Pero en honor a la verdad, no creemos que el autor de estos recuerdos -y de otros que guarda el archivo del blog, hallados en la biblioteca de una conocida estancia bonaerense- haya querido inspirar semejanza alguna entre los hechos que narra y hechos oscuros de la historia global o doméstica. Sólo decidió fijarlos en escritura -sabemos que a instancias de otros- para contar nuestro pasado "en primera persona, con la imparcialidad que ha permitido mi discernimiento" y advertir "sobre ciertos peligros invisibles".
El título, pues, es propio y del todo ajeno a las apariencias, o fue sugerido maliciosamente por su editor con un propósito de impacto, es decir venal.
Pero todo ello no pasa de una especulación ociosa ya que dicho título apareció en una hoja aparte -bien centrado y escrito con esmero, de ahí nuestra presunción de que todos los textos de Godoy relacionados entre sí por personajes y contexto deben subordinarse a él-, en medio de un mamotreto de papeles decrépitos atados con hilo sisal donde ya dijimos, de modo que sólo nuestra intuición de lectores puede atribuirle esa importancia.
Gregorio Godoy, que fuera conocido como "el Goyo" o, afectuosamente, como "Goyito" entre familiares y amigos, acompañó a Juan Dávila, Sereno Mayor de Santa María de los Buenos Aires, y a fray Pedro Álvarez, "cura de armas tomar", durante la última etapa de su "cruzada contra el Mal en la Gran Aldea".
Desde 1853 hasta 1871, integró el Gremio de Serenos, pequeño ejército nocturno que velaba por la seguridad de la gente en la cerrada noche porteña.
A partir de 1899 escribió innumerables narraciones sobre sus extrañas aventuras, al parecer muy populares aunque consideradas como ficciones entretenidas no como vivencias según pregonaba a voz en cuello. Su amigo Lucio V. Mansilla le hizo ver que, insistiendo sobre la veracidad de lo narrado, sólo iba a conseguir la antipatía de sus lectores e incluso que se lo tomase por loco, con la consecuente pérdida de un espacio precioso en el que seguir "advirtiendo, aunque sea de modo figurado, sobre los peligros de la noche".
Mansilla ofrecía como ejemplos sus colaboraciones en los periódicos de la época, las famosas "causeries de los jueves", en las que contaba sus verdades maquilladas con un poco de humor y bastante exageración, "como la jeta de un actor para que se divisen sus rasgos a la distancia", consiguiendo instalar en sus lectores lo que pretendía "bajo una pequeña mascarada discursiva". Criticaba a Godoy su escasa vocación para el humor pero señalaba su fuerte sentido de lo dramático, "máscara mejor para los gustos de la época".
De manera que el Goyo cesó con su insistente cacareo y se concentró en lograr que sus trabajos resultaran más efectistas, cosa que sus lectores agradecieron incrementando sus filas.
Criaturas inverosímiles se movían en sus páginas, embozadas en jirones de noche, mientras sonaban los silbatos de los serenos en el papel y en las calles de Buenos Aires, a veces superponiéndose. Un dulce escalofrío acariciaba la espina dorsal, para convertirse enseguida en verdadero terror. Entonces, el lector apagaba la vela y se arropaba en la cama expuesto a la tortura del oído hasta que un exceso de acuidad lo obligaba a buscar refugio en el sueño donde, lejos de protegerlo, Morfeo hacía su trabajo de fijación.
Seguimos buscando en polvorientas hemerotecas los periódicos que acrediten el aporte folletinesco de Godoy y su propia existencia. Nos llama fuertemente la atención que en Caras y Caretas -habiendo sido Fray Mocho su amigo y el gran artífice de que empuñara la pluma, según consta en correspondencia acreditada o artísticamente falseada-, no haya rastros de sus textos, así como tampoco en el SudAmérica, donde Mansilla publicaba sus causeries. Contamos, en cambio, con muchas fotocopias de crónicas y cartas de su puño y letra y de una larga misiva firmada por Mansilla, halladas en la Biblioteca Nacional bajo una centuria de polvo patrio.
Figuras en el fuego, uno de los textos de ese corpus en parte perdido que damos a conocer a continuación, es una crónica que pinta con cierto detalle aquellos años esotéricos, el deliro senil de Godoy o, como sospechamos, las vicisitudes de una bella impostura. Elija el lector.
Figuras
en el fuego
¿Dónde estás, horrible Giaour? ¿No has devorado todavía a esos niños?
William Beckford
Al amor del fuego, hojeo un libro
hermosamente impreso y encuadernado por manos inglesas, regalo de mi hija
recién llegada de Londres con su familia.
Mirando maravillado sus páginas tan bien
editadas y sus cubiertas forradas en ese tafilete suave y perfumado que llaman
cuero de Rusia, entiendo que manos así de finas no hayan podido someternos en
1807. Y colijo que los pueblos que se encuentran hoy bajo égida británica,
deben su postración menos a sus conquistadores que a su propia debilidad.
En el lomo, grabado en delicados caracteres
dorados, leo el título como si lo acariciara, Shapes in the fire, y debajo, en tipos más pequeños, el nombre de
su autor, un tal M. P. Shiel.
Voy y vuelvo entre sus tapas y sus páginas
con distraída atención. No leo más que alguna frase suelta en la que poso por
capricho la mirada (“Me besó una y otra vez en la frente de modo maternal,
familiar, mientras yo dirigía mis besos ardientes al hormigueante delirio de su
mejilla”; “Durante unas dos horas, vi viejos Erebos parpadeando en cada rincón
ante el renovado destello de mi vela”), porque el cansancio, en perfecta
complicidad con el silencio de la casa, comienza a sedarme. Sin embargo, mi
espíritu contemplativo, siempre en busca de novedades sensoriales, le da un
tiempo más a la vigilia. Y en ese ir y venir deliciosamente azaroso, me topo
con la portada, en símil pergamino, donde constan los datos del libro y un
curioso dibujo de líneas sobrias –simples, sería más justo decir- que
representa a un escocés con su atuendo tradicional y a una mujer desnuda, un
espíritu del fuego o cosa parecida, saliendo de entre las llamas de una especie
de brasero que el escocés parece no ver.
Noche cerrada, fría. En casa, todos duermen.
El sueño, señor de estas horas, me hace
cabecear con su dulce incienso.
Más allá del libro, mis ojos soñadores se
meten entre las llamas del bien alimentado hogar y, entre gritos lejanos y leve
crepitar de leña, recuerdan…
***
“Al amor del fuego”… Recupero la frase
pensada anoche arrellanado frente a las llamas. “Al amor del fuego”… ¿Qué poeta
muerto de hambre y frío habrá acuñado semejante tontería? Acepto que el fuego
pueda darnos sensación de cobijo y hasta algo de placer, pero no es capaz de
amar, doy fe de ello. Su naturaleza lo impele a destruir como al agua la suya a
asfixiar a aquellos incapaces de respirar bajo su piel. Y no contento con ceder
a ese mandato inmemorial sin oponer el más leve intento de resistencia, suele
ensañarse con sus víctimas. Parece que gozara chamuscando, asando, derritiendo.
Sus muchos y desiguales crujidos de madera ardiente son risas a su modo,
festejos por su trabajo bien hecho. Tantos inocentes lamidos por sus lenguas
rojas, tantas vidas “purificadas” por su calor inexorable… Y el hombre,
convencido de ser su creador, de haber arrancado a la nada la chispa que le
diera la vida, cree que tiene dominio sobre él. Juega con su poder sin recordar
que el Diablo vive entre sus llamas.
Sé de sus devastaciones “administradas” por
el hombre, incapaz de sustraerse a su influjo. Es una hipnosis, un alelamiento
inducido por sus colores cambiantes y sus movimientos lascivos. Fascinado, lo
ha convertido en emblema, en signo de poder, en carta de presentación. Baste
pensar en aquel “gesto suntuoso” de Ramnous Venons, bruto incomparable, que
para impresionar a la bella Seramunde de Castel-Rousillon, femme fatale de una época rica en crueldades, mandó levantar una
pira gigantesca alrededor de la cual hizo atar con cadenas treinta caballos
valiosos como armas finas que se consumieron entre espantosos relinchos de
muerte. O en aquel califa desquiciado que rubricó su pacto con Eblis, señor del
submundo musulmán, entregando a los hijos de sus ministros a las llamas de un
río ardiente en el fondo de un abismo que se abrió de pronto, al recitado de un
conjuro, en medio de una pradera florecida. O en los innumerables Moloches,
Vulcanos, Huehuetéotles, adorados a lo largo del tiempo. Basten las prolijas
indicaciones sobre su uso, para aleccionamiento de brujas y poseídos, reunidas
en el Malleus Maleficarum, esa biblia
negra de los inquisidores.
Lo que paso a contar sucedió un tiempo antes
de la creación de las famosas Brigadas del Fuego, esos cuerpos de voluntarios
que conjuraban llamas como apagamos una vela entre dos dedos humedecidos antes
de dormirnos…
***
Hacia 1860 hubo un incendio horrible en el
Orfanato del Convento de Santa Cecilia. Los periódicos de la época se
refirieron al hecho luctuoso en sus primeras páginas, algo poco común ya que
los incendios eran cosa corriente en la Gran Aldea. Pero esa vez la
consternación fue general. El orfanato era muy querido por la gente, tanto
pobre como acaudalada, que hacía donaciones constantes para sostenerlo. Bajo su
techo, una incontable cantidad de niños desamparados por las guerras encontraba
lo necesario para subsistir y aún desarrollarse. Las buenas monjas de Santa
Cecilia, que clausuraran en ellas su don reproductivo para consagrarse a Dios,
no negaban sus impulsos de madre en ese paraíso de pequeñuelos que les cayera
del cielo. Las miserias del exterior jamás transponían las paredes de esa
fortaleza de ternura cuyos ladrillos y argamasa no conseguían amortiguar el
griterío feliz de la chiquillada ni sus voces angelicales cuando cantaban
inspirados por la santa ciega.
¡Y pensar que esos muros vetustos habían
detenido las balas inglesas!
Una noche de invierno fría como la muerte,
todos los silbatos de los serenos de la ciudad armaron un balurdo
escalofriante.
El mismo Juan, a pesar de su oído canino, se
desorientó un poco. Pero después de una breve concentración, consiguió
descifrar el mensaje de la endemoniada telegrafía que trasmitían los pitidos.
-¡Santa Cecilia! –exclamó, mientras partía
como exhalación hacia la zona más poblada de la Aldea.
Corrimos por las calles desiertas como en
esas pesadillas en las que escapamos de algo innominado que siempre está a
nuestras espaldas. No tardamos en percibir en el cielo el resplandor del fuego a muchas cuadras de donde nos hallábamos.
La barahúnda de los serenos hizo que muchas
personas salieran de sus casas, lo que empezó a dificultarnos el avance por las
calles más estrechas. No hubo más remedio que subir a los techos y avanzar por
tejados y cornisas saltando patios y pasajes como gatos en celo. Desde la altura,
vimos el incendio, muy avanzado ya. Nunca he vuelto a tener una impresión
de Apocalipsis tan aguda como aquella, a pesar de haber visto horrores a granel
en mi vida de sereno.
¡Desesperaba pensar que los niños pudieran
estar ardiendo en el centro de ese infierno!
Una multitud cubría la explanada que se
abría frente al templo. Algunos baldes de agua pasaban de mano en mano en un
intento absurdo de mitigar las llamas que llegaban a los tejados. En lugar de
música, el crepitar siniestro del fuego atravesaba las celosías buscando el
cielo nocturno. El griterío era ensordecedor. Muchos hombres, desesperados,
entraban en el edificio pero salían al instante repelidos por las llamas.
Nos miramos, inquiriéndonos mudamente.
Al fin, don Juan tomó una decisión: entrar
por arriba. Me di cuenta al verlo saltar hacia las dependencias laterales del
convento y avanzar por los techos menos afectados.
Sentía el calor a través de las suelas de
mis botas y noté que las viejas tejas comenzaban a rajarse. Mi amigo se detuvo,
se acostó en el techo y golpeó repetidamente con sus tacos hasta hacer un
pequeño boquete por el que salió una lengua de fuego que me hizo trastabillar y
caer hacia atrás.
Entre los dos, agrandamos el agujero
tratando de evitar las llamas que devoraban el maderamen sobre el que se
asentaba el techo.
Desde la calle, imponiéndose al barullo de
la muchedumbre, nos llegó la querida voz de fray Pedro.
-¡Reciban esto! –Y nos arrojó un atado de
ropa que llegó a nosotros después de un par de intentos fallidos.
-Son ponchos bendecidos por Pío Nono.
Incombustibles, hasta donde pude comprobar en mi laboratorio.
Nos arropamos en la tela protectora y
saltamos sin más al interior del edificio.
Fue un acto irracional, estúpido.
El fuego, que lo había devorado todo en la
sala adonde nos había llevado nuestra imprevisión, seguía ardiendo sin que
hubiera más alimento para él que el cielorraso de madera a una altura
considerable. Las cosas, si es que había habido algo antes de desatarse la
tragedia, formaban una nube de cenizas que enturbiaba el aire.
Don Juan se dio cuenta al punto de que algo
no estaba bien.
Asperjó un poco de agua bendita de su
apagavelas. El “rocío de Dios” ardió entre las llamas convirtiéndose en una
miríada de pavesas, mientras un grito de dolor apenas reprimido brotaba del
fuego.
-¿Dolió, Mandinga?
En respuesta, el fuego se replegó un poco,
como si temiera otra salpicadura.
Don Juan notó ese retroceso sutil y, sin
pensarlo dos veces, roció el espacio que nos rodeaba girando sobre sí. Se hizo
un corro que nos permitió destaparnos las cabezas para respirar mejor y ver lo
que sucedía.
Era evidente que las llamas actuaban de modo
inteligente u obedecían a alguna voluntad que las controlaba.
Entre sus lenguas cambiantes, vimos un
cuerpo yerto sobre la alfombra de cenizas. Para avanzar un poco, don Juan hizo
algo ridículo: amagó arrojar más agua de su vara como hace un adulto que juega
con un niño pequeño para asustarlo y provocar su risa. Y por increíble que
parezca, el fuego, sintiendo la amenaza, retrocedió otro poco. Entonces pudimos
ver que el cuerpo carbonizado era el de una monja que, acostada sobre uno de
sus lados, señalaba con un brazo ennegrecido hacia las llamas que se mantenían respetuosamente
apartadas de nosotros.
El sereno siguió amagando y avanzando entre
el fuego que se abría en pasillos lo suficientemente anchos para que pudiéramos
pasar sin quemarnos.
Vi a otra monja carbonizada sentada como una
palliri, señalando a la derecha de la
dirección que llevábamos, y unos metros más allá a otra, ordenando doblar a la
izquierda. Y una más, y otra, y otra, en posiciones grotescas e igualmente
muertas y ennegrecidas, que señalaban en distintos sentidos.
Después de varias vueltas y revueltas, nos
dimos cuenta de que habíamos trazado un laberinto de fuego y de que estábamos
encerrados en él.
Una estentórea carcajada llenó la habitación
agitando las paredes ardientes: claramente, el fuego se reía de nuestra
desorientación.
Me distraje viendo el rostro de una monja en
el que las llamas habían labrado una mueca macabra, dejando al descubierto
parte de una dentadura extremadamente joven. Me angustió su muerte temprana y
me concentré absurdamente en los rasgos quemados buscando desentrañar su edad.
Pero todos mis intentos de estimación fueron vanos. El fuego había deformado a
tal punto la fisonomía que ni siquiera hubiera podido establecer su sexo de no
haber sabido que eran mujeres las que atendían a los niños o por ciertos
detalles del hábito curiosamente respetados por la combustión. Por ejemplo, la
medalla con la efigie de la Santa Patrona de los Músicos y los Ciegos, que la
señalaba como lo que era, brillaba intacta sobre su pecho, como si alguien la
hubiera colgado de su cuello después de ocurrida la desgracia para proteger lo
que quedaba de ella. Asimismo, la toca no había desaparecido del todo, evitando
la vergüenza de un descubrimiento tan humillante como la desnudez. Advertido
por este último detalle, me disponía a mirar hacia otro lado para terminar con
mi brutal indiscreción, cuando creí percibir un cambio en la expresión de esa máscara de carbón. Las cuencas de los
ojos me parecieron repentinamente más grandes y tuve la impresión de que unas cejas
fantasmales se arqueaban sobre ellas acompañando el agrandamiento. La boca, o
el lugar en donde había estado, también presentaba un cambio: los maxilares se
habían separado un poco, entreabriéndose en una mueca de asombro o advertencia.
Me volví, alertado por el gesto sobrenatural, y vi que don Juan ya no estaba a
mi lado. Su silueta lidiaba silenciosamente con un enemigo que no alcanzaba a
discernir entre las llamas, más allá de la pared de fuego que cerraba el
pasillo en el que me encontraba. Avancé hacia él, esperando encontrar a
izquierda o derecha el pasaje que me permitiera rodear el muro de fuego, pero
no existía tal paso. Entonces, sin saber qué hacer, me envolví en el poncho de
Pedro y me arrojé a través de las llamas hacia donde el sereno seguía
bailoteando su coreografía marcial. El ímpetu del salto hizo que me llevara por
delante a mi amigo justo cuando una llama curva como una cimitarra se disponía
a carbonizarlo. (No mucho después, recordando el hecho, tuve que soportar una
reprimenda por haber “desbaratado con esa torpeza un contraataque que hubiera
postrado al demonio.”) El demonio que, justamente, nos tenía a su merced,
desparramados como estábamos entre las cenizas. Pero en el momento en que se
disponía a arrasarnos con su espada, que se había alargado trocando su forma
por la de un látigo ígneo, otra figura se asomó entre las llamas, la de una
mujer asimismo de fuego vestida con lo que parecía una cota hecha con una
miríada de rubíes ardientes y que esgrimía una llama que por momentos parecía
un mandoble. Entonces, una voz cavernosa hasta lo indecible ordenó
perentoriamente al demonio que se detuviera, ignoro si por respeto o miedo a la
mujer de la cota que permanecía firme entre la criatura y nosotros dispuesta,
al parecer, a defendernos. Muchas veces sueño con ese episodio y la orden sigue
sonando monosilábica y feroz (¡Azg!, ¡Ash! o parecido) en las cavernas de
Morfeo. Salía de las llamas, incluso de las que estaba hecho el demonio que se
perfilaba y desaparecía en el fuego que lo rodeaba. Nos envolvía como la voz
ubicua de un dios y su gravedad y poder coincidían con los de la carcajada.
Acatando la orden, el espíritu del fuego se
deshizo en llamas aisladas que se confundieron con las que se agitaban a sus
espaldas. Un momento después, también la mujer volvía al fuego del que había
salido. “Gracias Juanita mía, santa doncellita de Orléans, gracias otra vez”,
oí murmurar a don Juan, aclarando en parte el misterio pagano que se había
desplegado frente a nuestros ojos con otro misterio, cristiano.
Ante nosotros se abrió un pasillo que
conducía a la puerta –al vano de la puerta que había ardido hasta desaparecer-
que comunicaba con el ambiente contiguo, la Sala de Música como nos enteramos
después. Sentada a un lado del vano, otra monja carbonizada se cubría la cara
con las manos. Desde la otra habitación, nos llegó una música arrebatadora, un
coro de niños cuyas voces me hicieron pensar infantilmente en esos ángeles de
las estampas que juguetean entre nubes algodonosas.
Don Juan avanzó con decisión y yo lo seguí
cansado y temeroso, venciendo a fuerza de voluntad la parálisis que me tenía
clavado al piso. Una fea intuición demoraba y entorpecía mis movimientos, me
conminaba a volver sobre mis pasos. Pero ¡ay!, no lo hice.
-¡No, buen Dios, no! -me llegó el lamento
del sereno como desde otro mundo. Pero para hacer honor a la verdad, sólo
después de observar detenidamente el cadáver de la monja sentada al pie de la
puerta y de intentar adivinar sus rasgos y edad tras las negras falanges que
cubrían su rostro –como si toda ella, aún muerta, fuera un imán de piedad que
me rogara no dar el paso fatal-, pude mirar hacia la Sala de Música.
Más allá de la figura de don Juan,
petrificado por la escena que se desarrollaba frente a su impotencia, vi una
figura de luz en la que reconocí al punto a Santa Cecilia, rodeada de niños
que, en sus camisas de noche, cantaban un motete que me arrancó lágrimas de
pena y felicidad a la vez. La santa ciega cantaba con ellos y acariciaba sus
cabezas con dulzura de madre. Las llamas los rodeaban con la clara intención de
devorarlos pero los pequeños no parecían percibir nada de lo que sucedía
alrededor. Sólo tenían ojos para la santa que, con gestos suaves, les
transmitía su amor sobrenatural.
Como dando testimonio de la acción
destructora del fuego, un piano y un arpa de pie ardían a pocos pasos de ellos.
De pronto, desde el fondo del tocado
luminoso de la santa, dos diamantes fulgurantes –más aún que la luz de la que
parecía estar hecha- me miraron a la distancia como aclarándome que todo estaba
bien, que no había razón para desesperarse ni entristecerse. Entonces fui presa
de un piadoso desvanecimiento y la última imagen que me llevé a la
inconsciencia fue la de la santa levitando, seguida hacia arriba, arriba,
arriba, a través del espacio abierto en el techo por el fuego, por los
chiquillos en sus blancos camisones que ascendían formando una espiral
bellísima y seguían cantando con voces sobrehumanas una letanía que trasuntaba
amor en cada una de sus notas. Y el conjunto reverberaba como el altar
encendido de una catedral...
***
Desperté en el duro piso del atrio, bajo una
lluvia copiosa pero agradable. No había conjurado por completo las llamas pero
el incendio había mermado visiblemente. Sentía una sed sahariana.
-¡Palestrina, Juano! ¡Giovanni Pierluigi da
Palestrina, el compositor más importante del Renacimiento! Se escuchaba aquí
afuera con toda claridad, a pesar de la espantosa polifonía de ruidos y de
gritos. No podíamos determinar de dónde venía su música celestial, nos parecía
que de la negrura de arriba, que se abrió de pronto para dar paso a este día
esplendoroso en plena noche. Deben ser las dos de la mañana y parece mediodía
¡Qué luz maravillosa! Como si ahí, en la altura, se hubiera desparramado una
aurora boreal, estallado un arcoíris. Palestrina, sí. Inspirado por la Santa
del Órgano y del Laúd, no tengo dudas. El Kyrie,
el glorioso primer movimiento de la Misa
del Papa Marcelo. Pero pudo ser el Sanctus,
se parecen. Mi oído no es experto pero no hay que ser melómano para recordar un
oratorio como ese después de escucharlo un par de veces.
Asombrado y al parecer feliz por lo que
pasaba, Pedro gritaba dando rienda a su lengua. El tenor fantástico de los
hechos hacía que el erudito y el poeta acallaran al científico y hombre de
razón que solían predominar en él. Juan, en cambio, estaba mudo y seguramente
alelado aún por los tristes hechos que había presenciado.
Me incorporé y vi al sacerdote y al sereno
mirando hacia arriba, extasiado uno, rígido como una estatua el otro.
Un cielo de Tiépolo llenaba la noche,
turquesa, con nubarrones a la deriva como grandes barcos y unos fuegos de San
Telmo parpadeando a lo lejos. La luz atravesaba las nubes cargadas de agua y
llegaba a nosotros en haces dorados. El conjunto tenía una altísima calidad
pictórica; decididamente, no se trataba de un fenómeno natural.
Fray Pedro, entusiasmado por el espectáculo
que sin dudas atribuía al accionar divino, se desbordó:
-¡Y maná cayendo del cielo a raudales!
Reía como un poseso.
Al verlo trasegar la lluvia que se había
vuelto más intensa, volví a sentir la sed abrasadora que me había asaltado al
despertar y que aún, distraído por la cháchara de Pedro, no había satisfecho.
Abrí la boca como un dragón sus fauces
ardientes.
El agua tenía una dulzura de almíbar.
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