viernes, 8 de noviembre de 2019

El Terror





En aquella Buenos Aires finisecular, la expresión "El Terror" remitiría a los hechos sangrientos de la Revolución Francesa como para el lector actual tiene, sin dudas, siniestras resonancias setentistas. Es un modo de actuar del lenguaje: agitando la memoria. En especial cuando se lo manipula sin escrúpulos.
Pero en honor a la verdad, no creemos que el autor de estos recuerdos -y de otros que guarda el archivo del blog, hallados en la biblioteca de una conocida estancia bonaerense- haya querido inspirar semejanza alguna entre los hechos que narra y hechos oscuros de la historia global o doméstica. Sólo decidió fijarlos en escritura -sabemos que a instancias de otros- para contar nuestro pasado "en primera persona, con la imparcialidad que ha permitido mi discernimiento" y advertir "sobre ciertos peligros invisibles".
El título, pues, es propio y del todo ajeno a las apariencias, o fue sugerido maliciosamente por su editor con un propósito de impacto, es decir venal.
Pero todo ello no pasa de una especulación ociosa ya que dicho título apareció en una hoja aparte -bien centrado y escrito con esmero, de ahí nuestra presunción de que todos los textos de Godoy relacionados entre sí por personajes y contexto deben subordinarse a él-, en medio de un mamotreto de papeles decrépitos atados con hilo sisal donde ya dijimos, de modo que sólo nuestra intuición de lectores puede atribuirle esa importancia.

Gregorio Godoy, que fuera conocido como "el Goyo" o, afectuosamente, como "Goyito"  entre familiares y amigos, acompañó a Juan Dávila, Sereno Mayor de Santa María de los Buenos Aires, y a fray Pedro Álvarez, "cura de armas tomar", durante la última etapa de su "cruzada contra el Mal en la Gran Aldea". 
Desde 1853 hasta 1871, integró el Gremio de Serenos, pequeño ejército nocturno que velaba por la seguridad de la gente en la cerrada noche porteña.
A partir de 1899 escribió innumerables narraciones sobre sus extrañas aventuras, al parecer muy populares aunque consideradas como ficciones entretenidas no como vivencias según pregonaba a voz en cuello. Su amigo Lucio V. Mansilla le hizo ver que, insistiendo sobre la veracidad de lo narrado, sólo iba a conseguir la antipatía de sus lectores e incluso que se lo tomase por loco, con la consecuente pérdida de un espacio precioso en el que seguir "advirtiendo, aunque sea de modo figurado, sobre los peligros de la noche".
Mansilla ofrecía como ejemplos sus colaboraciones en los periódicos de la época, las famosas "causeries de los jueves", en las que contaba sus verdades maquilladas con un poco de humor y bastante exageración, "como la jeta de un actor para que se divisen sus rasgos a la distancia", consiguiendo instalar en sus lectores lo que pretendía "bajo una pequeña mascarada discursiva".  Criticaba a Godoy su escasa vocación para el humor pero señalaba su fuerte sentido de lo dramático, "máscara mejor para los gustos de la época".
De manera que el Goyo cesó con su insistente cacareo y se concentró en lograr  que sus trabajos resultaran más efectistas, cosa que sus lectores agradecieron incrementando sus filas.
Criaturas inverosímiles se movían en sus páginas, embozadas en jirones de noche, mientras sonaban los silbatos de los serenos en el papel y en las calles de Buenos Aires, a veces superponiéndose. Un dulce escalofrío acariciaba la espina dorsal, para convertirse enseguida en verdadero terror. Entonces, el lector apagaba la vela y se arropaba en la cama expuesto a la tortura del oído hasta que un exceso de acuidad lo obligaba a buscar refugio en el sueño donde, lejos de protegerlo, Morfeo hacía su trabajo de fijación.
Seguimos buscando en polvorientas hemerotecas los periódicos que acrediten el aporte folletinesco de Godoy y su propia existencia. Nos llama fuertemente la atención que en Caras y Caretas -habiendo sido Fray Mocho su amigo y el gran artífice de que empuñara la pluma, según consta en correspondencia acreditada o artísticamente falseada-, no haya rastros de sus textos, así como tampoco en el SudAmérica, donde Mansilla publicaba sus causeries. Contamos, en cambio, con muchas fotocopias de crónicas y cartas de su puño y letra y de una larga misiva firmada por Mansilla, halladas en la Biblioteca Nacional bajo una centuria de polvo patrio.

Figuras en el  fuego, uno de los textos de ese corpus en parte perdido que damos a conocer a continuación, es una crónica que pinta con cierto detalle aquellos años esotéricos, el deliro senil de Godoy o, como sospechamos, las vicisitudes de una bella impostura. Elija el lector.






 Figuras en el fuego



¿Dónde estás, horrible Giaour? ¿No has devorado todavía a esos niños? 
William Beckford


Al amor del fuego, hojeo un libro hermosamente impreso y encuadernado por manos inglesas, regalo de mi hija recién llegada de Londres con su familia.
Mirando maravillado sus páginas tan bien editadas y sus cubiertas forradas en ese tafilete suave y perfumado que llaman cuero de Rusia, entiendo que manos así de finas no hayan podido someternos en 1807. Y colijo que los pueblos que se encuentran hoy bajo égida británica, deben su postración menos a sus conquistadores que a su propia debilidad.
En el lomo, grabado en delicados caracteres dorados, leo el título como si lo acariciara, Shapes in the fire, y debajo, en tipos más pequeños, el nombre de su autor, un tal M. P. Shiel.
Voy y vuelvo entre sus tapas y sus páginas con distraída atención. No leo más que alguna frase suelta en la que poso por capricho la mirada (“Me besó una y otra vez en la frente de modo maternal, familiar, mientras yo dirigía mis besos ardientes al hormigueante delirio de su mejilla”; “Durante unas dos horas, vi viejos Erebos parpadeando en cada rincón ante el renovado destello de mi vela”), porque el cansancio, en perfecta complicidad con el silencio de la casa, comienza a sedarme. Sin embargo, mi espíritu contemplativo, siempre en busca de novedades sensoriales, le da un tiempo más a la vigilia. Y en ese ir y venir deliciosamente azaroso, me topo con la portada, en símil pergamino, donde constan los datos del libro y un curioso dibujo de líneas sobrias –simples, sería más justo decir- que representa a un escocés con su atuendo tradicional y a una mujer desnuda, un espíritu del fuego o cosa parecida, saliendo de entre las llamas de una especie de brasero que el escocés parece no ver.

Noche cerrada, fría. En casa, todos duermen.
El sueño, señor de estas horas, me hace cabecear con su dulce incienso.
Más allá del libro, mis ojos soñadores se meten entre las llamas del bien alimentado hogar y, entre gritos lejanos y leve crepitar de leña, recuerdan…

***

“Al amor del fuego”… Recupero la frase pensada anoche arrellanado frente a las llamas. “Al amor del fuego”… ¿Qué poeta muerto de hambre y frío habrá acuñado semejante tontería? Acepto que el fuego pueda darnos sensación de cobijo y hasta algo de placer, pero no es capaz de amar, doy fe de ello. Su naturaleza lo impele a destruir como al agua la suya a asfixiar a aquellos incapaces de respirar bajo su piel. Y no contento con ceder a ese mandato inmemorial sin oponer el más leve intento de resistencia, suele ensañarse con sus víctimas. Parece que gozara chamuscando, asando, derritiendo. Sus muchos y desiguales crujidos de madera ardiente son risas a su modo, festejos por su trabajo bien hecho. Tantos inocentes lamidos por sus lenguas rojas, tantas vidas “purificadas” por su calor inexorable… Y el hombre, convencido de ser su creador, de haber arrancado a la nada la chispa que le diera la vida, cree que tiene dominio sobre él. Juega con su poder sin recordar que el Diablo vive entre sus llamas.
Sé de sus devastaciones “administradas” por el hombre, incapaz de sustraerse a su influjo. Es una hipnosis, un alelamiento inducido por sus colores cambiantes y sus movimientos lascivos. Fascinado, lo ha convertido en emblema, en signo de poder, en carta de presentación. Baste pensar en aquel “gesto suntuoso” de Ramnous Venons, bruto incomparable, que para impresionar a la bella Seramunde de Castel-Rousillon, femme fatale de una época rica en crueldades, mandó levantar una pira gigantesca alrededor de la cual hizo atar con cadenas treinta caballos valiosos como armas finas que se consumieron entre espantosos relinchos de muerte. O en aquel califa desquiciado que rubricó su pacto con Eblis, señor del submundo musulmán, entregando a los hijos de sus ministros a las llamas de un río ardiente en el fondo de un abismo que se abrió de pronto, al recitado de un conjuro, en medio de una pradera florecida. O en los innumerables Moloches, Vulcanos, Huehuetéotles, adorados a lo largo del tiempo. Basten las prolijas indicaciones sobre su uso, para aleccionamiento de brujas y poseídos, reunidas en el Malleus Maleficarum, esa biblia negra de los inquisidores.

Lo que paso a contar sucedió un tiempo antes de la creación de las famosas Brigadas del Fuego, esos cuerpos de voluntarios que conjuraban llamas como apagamos una vela entre dos dedos humedecidos antes de dormirnos…

***

Hacia 1860 hubo un incendio horrible en el Orfanato del Convento de Santa Cecilia. Los periódicos de la época se refirieron al hecho luctuoso en sus primeras páginas, algo poco común ya que los incendios eran cosa corriente en la Gran Aldea. Pero esa vez la consternación fue general. El orfanato era muy querido por la gente, tanto pobre como acaudalada, que hacía donaciones constantes para sostenerlo. Bajo su techo, una incontable cantidad de niños desamparados por las guerras encontraba lo necesario para subsistir y aún desarrollarse. Las buenas monjas de Santa Cecilia, que clausuraran en ellas su don reproductivo para consagrarse a Dios, no negaban sus impulsos de madre en ese paraíso de pequeñuelos que les cayera del cielo. Las miserias del exterior jamás transponían las paredes de esa fortaleza de ternura cuyos ladrillos y argamasa no conseguían amortiguar el griterío feliz de la chiquillada ni sus voces angelicales cuando cantaban inspirados por la santa ciega.
¡Y pensar que esos muros vetustos habían detenido las balas inglesas!

Una noche de invierno fría como la muerte, todos los silbatos de los serenos de la ciudad armaron un balurdo escalofriante.
El mismo Juan, a pesar de su oído canino, se desorientó un poco. Pero después de una breve concentración, consiguió descifrar el mensaje de la endemoniada telegrafía que trasmitían los pitidos.
-¡Santa Cecilia! –exclamó, mientras partía como exhalación hacia la zona más poblada de la Aldea.
Corrimos por las calles desiertas como en esas pesadillas en las que escapamos de algo innominado que siempre está a nuestras espaldas. No tardamos en percibir en el cielo el resplandor del fuego a muchas cuadras de donde nos hallábamos.
La barahúnda de los serenos hizo que muchas personas salieran de sus casas, lo que empezó a dificultarnos el avance por las calles más estrechas. No hubo más remedio que subir a los techos y avanzar por tejados y cornisas saltando patios y pasajes como gatos en celo. Desde la altura, vimos el incendio, muy avanzado ya. Nunca he vuelto a tener una impresión de Apocalipsis tan aguda como aquella, a pesar de haber visto horrores a granel en mi vida de sereno.
¡Desesperaba pensar que los niños pudieran estar ardiendo en el centro de ese infierno!
Una multitud cubría la explanada que se abría frente al templo. Algunos baldes de agua pasaban de mano en mano en un intento absurdo de mitigar las llamas que llegaban a los tejados. En lugar de música, el crepitar siniestro del fuego atravesaba las celosías buscando el cielo nocturno. El griterío era ensordecedor. Muchos hombres, desesperados, entraban en el edificio pero salían al instante repelidos por las llamas.
Nos miramos, inquiriéndonos mudamente.
Al fin, don Juan tomó una decisión: entrar por arriba. Me di cuenta al verlo saltar hacia las dependencias laterales del convento y avanzar por los techos menos afectados.
Sentía el calor a través de las suelas de mis botas y noté que las viejas tejas comenzaban a rajarse. Mi amigo se detuvo, se acostó en el techo y golpeó repetidamente con sus tacos hasta hacer un pequeño boquete por el que salió una lengua de fuego que me hizo trastabillar y caer hacia atrás.
Entre los dos, agrandamos el agujero tratando de evitar las llamas que devoraban el maderamen sobre el que se asentaba el techo.
Desde la calle, imponiéndose al barullo de la muchedumbre, nos llegó la querida voz de fray Pedro.
-¡Reciban esto! –Y nos arrojó un atado de ropa que llegó a nosotros después de un par de intentos fallidos.
-Son ponchos bendecidos por Pío Nono. Incombustibles, hasta donde pude comprobar en mi laboratorio.
Nos arropamos en la tela protectora y saltamos sin más al interior del edificio.
Fue un acto irracional, estúpido.
El fuego, que lo había devorado todo en la sala adonde nos había llevado nuestra imprevisión, seguía ardiendo sin que hubiera más alimento para él que el cielorraso de madera a una altura considerable. Las cosas, si es que había habido algo antes de desatarse la tragedia, formaban una nube de cenizas que enturbiaba el aire.
Don Juan se dio cuenta al punto de que algo no estaba bien.
Asperjó un poco de agua bendita de su apagavelas. El “rocío de Dios” ardió entre las llamas convirtiéndose en una miríada de pavesas, mientras un grito de dolor apenas reprimido brotaba del fuego.
-¿Dolió, Mandinga?
En respuesta, el fuego se replegó un poco, como si temiera otra salpicadura.
Don Juan notó ese retroceso sutil y, sin pensarlo dos veces, roció el espacio que nos rodeaba girando sobre sí. Se hizo un corro que nos permitió destaparnos las cabezas para respirar mejor y ver lo que sucedía.
Era evidente que las llamas actuaban de modo inteligente u obedecían a alguna voluntad que las controlaba.
Entre sus lenguas cambiantes, vimos un cuerpo yerto sobre la alfombra de cenizas. Para avanzar un poco, don Juan hizo algo ridículo: amagó arrojar más agua de su vara como hace un adulto que juega con un niño pequeño para asustarlo y provocar su risa. Y por increíble que parezca, el fuego, sintiendo la amenaza, retrocedió otro poco. Entonces pudimos ver que el cuerpo carbonizado era el de una monja que, acostada sobre uno de sus lados, señalaba con un brazo ennegrecido hacia las llamas que se mantenían respetuosamente apartadas de nosotros.
El sereno siguió amagando y avanzando entre el fuego que se abría en pasillos lo suficientemente anchos para que pudiéramos pasar sin quemarnos.
Vi a otra monja carbonizada sentada como una palliri, señalando a la derecha de la dirección que llevábamos, y unos metros más allá a otra, ordenando doblar a la izquierda. Y una más, y otra, y otra, en posiciones grotescas e igualmente muertas y ennegrecidas, que señalaban en distintos sentidos.
Después de varias vueltas y revueltas, nos dimos cuenta de que habíamos trazado un laberinto de fuego y de que estábamos encerrados en él.
Una estentórea carcajada llenó la habitación agitando las paredes ardientes: claramente, el fuego se reía de nuestra desorientación.
Me distraje viendo el rostro de una monja en el que las llamas habían labrado una mueca macabra, dejando al descubierto parte de una dentadura extremadamente joven. Me angustió su muerte temprana y me concentré absurdamente en los rasgos quemados buscando desentrañar su edad. Pero todos mis intentos de estimación fueron vanos. El fuego había deformado a tal punto la fisonomía que ni siquiera hubiera podido establecer su sexo de no haber sabido que eran mujeres las que atendían a los niños o por ciertos detalles del hábito curiosamente respetados por la combustión. Por ejemplo, la medalla con la efigie de la Santa Patrona de los Músicos y los Ciegos, que la señalaba como lo que era, brillaba intacta sobre su pecho, como si alguien la hubiera colgado de su cuello después de ocurrida la desgracia para proteger lo que quedaba de ella. Asimismo, la toca no había desaparecido del todo, evitando la vergüenza de un descubrimiento tan humillante como la desnudez. Advertido por este último detalle, me disponía a mirar hacia otro lado para terminar con mi brutal indiscreción, cuando creí percibir un cambio en la expresión de  esa máscara de carbón. Las cuencas de los ojos me parecieron repentinamente más grandes y tuve la impresión de que unas cejas fantasmales se arqueaban sobre ellas acompañando el agrandamiento. La boca, o el lugar en donde había estado, también presentaba un cambio: los maxilares se habían separado un poco, entreabriéndose en una mueca de asombro o advertencia. Me volví, alertado por el gesto sobrenatural, y vi que don Juan ya no estaba a mi lado. Su silueta lidiaba silenciosamente con un enemigo que no alcanzaba a discernir entre las llamas, más allá de la pared de fuego que cerraba el pasillo en el que me encontraba. Avancé hacia él, esperando encontrar a izquierda o derecha el pasaje que me permitiera rodear el muro de fuego, pero no existía tal paso. Entonces, sin saber qué hacer, me envolví en el poncho de Pedro y me arrojé a través de las llamas hacia donde el sereno seguía bailoteando su coreografía marcial. El ímpetu del salto hizo que me llevara por delante a mi amigo justo cuando una llama curva como una cimitarra se disponía a carbonizarlo. (No mucho después, recordando el hecho, tuve que soportar una reprimenda por haber “desbaratado con esa torpeza un contraataque que hubiera postrado al demonio.”) El demonio que, justamente, nos tenía a su merced, desparramados como estábamos entre las cenizas. Pero en el momento en que se disponía a arrasarnos con su espada, que se había alargado trocando su forma por la de un látigo ígneo, otra figura se asomó entre las llamas, la de una mujer asimismo de fuego vestida con lo que parecía una cota hecha con una miríada de rubíes ardientes y que esgrimía una llama que por momentos parecía un mandoble. Entonces, una voz cavernosa hasta lo indecible ordenó perentoriamente al demonio que se detuviera, ignoro si por respeto o miedo a la mujer de la cota que permanecía firme entre la criatura y nosotros dispuesta, al parecer, a defendernos. Muchas veces sueño con ese episodio y la orden sigue sonando monosilábica y feroz (¡Azg!, ¡Ash! o parecido) en las cavernas de Morfeo. Salía de las llamas, incluso de las que estaba hecho el demonio que se perfilaba y desaparecía en el fuego que lo rodeaba. Nos envolvía como la voz ubicua de un dios y su gravedad y poder coincidían con los de la carcajada.
Acatando la orden, el espíritu del fuego se deshizo en llamas aisladas que se confundieron con las que se agitaban a sus espaldas. Un momento después, también la mujer volvía al fuego del que había salido. “Gracias Juanita mía, santa doncellita de Orléans, gracias otra vez”, oí murmurar a don Juan, aclarando en parte el misterio pagano que se había desplegado frente a nuestros ojos con otro misterio, cristiano.
Ante nosotros se abrió un pasillo que conducía a la puerta –al vano de la puerta que había ardido hasta desaparecer- que comunicaba con el ambiente contiguo, la Sala de Música como nos enteramos después. Sentada a un lado del vano, otra monja carbonizada se cubría la cara con las manos. Desde la otra habitación, nos llegó una música arrebatadora, un coro de niños cuyas voces me hicieron pensar infantilmente en esos ángeles de las estampas que juguetean entre nubes algodonosas.
Don Juan avanzó con decisión y yo lo seguí cansado y temeroso, venciendo a fuerza de voluntad la parálisis que me tenía clavado al piso. Una fea intuición demoraba y entorpecía mis movimientos, me conminaba a volver sobre mis pasos. Pero ¡ay!, no lo hice.
-¡No, buen Dios, no! -me llegó el lamento del sereno como desde otro mundo. Pero para hacer honor a la verdad, sólo después de observar detenidamente el cadáver de la monja sentada al pie de la puerta y de intentar adivinar sus rasgos y edad tras las negras falanges que cubrían su rostro –como si toda ella, aún muerta, fuera un imán de piedad que me rogara no dar el paso fatal-, pude mirar hacia la Sala de Música.
Más allá de la figura de don Juan, petrificado por la escena que se desarrollaba frente a su impotencia, vi una figura de luz en la que reconocí al punto a Santa Cecilia, rodeada de niños que, en sus camisas de noche, cantaban un motete que me arrancó lágrimas de pena y felicidad a la vez. La santa ciega cantaba con ellos y acariciaba sus cabezas con dulzura de madre. Las llamas los rodeaban con la clara intención de devorarlos pero los pequeños no parecían percibir nada de lo que sucedía alrededor. Sólo tenían ojos para la santa que, con gestos suaves, les transmitía su amor sobrenatural.
Como dando testimonio de la acción destructora del fuego, un piano y un arpa de pie ardían a pocos pasos de ellos.
De pronto, desde el fondo del tocado luminoso de la santa, dos diamantes fulgurantes –más aún que la luz de la que parecía estar hecha- me miraron a la distancia como aclarándome que todo estaba bien, que no había razón para desesperarse ni entristecerse. Entonces fui presa de un piadoso desvanecimiento y la última imagen que me llevé a la inconsciencia fue la de la santa levitando, seguida hacia arriba, arriba, arriba, a través del espacio abierto en el techo por el fuego, por los chiquillos en sus blancos camisones que ascendían formando una espiral bellísima y seguían cantando con voces sobrehumanas una letanía que trasuntaba amor en cada una de sus notas. Y el conjunto reverberaba como el altar encendido de una catedral...

***

Desperté en el duro piso del atrio, bajo una lluvia copiosa pero agradable. No había conjurado por completo las llamas pero el incendio había mermado visiblemente. Sentía una sed sahariana.
-¡Palestrina, Juano! ¡Giovanni Pierluigi da Palestrina, el compositor más importante del Renacimiento! Se escuchaba aquí afuera con toda claridad, a pesar de la espantosa polifonía de ruidos y de gritos. No podíamos determinar de dónde venía su música celestial, nos parecía que de la negrura de arriba, que se abrió de pronto para dar paso a este día esplendoroso en plena noche. Deben ser las dos de la mañana y parece mediodía ¡Qué luz maravillosa! Como si ahí, en la altura, se hubiera desparramado una aurora boreal, estallado un arcoíris. Palestrina, sí. Inspirado por la Santa del Órgano y del Laúd, no tengo dudas. El Kyrie, el glorioso primer movimiento de la Misa del Papa Marcelo. Pero pudo ser el Sanctus, se parecen. Mi oído no es experto pero no hay que ser melómano para recordar un oratorio como ese después de escucharlo un par de veces.
Asombrado y al parecer feliz por lo que pasaba, Pedro gritaba dando rienda a su lengua. El tenor fantástico de los hechos hacía que el erudito y el poeta acallaran al científico y hombre de razón que solían predominar en él. Juan, en cambio, estaba mudo y seguramente alelado aún por los tristes hechos que había presenciado.
Me incorporé y vi al sacerdote y al sereno mirando hacia arriba, extasiado uno, rígido como una estatua el otro.
Un cielo de Tiépolo llenaba la noche, turquesa, con nubarrones a la deriva como grandes barcos y unos fuegos de San Telmo parpadeando a lo lejos. La luz atravesaba las nubes cargadas de agua y llegaba a nosotros en haces dorados. El conjunto tenía una altísima calidad pictórica; decididamente, no se trataba de un fenómeno natural.
Fray Pedro, entusiasmado por el espectáculo que sin dudas atribuía al accionar divino, se desbordó:
-¡Y maná cayendo del cielo a raudales!
Reía como un poseso.
Al verlo trasegar la lluvia que se había vuelto más intensa, volví a sentir la sed abrasadora que me había asaltado al despertar y que aún, distraído por la cháchara de Pedro, no había satisfecho.
Abrí la boca como un dragón sus fauces ardientes.
El agua tenía una dulzura de almíbar. 





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