por canales más lógicos, sin traicionar su oscuridad. Y ni siquiera hablo de canales originales, impredecibles. Resolverse, por ejemplo, con la consumación del segundo intento de asesinato (el de Jill) y el sugerente final en el que Abe pone su atención en una próxima víctima que merece su destino. Final manoseado, gastado por el cine pero mejor que el tonto final de Allen. Hasta admitiría el detalle, cobardemente evitado, de que en lugar de  pisar la linterna Abe patee un osito de peluche al hueco del ascensor por el que ha caído Jill después del mismo forcejeo plasmado por W. A. Desde la oscuridad del hueco, como si nuestro punto de vista fuera el del osito cayendo de espaldas siguiendo a su dueña a su triste destino, veríamos a Lucas mirando fija y desafiantemente la oscuridad, convertido en un héroe tortuoso como los del cineasta indio N. Night Shaymalan. De un Dostoievski actualizado, de crimen sin castigo,  de eso hablo.

Woody Allen tiene excelentes ideas dramáticas que no sabe o no se anima a sostener. Y no basta, para disimular sus limitaciones, etiquetar: comedia negra.

Lo demás (la figura de Phoenix gruesa y abatida, la sonrisa y los soleros de Emma Stone, la actuación de Parker Posey, las tomas del claustro universitario y de los alrededores) está muy bien. Allen se encuentra en las antípodas de esos fariseos del cine que disponen de ingentes cantidades de dinero para filmar superproducciones que todo lo apuestan al fasto visual. Es más bien un judío anónimo que, en el revuelo que arma Jesús al echar a los mercaderes del templo, levanta unas pocas monedas del suelo sin que nadie lo note y hace con ellas una película correcta. Poco más.

¿Qué nos da el cine de Woody Allen, entonces? Entramos a ver sus películas, nos provoca una cierta conmoción, se decide por el final más esperado, nos roba un aplauso discreto (rabioso a los incondicionales) y salimos del cine como los buenos burgueses que éramos al entrar.

¿Y?

Hablé de cosecha al comienzo de la nota.
Malbec bien presentado el de Allen, pero del montón.


Conrado Lois






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