miércoles, 20 de noviembre de 2019

Nazi


Los acontecimientos están fotografiados sin retoques y las impresiones son las primeras, las más genuinas, antes de que la crítica haya podido ejercer su influencia en ellos.
Conde Ciano


Me alejé de todo eso como un perrito faldero de la mirada amenazante de un Rottweiler o de algún perrazo igual de feroz.
Demasiado, cargar con esa promesa de muerte para tantos.

Desde entonces, no puedo dormir. Y si me obliga el agotamiento, el sueño me impone una pesadilla recurrente en la que la gente de Farto me crucifica sobre una esvástica hecha con durmientes de ferrocarril que rezuma la sangre de todos los supliciados en ella. Pero antes, dislocan mi cuerpo para adaptarlo a ese símbolo de muerte.

Conocí a Farto en mi librería y me dejé seducir por su erudición, su buen decir y sus modales de caballero. Se abrió conmigo como si fuera un templo y yo entré como el más sumiso de los corderos del Señor. ¡Idiota! No sabía que ese hombre pequeño y bueno como un hámster pudiera ser la llave de la resurrección del Mal.

Ahora temo por mi vida. Ya no creo en la benevolencia de Farto y menos en la de sus amigos. Y sé que si Farto, en nombre de nuestra amistad, quisiera protegerme, no podría. Logró reconstruir un mito reducido a escombros, pero lo hizo con una albañilería discursiva que, me parece, no convence a todos. La palabra como cohesión es una herramienta endeble. Y se nota que apenas uno de ellos se corra un milímetro de donde se encuentra, todo el proyecto se va a desmadrar para convertirse en algo aun peor. Es una hidra de  mil cabezas que, en manos de cualquiera que no sea Farto, ya hubiera desatado un apocalipsis. Y yo seré un Hércules de risa para enfrentarla, pero algunos tal vez piensen que puedo llegar a Yolao y hacer algún daño.

Mudé de madrugada mi librería con un fletero silencioso como un gato. Sin embargo, cuando nos marchábamos con las últimas cosas, desde la camioneta pude ver la menuda figura de Farto enfundada en su gabán de cuero negro, seria e inmóvil en la puerta del edificio. Sentí un cosquilleo frío recorriéndome la espalda a pesar de lo acalorado que estaba por el trabajo y la tensión, y me di cuenta, al examinar sus rasgos, que a partir de ese momento yo era un enemigo declarado de ese hombre.

Llegado el caso, lo que sigue sirva para hacer justicia por mi muerte.


* * * 

Cansado de esperar en la terraza y de sentirme escrutado por la mirada rampante del león esculpido en el tímpano del edificio de enfrente, me levanté y discurrí por el salón contiguo observando ociosamente las cosas que había en él. La misma pulcritud que caracterizaba a Farto se veía en mesa, sillones, cómodas –repletas de objetos que parecían provenir de los sitios más curiosos- y, muy especialmente, en los barrocos marcos de los cuadros colgados en las paredes. Ni una mota de polvo los deslucía. Se notaba que eran antiguos como las telas que encerraban, pero a diferencia de los dos pequeños Fortuny que había visto en el Museo Nacional semanas antes, con sus tristes marcos desdorados y patinados por una mugre jamás removida, en éstos las doraduras se veían apenas desleídas por el efecto de la luz, natural o artificial –aunque habían sido ubicados sabiamente, a salvo de la incidencia directa del sol que llegaba desde la terraza-, sin mácula alguna de suciedad sedimentada. Las telas mismas mostraban sus imágenes nítidas, y ni siquiera vistas al sesgo descubría una mirada inquisidora el más leve rastro de esa deposición aterciopelada que, a pesar de su verticalidad –u oblicuidad, con suave cabeceo hacia el piso-, es habitual en los cuadros colgados si el mantenimiento es reticente, en especial en obras muy texturadas. Mi risueña conclusión, al pasar un dedo indiscreto por la superficie de una repisa colmada de excéntricas chucherías, fue que la servidumbre de herr Farto se aplicaba diariamente a succionar el polvo en suspenso con unas poderosas aspiradoras. Era realmente increíble esa asepsia de sala de operaciones, considerando que el piso daba a Tucumán por uno de sus lados y a Dellepiane por el otro, calles que, como muchas en Buenos Aires, están inmersas en un aire carbonado y pestífero.

Seguí deambulando y pasé bajo una arcada a una gran sala con varias puertas de doble hoja alineadas de un sólo lado y abiertas de par en par. Daban a un balcón muy extenso, cerrado con vidrio repartido, como  si  se tratara de un  invernadero.

De hecho, había plantas y flores en macetas colgadas y apoyadas en el piso. Una luz verdosa y de a ratos calidoscópica venía de él y convertía la habitación en una enorme pecera. Pero en lugar de peces, muy quietos en sus estantes, había libros en ella. Varios miles, a juzgar por sus dimensiones, en muebles con puertas acristaladas que tapizaban las tres paredes restantes, incluida la de la arcada. Cuatro escritorios monumentales, antiguos aunque impecablemente conservados, estaban dispuestos frente a los cuatro vértices de la habitación formando ángulo recto con ellos. En tres, había muchos libros apilados en un desorden que me pareció aparente, escenográfico. El polvo brillaba igualmente por su ausencia a pesar de que los libros parecían, cuando menos, centenarios.

En el centro de la biblioteca, dos vitrinas contenían varios ejemplares antiguos, incunables tal vez, abiertos orgullosamente para que el visitante pudiera apreciar el tesoro de sus imágenes miniadas y antigua tipografía. Varias estatuas, mármoles y bronces, parecían apostadas a las puertas de los muebles en actitud de custodia. Y para mi sorpresa, una, curiosamente de espaldas al centro de la habitación, como si buscara o devolviera un libro con mucho cuidado, se movía.

Al principio, por sus gestos breves y regulares, pensé estúpidamente en un autómata. Mi cabeza está llena de ellos, leídos en Ceserani, Perucho, Asimov. Pero al acercarme, dando un lento rodeo, distrayéndome incluso frente a una de las vitrinas en la rápida inspección, gracias a mi magro latín aprendido en el Buenos Aires, de dos páginas que hablaban de homúnculos y absurdos por el estilo, noté que se trataba de una empleada del servicio insólitamente pequeña aunque en absoluto desproporcionada. Tengo una altura lo suficientemente discreta para que cualquier mujer pueda mirarme a los ojos sin levantar la cabeza, y esta me llegaba escasamente a la boca del estómago. La perspectiva de estatuas, juzgada monumental por mi miopía pero que en realidad no excedía la rasa de mi altura, había hecho de ella una persona normal. Sin embargo, a pesar de su metro veinte escaso, sus proporciones eran armoniosas por no decir vitruvianas. Repasaba obsesivamente una puerta vidriada con un plumero ligero, con esos movimientos pausados y mecánicos que me confundieran apenas verla. Creyéndome tal vez el dueño de casa, no reparó en mí hasta que estuve a su lado. Cuando levantó la cabeza y me miró, mi corazón se encabritó y se puso a cocear en mi pecho. Sus rasgos eran hermosos, de muñeca de porcelana animada por magia. La piel, blanquísima, apenas cubría el encaje arterial, que se extendía debajo de ella como un cerezo de estampa japonesa. Tal detalle, lejos de provocar rechazo, resultaba en extremo atractivo, incluso sensual. Llevaba el cabello, de un rubio incoloro,  albino, recogido sobre la cabeza como un turbante de seda blanca. Nada me costó, dadas las circunstancias, pensar en el prototipo ario tan pregonado por Farto en nuestras charlas. Pero lo que me alteró el pulso fue su redonda expresión de miedo y sumisión, la certeza de que a un gesto mío, esa chiquilla, que tanto tenía de hada, hubiera hecho cualquier cosa por caprichosa y aún humillante que se me hubiera ocurrido ordenarle. Sentí en el bajo vientre ese hormigueo entre agradable e incómodo que nos galvaniza frente a la belleza rendida. Y enseguida, ante su genuflexión de esclava y su intempestiva salida de la habitación, una punzada de dolor en el estómago.
Para seguirla con la mirada y apreciar sus formas bajo el uniforme de servicio      -que tenía algo de indecente, a pesar de que le llegaba a las rodillas-, giré sobre mis talones, hacia la biblioteca. Pero lejos de ver a la pequeña Loreley huyendo como una corza asustada, lo que encontraron mis ojos al barrer el mueble fue un horror como no he vuelto a ver en mi vida. En lugar de libros tras la cuadrícula vidriada de una puerta de biblioteca, había frente a mí un nicho cerrado con un gran paño de blindex que contenía, como si se tratara de la vitrina de un museo de ciencias, la momia de un niño de ocho o diez años sentada de frente, con los brazos a los costados y las palmas apoyadas en la tabla que le servía de asiento. Completaban el cuadro las piernas colgadas y cruzadas, de modo que daba la impresión de que una muerte repentina lo había sorprendido en esa actitud tan infantil y despreocupada hablando con amigos y que el tiempo había hecho su trabajo de descomposición sin desbaratar su postura. Pero digo descomposición cuando debiera hablar de desecación, pues el cuerpo sugería la idea de haber sido sometido a una primaria forma de taxidermia cientos de años atrás o, según se dice de ciertas catacumbas sicilianas, que las condiciones naturales del ambiente habían demorado o interrumpido el proceso de descarne. Era una triste osamenta ese cuerpecito apenas cubierto por una capa de cuero reseco que, milagrosamente, seguía articulándolo. Impresionaba el relieve de sus costillas y, en especial, sus rasgos faciales, muy desdibujados por algún tipo de enfermedad dolorosa o de tormento inferido. Pero sobre todo, lo que perturbaba hasta la angustia era el macabro contrapunto entre su expresión alelada por el dolor y la infantil frescura de su actitud.
Quise apartarme, pero una irresistible fascinación me obligó a mantener los ojos clavados en el grotesco muñeco que, rogué desde lo más profundo de mi corazón, ojalá no se tratara de una aberración más de la ilimitada saña de los hombres…

Finalmente, ahíto de horror y diciéndome unas cuántas cosas para sacudir el morbo tomándolo de las solapas, conseguí bajar la vista hasta el piso alfombrado. Me obligué a seguir los complicados arabescos turcos, persas o de dónde diablos fueran, y noté, bajo la hoja abierta de la puerta con que ocultaban la escalofriante vitrina, las puntas de unos zapatos negros y lustrosos. Como en una función de títeres, la aniñada cara de Farto, con sus ojitos pequeños como lentejuelas y sus infaltables anteojos, se asomó detrás de la hoja.
-Discúlpeme Daniel. Aproveché para cambiarme.
Cerró la puerta con cuidado al tiempo que decía:
-Una triste imagen de la guerra. Triste pero necesaria…
-¿Necesaria?
-Necesaria. La guerra demanda, pare ser aplacada, las viandas más sabrosas. Si su estrago entre niños y mujeres es grande, pronto pierde interés en su trabajo de destrucción ¿Ha visto esa pintura de von Stuck que la representa?
Negué con la cabeza.
-Bastará ponerlo frente a la buena copia que tengo en el sótano, para que entienda.
No supe qué decir. Sólo atiné a mantener la vista en la puerta cerrada para no mirarlo y tener que asentir por cortesía. Creyendo que los relieves tallados en el frente de la puerta, que habían quedado a la vista al cerrarla, habían enamorado mi atención, explicó, entusiasmado:
-Un diseño hindú de extraordinaria factura. Si consigue divergir la vista, va a encontrar una delicada sorpresa en esa selva de símbolos…
Encerrados en una roseta perfecta, había muchas formas y signos entreverados que remitían a la antigua arquitectura índica. Pensé inmediatamente en los templos de Angkor y Elefanta.
-Es un diseño muy bello -dije
-¿Y pudo ver el detalle?
-Está lleno de detalles.
-No, no. Mire fijo un momento y bizquee de golpe ¿Sabe hacerlo?
Hice lo que me decía y una barroca esvástica, borrosa al principio pero que enseguida se volvió nítida al ajustar la divergencia del bizqueo, emergió de entre la maraña de símbolos como un objeto sumergido que sale a flote en un agua cubierta de sargazos.
-Bonita, ¿no?
-Admirable…
No me hizo falta ver la expresión de su rostro para darme cuenta de que había interpretado mi valoración estética como aceptación ideológica. Pero a pesar de mi inquietud, preferí no hacer ninguna aclaración. De cualquier modo, no hubiera tenido sentido, porque Farto se había largado a una erudita apología de ese emblema del horror.
-Habrá notado que los brazos, en este caso, giran a la izquierda. Se trata de la antigua esvástica levógira, que ya aparece en la literatura védica. Esvástica significa en sánscrito suerte o buena suerte. Los delicados caracteres tallados entre las figuras provienen de la escritura brahmi, abuela del sánscrito. Mire si será vieja esta cruz gamada. Nuestra esvástica es dextrógira, es decir, muestra sus brazos orientados hacia la derecha: suerte echada para nuestros enemigos. Pero imagino que todas estas precisiones deben aburrirlo.
-Al contrario. Agradezco la esclarecedora clase de simbología indo-nazi. Además, a pesar del rechazo que me provoca su sola mención, el nazismo resulta un fenómeno en extremo fascinante…
-¿Rechazo? Esperaba en usted un ojo más crítico. ¿No me dijo que era un “fascista floral, à la D’Anunzio”? Se queda, como casi todos, en la piel del nazismo, en su superficie, donde están a la vista sus crímenes y vicios. Pero si decidiera bucear bajo ella, enseguida encontraría un mar de virtudes. La esencia doctrinaria de Hitler, que puede leerse en Mein Kampf…
Me asqueó la mención de ese libro maldito.
-Me opongo tajantemente a cualquier tipo de doctrina y en especial a la predicada por un übermensch.
-Sin embargo, se dice peronista. Recuerde que uno de los libros más emblemáticos del “General” es, precisamente, “Doctrina peronista”. Si me permite una pequeña digresión, voy a responder a su razonamiento de hace unos días cuando, eufóricamente, dijo que mientras Europa, en los cuarenta del siglo pasado, se volvía cada vez más totalitaria y ardía en una conflagración como nunca se había visto antes, en la Argentina florecía una democracia… “griega”, creo que la  adjetivó. ¿Griega? Claramente, Perón construyó su “modelo” importando muchas ideas de esa Europa que se consumía. Ahora, según mi humilde parecer, no es el fascismo la cuna del peronismo, como vienen diciendo politólogos e historiadores antiperonistas durante los últimos setenta años. Perón, menos ingenuo que Mussolini y, alégrese, más valiente, pudo haber ido más allá de la tibia mano del italiano, pero optó por quedarse en eso, horrorizado, quizás, por los modos violentos del nazismo que, le confieso, en su aspecto… diría industrial, a mí también me han desconcertado bastante. Animal político pero con límites, se resistió, imagino que haciendo un sobrehumano esfuerzo, a caer en la tentación del nacionalsocialismo prefiriendo, por su condición de latino consuetudinario, el fascismo melifluo del Duce. Pero no tengo dudas de que su atención y, me animo a decir, admiración, estaban puestas en Hitler. Le faltaron… le faltó la hombría necesaria para llevar adelante un proceso de depuración y ordenamiento que hoy le agradecería el país entero. Insisto: el nazismo, crímenes aparte, es la senda a seguir. Se puede saborear igualmente una fruta aunque se encuentre un poco descompuesta: sólo hace falta mondar la parte insana. Además, con un predecesor ilustre como Rosas, estadísticamente  superado por Hitler pero con amplia ventaja sobre éste en sus brutales procedimientos, Perón pudo mostrarse menos remilgado. La Argentina no es precisamente una carmelita descalza. Como sea, el “General” fue un amigo del nazismo a la distancia. A pesar de su neutralidad, nuestro país no se mantuvo tan al margen. Recuerde la famosa “Comisión de allegados” creada por Perón y puesta en manos de Freude, su amigo filo nazi ¿Oyó hablar de “Rudi” Freude? Fue un empresario que conoció al General en Mendoza, mientras realizaba construcciones militares y Perón era apenas un tierno capitán que ni imaginaba su glorioso destino. En el ’43 o ´44, crea la comisión cuya “oscura tarea”, como apuntó un cagatintas de la época, era traer a la Argentina a los nazis de rango que, perdida la guerra, buscaban salir de Alemania para continuar con la causa. Bormann, Eichmann, Mengele… No todos santos de mi devoción, por cierto. Y dicen que las gestiones de Von Ribbentrop y de la logia Odessa en la Alemania en llamas, y de Freude de este lado del mundo, consiguieron… Pero no, no es tiempo de hablar de ello todavía.
Consultó su reloj y dijo, fingiendo un sobresalto:
-¡Vamos, se nos hace tarde!
Al alejarse hacia la arcada por donde había huido la pequeña sirvienta, reparé en la excéntrica ropa que llevaba: pantalón de montar gris, botas hasta las rodillas y camisa negra abotonada al cuello. En otro hombre, semejante vestimenta hubiera resultado ridícula. En Farto, tal vez por el clima que habían creado sus palabras, me pareció natural, a pesar de su calva brillante, sus ojillos de lagartija y los enormes anteojos de marco rojo y patillas negras.
Lo seguí hasta la cocina, donde nos metimos en un estrecho montacargas oculto en la despensa. La pequeña albina nos estaba esperando con la puerta abierta. Le busqué los ojos con la mirada, pero apenas lo notó bajó la cabeza como un niño pescado en plena travesura.
-¿Estuvo admirando mis tesoros? -me llego la voz de Farto desde una lejanía considerable.
Supuse que se refería a los libros exhibidos en las vitrinas.
-Sí. Leí una página extraña, hasta donde dio mi latín.
-¡Ah!, mi Paracelso ¿sabe a qué se refiere ese libro?
-Me parece que a la creación alquímica de vida.
-Exacto. A la creación química y mágica de vida. Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim, piadosamente para nosotros conocido como Paracelso, fue un alquimista, médico y astrólogo suizo del siglo XVI que apenas vivió cuarenta y ocho años pero dejó un legado imborrable. Se formó en Basilea, Viena y Ferrara, cuyas universidades eran famosas. Descubrió en el azufre y el mercurio unos valiosos aliados para combatir el bocio y la sífilis, que continuaron utilizándose durante trescientos años. Acuñó el término “sinovial” y le salvó la vida a Frobenius. Fue de los primeros en utilizar el láudano como analgésico. Tenía profundos conocimientos de botánica y mineralogía y suficientes sobre el reino animal. Sus curas fueron milagrosas. Erasmo habla con asombro de ellas y le agradece que salvara la vida a Frobenius. Sus libros fundamentales son el “Paragranum” y “Die grosse Wundarzney” (La Gran Cirugía), en el que vuelca sus conocimientos médicos en vulgar alemán. Porque este hombre extraordinario entendió tempranamente, como Dante en Italia, que había que escribir en la lengua del pueblo para que no sólo los ilustrados tuvieran acceso al conocimiento. Usted leyó dos páginas del “Opus Paragranum”, donde opina frondosamente sobre el cuerpo y su funcionamiento. En notas menos públicas, se refirió a la factibilidad de crear vida recurriendo a la Ciencia y a la Mística, combinándolas. Murió estúpidamente, en una reyerta callejera. Pero si todo esto le parece interesante, en la vitrina de al lado hay un pequeño librito que conseguí por una nadería… aquí, en Buenos Aires ¡Qué lámpara de Alí Babá, qué chistera de mago es esta ciudad, Daniel! Se trata del diario de James Kammerer, mayordomo del conde Johann-Ferdinand de Küffstein, que detalla todo lo referido a la creación de diez homunculi hechos por el conde con la colaboración de un rosacruz italiano, el abate Geloni. A partir de ciertas fórmulas cabalísticas, los dos hombres lograron crear vida alquímica que metieron en diez frascos de conserva llenos de agua. Los frascos fueron asegurados con sellos mágicos y metidos en pellejos de buey. Los homunculi se formaron en su interior y, según Kammerer, alcanzaron un palmo de largo. Para que siguieran creciendo, el conde los sepultó en su jardín bajo un montón de estiércol que fermentó durante varios días. Cuando los frascos fueron desenterrados, se encontraron con que los homunculi habían crecido alrededor de medio palmo más. Pero en dos de los diez frascos enterrados, sólo había agua clara. El abate golpeó tres veces sobre los sellos que guardaban las tapas, pronunciando al mismo tiempo algunas palabras hebreas, y entonces el agua se volvió turbia y los pequeños seres se dejaron ver, difusamente primero pero adquiriendo en seguida una fisonomía humana. Y los rostros formados eran horribles y demoníacos. Estos seres fueron alimentados por el conde, cada tres días, con un polvo rojo creado en su laboratorio. Una vez por semana, las botellas eran vaciadas y vueltas a llenar con agua de lluvia. Esta operación requería rapidez y concentración, para que los homunculi no quedaran demasiado tiempo expuestos al aire y murieran. Para alimentar a los dos espíritus invisibles, al abate se le ocurrió echar sangre en los frascos y comprobó con asombro que esa sangre desaparecía sin colorear ni enturbiar el agua…   
Con un carraspeo, interrumpí la wikipédica exposición y observé que habíamos tocado fondo hacía rato y se nos hacía tarde. Farto pidió disculpas por su “cháchara” y salimos a un subsuelo cavernoso y frío. A la izquierda había un guardarropa… ¡atendido por mi pequeña corza! Barrunté que habíamos estado en el elevador el tiempo suficiente para que la chiquilla hubiera podido llegar antes que nosotros al subsuelo. Ante mi sorpresa, Farto dijo sonriendo:
-No es la misma.
Era cierto. Esta era menos aniñada y se desenvolvía con cierta soltura. Sus ojos eran de un azul más profundo y el pelo era decididamente rubio. Pero a pesar de las diferencias, el parecido era notable.
-Guten Abend  -saludó con una voz extraña, desagradablemente nasal.
Farto respondió al saludo con una frase corta que no comprendí. Mi alemán se limitaba, de escuchar a mi amigo hablar por teléfono con conocidos que interrumpían  nuestras charlas a cada rato, a hola y adiós.
Después de un sumiso cabeceo, la joven se volvió y buscó entre las prendas colgadas dos largos abrigos grises que puso prolijamente sobre el mostrador de recepción. Tomó uno y ayudó a Farto a ponérselo. Enseguida, tuvo conmigo la misma gentileza. Respondí flexionando un poco las piernas, para facilitarle el trabajo. Después, agachándose detrás del mostrador, sacó una gorra militar alemana que le dio a Farto y una banda de género rojo, con una esvástica negra impresa en el centro, con la que ciñó el brazo de su patrón. Abrigo, gorra y faja completaban el disfraz, dándole a mi amigo un convincente aire de kommandant. Por mi parte, subí las solapas del sacón, porque realmente el frio apretaba, y recién ahí me di cuenta de que a pesar de la baja temperatura, la chica del guardarropa llevaba el mismo ligero uniforme de su compañera. Le pregunté a Farto por el frío en el subsuelo y por la insuficiente vestimenta de su empleada.  
-Ocho o diez grados, contra los otoñales diecisiete de la superficie según nuestro dudoso servicio meteorológico. Temperatura alemana ideal para esta época del año. Y no se preocupe: Steffi no sufre el frío. Sólo el calor en las lides amorosas, aunque no sé por qué. Pero venga, que quiero mostrarle mi Von Stuck.
Mientras hablábamos, habíamos recorrido un largo pasillo que terminaba en otro perpendicular, con desvíos a ambos lados. Los dos, así como la cavernosa antesala del guardarropa, estaban perfectamente limpios e iluminados a pesar de su decrepitud, de sus paredes y techo de bovedilla de ladrillos muy carcomidos por los años. Doblamos a la izquierda y, después de dejar atrás varios túneles oscuros que se abrían a un lado y a otro del pasillo, nos paramos ante una puerta de madera reforzada con herrajes. Farto la abrió con una llave que tenía consigo y entramos en una oficina donde imperaba el mismo orden y asepsia que había admirado en su piso.
El lugar estaba iluminado de modo que toda la atención del visitante recayera en un gran cuadro colgado en la pared opuesta a la entrada. Representaba a un jinete recio y desnudo que apoyaba en su hombro una espada, lanza o largo cetro embadurnado de sangre, montado en un poderoso caballo que avanzaba por un campo sembrado de cadáveres. En lugar de mirar hacia abajo y evaluar el macabro fruto de su tarea, su atención parecía puesta más allá del listón izquierdo del pesado marco que acotaba su avance. Y era tal la fuerza que irradiaban corcel y jinete, que daba la impresión de que de un momento a otro el listón iba a saltar astillado en mil pedazos y que ambos se derramarían fuera de la pintura y avanzarían por la pared como una sombra chinesca. Sólo la serenidad del jinete parecía conservar el equilibrio de la obra, mantener las cosas en su lugar. Era claro que buscaba fuera del cuadro, en una lontananza no pintada, algo que quería imperiosamente para sí y que no escatimaría estrago alguno para conseguirlo. Y también parecía claro que lo que deseaba alcanzar, para saciar su sed de profanación, era más valioso que las vidas de los guerreros que su montura pisoteaba sin piedad.
-Niños y mujeres… ¿lo ve, no? -susurró Farto, como si estuviera dentro de mi cabeza. –El artista los escamoteó no pintándolos, pero es obvio que están ahí, en una suerte de más allá del espacio enmarcado.
Sí, daba la impresión de que el jinete los hubiera entrevisto en algún repliegue de ese metaespacio pictórico a que se refería mi amigo.
-“No piensen que vine a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada” Palabras de Jesús –citó Farto, solemne. Y agregó:
-Lo prometido es deuda: “La Guerra”, de Franz Von Stuck. Y ahora vamos, porque de verdad se nos hace tarde.
Al volverme, alcancé a ver en la pared de la izquierda, difusamente iluminada, la reproducción de un glaciar majestuoso –me pareció que nuestro Perito Moreno- sobre el que flotaba una esvástica nimbada que se reflejaba en el hielo.
Salimos del escritorio y avanzamos por el pasillo, al final del cual se veía una luz intensa en la que se agitaban varias sombras. Dejamos atrás el corredor perpendicular por el que habíamos llegado y seguimos hacia la luz. Unos metros antes de alcanzarla, le pregunté a Farto por una puerta que había quedado  atrás, a nuestra izquierda. Cerraba un acceso angosto y su paño superior tenía forma de persiana.
Un ruido de motores bien aceitados salía por las ranuras de la persiana.
-La sala de máquinas. Entre otras cosas, ahí están los acondicionadores que generan este fresco tan agradable.
Desembocamos en una habitación en la que había un centenar de hombres vestidos, como Farto, con uniformes militares de la Alemania nazi , con pequeños detalles –bordados, botones, alamares- que daban a los diseños un toque de actualidad. Muy tenues, los acordes de “La Cumparsita” garuaban sobre las cabezas. Varios “jerarcas” se acercaron a saludar a Farto. Con su deferencia habitual, los presentó a todos. Herr Fulano, herr Mengano, herr Zutano…
Me sentía extranjero en esa fiesta de disfraces, pero la afabilidad de los concurrentes que rodeaban a mi amigo me hizo sentir más cómodo. En uno de ellos, un gordo descomunal y bonachón, reconocí a un cliente de mi librería experto en historia bélica, con preferencia en Segunda Guerra: herr Alonzo.
Un  hombretón rubio y colorado, observó:
-Ya está. No falta nadie.
-En un minuto, cuando todo el mundo se sienta cómodo, arrancamos -repuso Farto, mirándome.
Rompiendo el murmullo general, se oyeron unas risotadas por la mitad de la sala.
Los hombres que teníamos delante se fueron apartando como si entre ellos se hubiera desmayado alguien y apareció otra empleada del servicio llevando un carrito colmado de bebidas. Con expresión turbada, buscó refugio en la mirada de Farto.
-Erika, ¿qué pasa, cariño?
Se trataba de una chiquilla, casi idéntica a las que había visto, aunque su cabello ceniciento, cofia blanca y ojos violetas, la hacían parecer mayor.
Detrás de ella, una escena truculenta me puso los pelos de punta.
Un gordote con un ajustado abrigo de paño gris, acosaba a mi pequeña corza. El tipo se había agachado frente a ella y, entre risas, intentaba meterle un pulgar de peso pesado en la boca. La escena, ante la impasibilidad y aún el jolgorio de quienes los rodeaban, me pareció de una obscenidad intolerable. Avancé para detener al energúmeno, pero Farto me contuvo tomándome del brazo con una fuerza impensada en sus manitas de niña. “Yo me ocupo”, me dijo al oído.
-¡Camarada Spolski!- llamó enérgicamente pero con una sonrisa que quería relativizar la gravedad de lo que ocurría.
El polaco, ruso o lo que fuera, rio y siguió obstinado en su propósito.
Entonces, Farto hizo algo asombroso: cacheteó con su palma la calva cosaca del gordo, que reaccionó ante la agresión con un ¡ay! de niño amonestado por su padre.
-Llévenselo –ordenó a dos enormes asistentes que levantaron al gordo por las axilas y lo arrastraron hacia el pasillo por el que habíamos llegado, desoyendo sus airadas protestas.
-No es mal camarada. Pero a veces su ascendencia rusa y el vodka lo pierden un poco.
Por debajo de mi corazón, la cabeza de la pequeña se apretaba contra mi cuerpo como la de una enamorada al borde de una separación definitiva…

-Permítame hablarle un poco de mis pequeñas Gracias. Erika, Steffi y Eva, la chiquilla que conoció en la biblioteca y tuve que apartar de su… estómago, no sin cierto trabajo. Encantadoras las tres, aunque un tanto lelas, lo habrá notado. No sólo física sino emocionalmente. No son, ciertamente, chicas normales. Pero cumplen con sus tareas puntual y eficientemente, en especial con su rôle d’amour.
Lo miré entre hosco e interrogativo.
-Veo que su francés es más limitado que su latín. Curioso. Rôle d’amour, su papel amoroso.
-¿A qué se refiere, Farto? –inquirí con dureza, con un asomo de celos  entreverado en las palabras.
-A que aman como las eslavas de la Zwi Migdal, como vampiras transilvanas.
La escena de las tres novias de Drácula acosando a Keanu Reeves en la película de Coppola, llenó mi cabeza con un humo de opio que cobrara de pronto los perfiles de un nítido holograma. Tuve que reprimir una carcajada naciente al ver a Farto desnudo en el lugar de Reeves. Pero cuando los rasgos de Mónica Bellucci se desdibujaron para dar lugar a los de la pequeña Eva…
-¿Qué está diciendo, Farto? –grité entre dientes, para asombro de mi amigo y de los “SS” cercanos.
-¡Pero caramba! Ofendo su sensibilidad sin proponérmelo. Soy un perfecto desconsiderado. Discúlpeme y permita que vuelva a aquel asunto de Paracelso y sus homunculi  para explicarme. No son meras…
El mismo asistente rubio y colorado de antes, acompañado por un joven bajito y huesudo con un jopo renegrido pegado a la frente, lo interrumpió para volver a decir que estaba todo listo y que convenía empezar cuanto antes para evitar que el reguero de alcohol que atravesaba la sala llenando los vasos, se convirtiera en un imparable río de montaña. Al borde de lo que me pareció una revelación iluminadora, Farto asintió, no sin cierto fastidio.
-Discúlpeme, Daniel. Es importante lo que debo decirle pero tanto o más es que estos buenos muchachos no descarrilen y se arme una menesunda de Padre y Señor nuestro. Ha pasado y no es agradable. Ya hablaremos de larvas paracélsicas, de los sangrientos experimentos del doctor Mengele, ese Hipócrates del Infierno, y del dulce misticismo de Otto Rahn…
Se dirigió al joven preguntándole “¿Estás listo?”, mientras levantaba su cabeza poniendo un dedo afectuoso en su barbilla y lo reconfortaba con una mirada larga y tierna.
-Sí –respondió el chico, decidido.
-Bien. Y ahora, el toque ritual.
Tomó del bolsillo de su abrigo una cajita labrada del tamaño de un pastillero y sacó de ella, con alguna dificultad, una cosa pequeña, negra y pilosa que, en un flash retrospectivo, me hizo pensar en las “gatas peludas” de mi infancia. Humedeció el revés con la lengua y estampó lo que resultó ser un bigote corto y ridículamente rectangular sobre el bozo del muchacho.
Un joven y espectral Adolf Hitler se materializó ante mis ojos.
La expresión suave y bondadosa del imberbe dio lugar a la conocida caricatura de monigote feroz del mayor genocida de todos los tiempos. Un estremecimiento ingobernable me recorrió la espina dorsal.
Sin embargo, al verlo sonreír, me di cuenta de que su actitud cándida y considerada no había cambiado, que seguía siendo el modesto joven de antes a pesar del absurdo adminículo que, evidentemente, había disparado en mí un reflejo defensivo ante la aparición del fantasma de ese loco irrepetible.
Avanzaron los tres hacia el otro extremo de la sala, braceando entre aplausos y saludos. Ya del otro lado, vi subir a Farto acompañado por el muchacho a un pequeño estrado y sacar medio cuerpo por encima de las cabezas. Desde arriba, gritó un lacónico “¡Cortinas!” y a sus espaldas quedó a la vista una especie de púlpito y, más allá, una esvástica gigantesca tatuando la pared del fondo. Al aparecer el emblema, una cerrada ovación explotó sobre las cabezas, seguida de un profundo silencio impuesto por Farto con tres gestos de prestidigitador que convirtieron la ruidosa sala de conferencias en una capilla ardiente.
Mi amigo, escoltado por el joven clon, se ubicó en el púlpito, dio dos golpecitos al micrófono que había en él para verificar que el sonido estuviera en orden, y saludó a la concurrencia.
Después de exhibir una radiante sonrisa, comenzó:
-Queridos correligionarios, connacionales e ilustres invitados de tierras fraternas; integrantes del Partido o de partidos afines a esta idea de Orden y Armonía que hoy predicamos microscópicamente, pero pronto, muy pronto, como mensaje global insoslayable; blancos y negros, eslavos y amarillos (que nos parecen remotos pero discurren por nuestras calles codeándose con nosotros, con gentileza a veces, aunque muchas obviando irrespetuosamente a sus anfitriones); ricos y pobres, morales e, incluso, inmorales (pero siempre con el norte de sus brújulas orientado hacia el bien común, más allá de los medios empleados para conseguirlo); y no quiero olvidarme de ellos, aunque su debilidad por el vodka y las mujeres los desquicien a menudo: me refiero a ese puñado de bolcheviques que comulga con la causa que nos tiene amuchados incómodamente en este subsuelo (pero les prometo que, en breve, los espacios públicos serán nuestro foro) prestándonos manos verdaderamente heroicas… Bien, espero no haber olvidado a nadie… ¿Cómo?... Sí, muy cierto, aunque creí haberlos incluido entre los “connacionales”… ¿Dije correligionarios?... ¡Pero qué celos absurdos, señores!... Naturalmente que están entre los primeros, queridos “Compañeros”, legión en constante crecimiento… ¿Qué? No escucho, por el batifondo… Sí, sí… ¡Pero si los nombré! Bien, también ustedes, gloriosos radicales de boina blanca, incombustibles a pesar de los incendios sufridos… Sí, ya lo sé: se rompen pero no se doblan… Bueno sería que evitaran ambas cosas… ¡Pero terminemos con estas mezquindades farandulescas, con estas…pequeñeces de cartel, señores! ¡Unión, unión y un propósito común! Es todo lo que hace falta para cambiar al mundo. Y en eso estamos, ¿no? Bien, nos reunimos una vez más para escuchar la Palabra de nuestro líder, de este führer renovado que, atravesando los terribles golfos del inframundo, ha vuelto.
Farto paró la catarata de aplausos con un gesto mosaico.
Aproveché la pausa para mirar alrededor y encontré, sin abundancia, algunos negros y chinos entre la muchedumbre. ¿Inmorales, había dicho? Más de una cara torva lo certificaba.
-Pero… escuchemos atentamente a nuestro supremo kommandant, poniendo especial atención, como siempre digo, en las inflexiones de su voz más que en el sentido de lo expresado. Pues aunque la suya sea una letanía antigua, distante, si abrimos nuestros corazones a su cadencia, su mensaje salvador se meterá directamente en nuestros cuerpos, convirtiéndonos de este modo simple e inefable en vivientes testimonios de su prédica. Es lo menos que le debemos a quien, mesías de sí mismo, está aquí a pesar de seguir allá, en su tumba de hielo, suntuosa como una Notre Dame de cristal, en nuestro lejano sur. Seguirán silenciándolo con plomo o veneno, pero nos ocuparemos de que siga volviendo del Infierno, purificado por las llamas, cada vez más sabio, sin los excesos que, a mediados del siglo pasado, hicieran de él un payaso genocida. Todo un “beau Satán”, ya verán. Pero sin más dilaciones: Él. Sieg!
-Heil! Estalló la sala en una única modulación, como la unánime voz de un gigante de leyenda.
Me toqué el bolsillo del saco, por debajo del sobretodo nazi, para asegurarme de que mi celular seguía ahí, y rogué que tuviera batería suficiente para continuar grabando la ristra de erudiciones que Farto tenía para decir, así como las intervenciones e interjecciones de sus amigos.
Después de cuadrarse, Farto se colocó detrás del muchacho devenido monstruo y comenzó la anunciada alocución.
Ya había visto en la web algunos discursos del verdadero Hitler. Directos, nítidos, enfáticos. Los gestos parecían decir más que las palabras: eran discursos para ver. En este caso, las palabras no tenían ningún sentido para mí e imagino que para muchos en la sala, pero la voz… la voz, tal como había predicho Farto, era otra cosa. Suave y musical, no dejaba por ello de ser firme, con inflexiones un tanto impostadas, como si se tratara de una grabación que saliera de su cuerpo esmirriado pasando por un modulador instalado en su garganta. Como en los gestos cargados del viejo führer, en la voz de ese muchacho, convertido en un asesino incomparable por la virtud de enmascaramiento de un ridículo bigote postizo, parecía estar la clave de su poder de imantación. Porque a poco de comenzar a hablar, la concurrencia se quedó de piedra.
Me pareció que ese extraño alemán que pronunciaba con regularidad de máquina, se componía de unos pocos vocablos que repetía cambiando de lugar en su discurso, como un niño que aprende un puñado de palabras reiterándolas hasta el hartazgo y, por distracción o cansancio, pierde el orden preestablecido en la  hoja que estrujan sus manos.
Confirmé esta impresión cuando la alocución se redujo a tres palabras que  comencé a repetirme por prosodia. Luego, los vocablos se unieron en uno solo formando un hipnótico mantra.
-Anordnungundharmonie –sonó una voz sobre mi hombro, con la impostada suavidad con que un enamorado le habla al oído a su amada.
Tan distraído había estado, tan cautivado por la voz del joven führer, que no había notado que Farto ya no estaba en el estrado y se encontraba a mis espaldas.
-Anordnung und Harmonie, Orden y Armonía –dijo, separando exageradamente las palabras. Y después de una pausa, en la que pareció solazarse con las voces que pronunciaban el mantra con una coordinación que parecía ensayada bajo dirección coral, explicó:
-Fue el lema de la S.E., una extravagante logia de origen alemán que a fines del siglo XIX provocó una “epidemia de suicidios” en el oeste de Europa ¿Oyó hablar de la S.E., la Sociedad Esparta? Como su nombre lo indica, pretendía sanear la raza humana “descartando” a sus hijos imperfectos. Recordará que en la Esparta del rey Leónidas, ni más ni menos que el héroe de Las Termópilas, los bebés que nacían con algún tipo de deficiencia eran arrojados desde el monte Taigeto, de modo que a sus pies, a dos mil y pico de metros de su cima, debió formarse con los años la morgue a cielo abierto más grande que registren los Anales de la Muerte. Con el mismo espíritu, la Sociedad Esparta, convencida de que la guerra debilitaba el género de los hombres al llevarse a sus mejores ejemplares y apartar a millares de “despojos” que no servían a sus propósitos, y, lo que es peor, legaban sus defectos a la posteridad, multiplicándolos, al ser las únicas unidades seminales a mano para que las hembras pudieran cumplir con su rol reproductivo, la S.E., decía, tomó la posta espartana y se lanzó a una escalada de asesinatos (¿qué es un suicidio inducido sino un crimen?) que tuvo a la mitad de la vieja Europa con el rabo entre las patas durante dos interminables años. No fue fácil para la justicia desentrañar el asunto y desbaratar a esa banda de genocidas de guante blanco, pues el común denominador de las muertes no resultaba tan claro. La diversidad de defectos que enfermaran o, simplemente, afearan en vida a las víctimas, desde pequeñas cuestiones relacionadas con la estética corporal (la S.E. llegó a “limpiar” a hombres sanos… ¡por su calvicie!) hasta esclerosis verdaderamente monstruosas, hizo muy compleja la investigación. Pero al fin, un hombre de inteligencia superior, un aristócrata ruso exiliado en Inglaterra, resolvió el caso que enseguida desplazó el vértigo informativo y luego el tiempo inexorable confinó en polvorientas hemerotecas. Hasta que nosotros, compulsivos buscadores de papeles amarillos, exhumamos la curiosa historia, nos fascinamos con ella y decidimos retomar la posta de la vieja Esparta, manchada por el verdoso sulfato de los enterramientos, para ver qué podíamos hacer con ella. Por ahora, trabajamos sobre esa idea del perfeccionamiento de la raza (pero no a través del primario descarte de lo inútil propuesto por los espartanos, tanto del siglo V a.C. como del XIX de nuestra era, sino del intento de su mejoramiento antes de la “solución final”). E hicimos nuestro el hermoso lema de la Sociedad: Anordnung und Harmonie.
El relámpago de una macabra intuición atravesó mi cabeza, al ver al chaplinesco führer repitiendo incansablemente su mantra (Anordnungundharmonie… Anordnungundharmonie…), coreado por su ejército de buenos soldados.
El crescendo se hizo ensordecedor.
Asustado, busqué con la mirada a la pequeña Eva. Pero alrededor, todo era un uniforme piélago de paño gris.
-Piense, mi joven D’Anunzio, piense –dijo Farto dando dos pasos en dirección al escenario.
Pero se volvió y, levantando la voz para imponerse al griterío marcial, agregó:  
-¡Ah! Y siga grabando cuanto quiera, confío en usted. Pero sepa que aquí hay más de un político relevante y hasta un juez de la Corte Suprema. El que avisa…
Entonces, como poniendo un violento punto final a la extraña experiencia, la feroz letanía se apagó de golpe para dar paso a un estremecedor:
-Heil Hitler!


Walter Wunderlich

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