Con quince, tal vez dieciséis años, di en Calle Corrientes -esa Alejandría de seis cuadras, famosa en todo el mundo- con un ejemplar de El Sepulcro y otros relatos, de Howard Phillips Lovecraft (Ediciones Júcar, España, 1974). La referencia editorial no es simple reflejo de bibliófilo; es importante porque remite a una época de complejidades políticas en nuestro país que agitaron una oscuridad que alcanzaría su trémolo de estriga poco tiempo después, desatando un régimen inquisitorial que arrasaría con las libertades y vidas de miles de argentinos. De oscuridad habla este blog, ¿no?.
Adquirí mi libro estimo que en el año '76, tal vez en el '77, dos o tres después de su publicación. Delay razonable de acuerdo a los tiempos de importación de aquella época, menos urgentemente global que esta.
'76, '77... Tenebris et Mors.
Sin embargo, yo vivía en mi nube de... Úbeda. Gracias a un padre y a un director de secundaria sobreprotectores, ignoraba lo que sucedía alrededor, ese estrago programado que acontecía en los sótanos de la realidad, infinitamente más espantoso que el que iba a encontrar al abrir el Lovecraft en busca de horrores literarios, horrores prometidos por amigos que habían experimentado ese estremecimiento estético que proporcionan los buenos autores del género. Mi única preocupación por entonces era conseguir las monedas necesarias para comprar mi libro (sábado por medio, iba al centro a recorrer librerías después de ahorrar con gran sacrificio, en las dos semanas previas, dinero de viáticos, comida, útiles, etc., que recibía para ir a la escuela). Mucho después, supe de "la noche de los lápices" y de otros casos de estudiantes devorados por el Cthulhu castrense. Y sentí una vergüenza y una rabia retrospectivas con las que, tantos lustros después, lidio todavía...
Al abrir El Sepulcro, lo primero que pescó mi atención fue el epígrafe que precedía el estudio de Eduardo Haro Ibars, compilador, traductor y presentador de la antología. (Durante todo este tiempo atribuí el prólogo en cuestión a Ricardo Gosseyn, seudónimo del gran editor español Paco Porrúa, fundador de Editorial Minotauro. Hasta hoy, que para escribir esta nota tuve que buscar los datos del libro encontrándome con tan ingrata noticia para mi memoria.)
El epígrafe:
Temía la otra sombra, la amorosa, / las comunes venturas de la gente; / no lo cegó el metal resplandeciente / ni el mármol sepulcral, sino la rosa.
Me pasmó la belleza de esos versos. Un flechazo a mi sensiblidad, de veras. Pero, ¿eran para Lovecraft? ¿Borges? ¿Borges homenajeando a Lovecraft? ¿Que sabía de Borges a los quince años? ¿Y de Lovecraft? Ya era lector de Poe, de Stevenson, de Stoker entonces y, en general, el Adelantado en literatura en mi grupo de amigos. Pero, ¿era lector de Borges? Sin duda había tenido contacto con él por aquellos días. Las ruinas circulares, Fundación mítica de Buenos Aires, eran lecturas de rigor en la secundaria.
Mi desconcierto ante Las ruinas y la felicidad que golpeara mi pecho por dentro al leer los últimos versos de la Fundación (A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires / la juzgo tan eterna como el agua y el aire) datan de aquellos días, estoy seguro.
Lovecraft vino después. Sin embargo, Robert Howard, el poeta y narrador tejano autor de Conan el bárbaro y Rey Kull -por nombrar sus dos creaciones más conocidas- fue antes de Borges y quien me condujo a Lovecraft a través de una compleja carambola bibliográfica. ¿Entonces? ¿HPL o JLB? ¿Puede darse por conocido a un autor sólo con haber leído dos textos en la escuela? Si Robert Howard me había asaltado como un vikingo en celo pregnándome con su mundo de espadas y monstruos preadánicos, Lovecraft me hechizó con su mitología extraterrestre. Después llegaría el tercer mosquetero de Weird Tales con su poesía recamada y sus mundos sensuales y perversos: Clark Ashton Smith. Mi favorito. Aunque a veces el mejor Howard o el Lovecraft más lírico, dunsaniano...
No creo que hubiera mucho espacio en mi vida para el envaramiento clásico de Borges en aquel tiempo.
Para desenmarañar mi propia tela de recuerdos y olvidos, me comuniqué con mi querido Néstor Antonio, lector de estos mismos autores por los mismos días. Y él, científico y leguleyo -ergo: hombre ordenado-, aportó datos preciosos, pocos pero preciosos, como por ejemplo que la celebrada edición de Rafael Llopis de Los Mitos de Cthulhu para Editorial Alianza en su edición de 1978, la compró el 22 de diciembre de 1980, según nota de propia y "salvaje" mano en la primera página del libro. Yo, ídem, casi seguro (aunque sin anotar nada en mi ejemplar, ni siquiera en lápiz). Esas lecturas las hacíamos juntos; él, más rápido que yo porque siempre he sido perezoso y gran onanista con mis lecturas favoritas.
(Otro dato: las Obras Completas de Borges -los famosos tomos verde y marrón- que prestigian su rica biblioteca, son de 1974. Los míos, juraría que también. Confirmaré cuando los encuentre.)
Éramos chicos de familias trabajadoras, es decir, podíamos comprar uno o dos libros por semana, por lo general usados a precios bajos. No recuerdo haber estado pendiente de la aparición de una novedad y menos de una obra mayor como los tomos de Borges. Eso habrá llegado después, con el primer empleo y dinero propio. En mi caso, con las comodidades que daba trabajar en el libro, formar parte de ese gremio extraño, fabuloso...
Pero la memoria, como oponiéndose a esta especulación, me impone una escena entrañable: mi abuela, en su jardín enmarañado donde pasaba el tiempo sentada en un banco improvisado con una losa de mármol y algunos adoquines -en el que debe haber pasado más de una noche de verano sumida en un sueño intranquilo, en medio de una marabunta antropófaga que devoraba sus plantas más queridas y algunas partes de su cuerpo-, dándome un par de billetes en un puño apretado que no abría hasta decir algo sobre ser buenos. Dos billetes que bastaban para comprar los lujosos libros de Frank Frazetta (el increíble artista de tapa de los libros de Conan de Robert Howard) editados por du Chêne, el sello francés.
Gracias a ella conocí a Borges. Un hito en mi vida. No sólo porque al darle la mano sentí que franqueaba la barrera que separa la realidad del mito -sólo permeable por vías inefables- sino porque al escucharlo, sentí que ya no estaba en este mundo. Fueron cinco minutos (lo sé porque pregunté cuando volví) fuera del tiempo y del mundo, en todo caso en una dimensión mítica relacionada con el tema de la conversación. Un páramo islandés cuya quietud fuera levemente perturbada por un géiser que estallara en la lejanía, tal vez las voces y risas que venían de afuera, de la realidad, y llegaban a nosotros como un rumor ahogado. Porque Borges tampoco parecía escucharlas, salvo como un fenómeno natural tan distante que no resultaba molesto. El tema de la charla fue su versión de un texto de Snorri Sturluson, el bardo nórdico autor de la Edda Menor o, al menos, de parte de ella. Borges había traducido la Gylfaginning (La alucinación de Gylfi) que a mí me había fascinado por la grafía de los nombres propios que parecía restituírles su antiguo salvajismo. Se lo dije, como le dije también que desde Castalia bárbara, del poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre, no se intentaba nada serio sobre el tema en estas latitudes. Se sintió honrado y yo me contraje como una babosa por la osadía. Pero tan fascinado estaba por el momento que nada dije de Himno, del parpadeo ni de la chica que nos había presentado. En suma, no le dije que le debía mi felicidad. ¿Puede alguien ser más imbécil?
El poema no era para Lovecraft: era para Poe.
Volviendo al interrogante inicial, ¿quién fue primero?
Creo que nunca lo sabré. Ni lo sabrá Néstor. Ni lo sabrán los amigos lovecraftianos que sólo Dios y Nyarlathotep saben donde están.
Lo que sí sé es que Borges, tan remilgado a la hora de reconocer autores de segundo orden, admitió su debilidad por Lovecraft dedicándole uno de sus mejores cuentos: There are more things.
Está en El libro de arena.
Un pecado perdérselo.
'76, '77... Tenebris et Mors.
Sin embargo, yo vivía en mi nube de... Úbeda. Gracias a un padre y a un director de secundaria sobreprotectores, ignoraba lo que sucedía alrededor, ese estrago programado que acontecía en los sótanos de la realidad, infinitamente más espantoso que el que iba a encontrar al abrir el Lovecraft en busca de horrores literarios, horrores prometidos por amigos que habían experimentado ese estremecimiento estético que proporcionan los buenos autores del género. Mi única preocupación por entonces era conseguir las monedas necesarias para comprar mi libro (sábado por medio, iba al centro a recorrer librerías después de ahorrar con gran sacrificio, en las dos semanas previas, dinero de viáticos, comida, útiles, etc., que recibía para ir a la escuela). Mucho después, supe de "la noche de los lápices" y de otros casos de estudiantes devorados por el Cthulhu castrense. Y sentí una vergüenza y una rabia retrospectivas con las que, tantos lustros después, lidio todavía...
Al abrir El Sepulcro, lo primero que pescó mi atención fue el epígrafe que precedía el estudio de Eduardo Haro Ibars, compilador, traductor y presentador de la antología. (Durante todo este tiempo atribuí el prólogo en cuestión a Ricardo Gosseyn, seudónimo del gran editor español Paco Porrúa, fundador de Editorial Minotauro. Hasta hoy, que para escribir esta nota tuve que buscar los datos del libro encontrándome con tan ingrata noticia para mi memoria.)
El epígrafe:
Temía la otra sombra, la amorosa, / las comunes venturas de la gente; / no lo cegó el metal resplandeciente / ni el mármol sepulcral, sino la rosa.
Jorge Luis Borges
Me pasmó la belleza de esos versos. Un flechazo a mi sensiblidad, de veras. Pero, ¿eran para Lovecraft? ¿Borges? ¿Borges homenajeando a Lovecraft? ¿Que sabía de Borges a los quince años? ¿Y de Lovecraft? Ya era lector de Poe, de Stevenson, de Stoker entonces y, en general, el Adelantado en literatura en mi grupo de amigos. Pero, ¿era lector de Borges? Sin duda había tenido contacto con él por aquellos días. Las ruinas circulares, Fundación mítica de Buenos Aires, eran lecturas de rigor en la secundaria.
Mi desconcierto ante Las ruinas y la felicidad que golpeara mi pecho por dentro al leer los últimos versos de la Fundación (A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires / la juzgo tan eterna como el agua y el aire) datan de aquellos días, estoy seguro.
Lovecraft vino después. Sin embargo, Robert Howard, el poeta y narrador tejano autor de Conan el bárbaro y Rey Kull -por nombrar sus dos creaciones más conocidas- fue antes de Borges y quien me condujo a Lovecraft a través de una compleja carambola bibliográfica. ¿Entonces? ¿HPL o JLB? ¿Puede darse por conocido a un autor sólo con haber leído dos textos en la escuela? Si Robert Howard me había asaltado como un vikingo en celo pregnándome con su mundo de espadas y monstruos preadánicos, Lovecraft me hechizó con su mitología extraterrestre. Después llegaría el tercer mosquetero de Weird Tales con su poesía recamada y sus mundos sensuales y perversos: Clark Ashton Smith. Mi favorito. Aunque a veces el mejor Howard o el Lovecraft más lírico, dunsaniano...
No creo que hubiera mucho espacio en mi vida para el envaramiento clásico de Borges en aquel tiempo.
Para desenmarañar mi propia tela de recuerdos y olvidos, me comuniqué con mi querido Néstor Antonio, lector de estos mismos autores por los mismos días. Y él, científico y leguleyo -ergo: hombre ordenado-, aportó datos preciosos, pocos pero preciosos, como por ejemplo que la celebrada edición de Rafael Llopis de Los Mitos de Cthulhu para Editorial Alianza en su edición de 1978, la compró el 22 de diciembre de 1980, según nota de propia y "salvaje" mano en la primera página del libro. Yo, ídem, casi seguro (aunque sin anotar nada en mi ejemplar, ni siquiera en lápiz). Esas lecturas las hacíamos juntos; él, más rápido que yo porque siempre he sido perezoso y gran onanista con mis lecturas favoritas.
(Otro dato: las Obras Completas de Borges -los famosos tomos verde y marrón- que prestigian su rica biblioteca, son de 1974. Los míos, juraría que también. Confirmaré cuando los encuentre.)
Éramos chicos de familias trabajadoras, es decir, podíamos comprar uno o dos libros por semana, por lo general usados a precios bajos. No recuerdo haber estado pendiente de la aparición de una novedad y menos de una obra mayor como los tomos de Borges. Eso habrá llegado después, con el primer empleo y dinero propio. En mi caso, con las comodidades que daba trabajar en el libro, formar parte de ese gremio extraño, fabuloso...
Pero la memoria, como oponiéndose a esta especulación, me impone una escena entrañable: mi abuela, en su jardín enmarañado donde pasaba el tiempo sentada en un banco improvisado con una losa de mármol y algunos adoquines -en el que debe haber pasado más de una noche de verano sumida en un sueño intranquilo, en medio de una marabunta antropófaga que devoraba sus plantas más queridas y algunas partes de su cuerpo-, dándome un par de billetes en un puño apretado que no abría hasta decir algo sobre ser buenos. Dos billetes que bastaban para comprar los lujosos libros de Frank Frazetta (el increíble artista de tapa de los libros de Conan de Robert Howard) editados por du Chêne, el sello francés.
Y la memoria, tan generosa como indecisa, me recuerda también la tarde en que atraje la atención de la chica más hermosa que pueda imaginarse -¡niégueselo alguien a este hombre enamorado!-, dándole a leer, en medio de un cotorreo infernal de amigos que hablaban entre nosotros, el poema Himno, del inmenso JLB, ese que rematan los versos:
Todo el pasado vuelve como una ola / y esas antiguas cosas recurren / porque una mujer te ha besado.
Apenas terminó de leer -y yo con ella de recitar entre labios el poema porque seguía los movimientos de su cabeza yendo y viniendo por la página-, me miró con unos ojos que parecían salidos de un poema de Herrera y Reissig y parpadeó para romper el hechizo. Y fue el comienzo de una aventura que lleva treinta y siete años pero a la vez parece un parpadeo. Su parpadeo de casi cuatro décadas que ya abarcaba nuestra historia...Todo el pasado vuelve como una ola / y esas antiguas cosas recurren / porque una mujer te ha besado.
Gracias a ella conocí a Borges. Un hito en mi vida. No sólo porque al darle la mano sentí que franqueaba la barrera que separa la realidad del mito -sólo permeable por vías inefables- sino porque al escucharlo, sentí que ya no estaba en este mundo. Fueron cinco minutos (lo sé porque pregunté cuando volví) fuera del tiempo y del mundo, en todo caso en una dimensión mítica relacionada con el tema de la conversación. Un páramo islandés cuya quietud fuera levemente perturbada por un géiser que estallara en la lejanía, tal vez las voces y risas que venían de afuera, de la realidad, y llegaban a nosotros como un rumor ahogado. Porque Borges tampoco parecía escucharlas, salvo como un fenómeno natural tan distante que no resultaba molesto. El tema de la charla fue su versión de un texto de Snorri Sturluson, el bardo nórdico autor de la Edda Menor o, al menos, de parte de ella. Borges había traducido la Gylfaginning (La alucinación de Gylfi) que a mí me había fascinado por la grafía de los nombres propios que parecía restituírles su antiguo salvajismo. Se lo dije, como le dije también que desde Castalia bárbara, del poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre, no se intentaba nada serio sobre el tema en estas latitudes. Se sintió honrado y yo me contraje como una babosa por la osadía. Pero tan fascinado estaba por el momento que nada dije de Himno, del parpadeo ni de la chica que nos había presentado. En suma, no le dije que le debía mi felicidad. ¿Puede alguien ser más imbécil?
El poema no era para Lovecraft: era para Poe.
Volviendo al interrogante inicial, ¿quién fue primero?
Creo que nunca lo sabré. Ni lo sabrá Néstor. Ni lo sabrán los amigos lovecraftianos que sólo Dios y Nyarlathotep saben donde están.
Lo que sí sé es que Borges, tan remilgado a la hora de reconocer autores de segundo orden, admitió su debilidad por Lovecraft dedicándole uno de sus mejores cuentos: There are more things.
Está en El libro de arena.
Un pecado perdérselo.
Daniel Milano
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