lunes, 14 de octubre de 2019

Nictálope



Nos casamos enseguida, después de un noviazgo cortísimo en el que todo fue completamente rosa. En una de las muchas treguas de la noche de bodas, me miró con esos ojotes que tiene y, lleno de amor, me dijo que el día en que nos conocimos me abordó porque lo había fascinado mi forma de comer.
Lorena Parisi, Un mal comienzo 


Cerró la puerta con el pie y dejó sobre la mesa del recibidor las llaves, el libro con el cuento de Stockton y la corbata hecha un bollo que tenía en el bolsillo del saco. En esa invariable mecánica diaria, dos de sus movimientos lo enojaban: el cierre, porque su zapato marcaba la puerta que después tenía que limpiar, y arrojar sin cuidado el manojo de llaves sobre la mesita laqueada, agregando una muesca cada vez a las ya incontables sufridas por la madera. “Debería empujar la puerta con el codo y poner las llaves sobre el libro” pensó, como todas las tardes. Pero temía que las marcas se trasladaran a la tapa de su lectura de turno y no sentía ninguna predisposición a aprender a medir la fuerza del codo -o del culo- para que la puerta cerrara razonablemente, sin ruidos molestos para los vecinos del piso. Había probado unas pocas veces sin ninguna suerte: o el estrépito era ensordecedor o la puerta se quedaba corta y tenía que volverse para cerrar como Dios manda. “Que es lo que debería hacer todos los días” concluyó, como siempre, fastidiado. Pero lo cierto es que volvía demasiado cansado de la oficina para discutir con sus modales.
La ducha le cambió el humor. Estaba una buena hora en el agua acariciando la antigua cicatriz que unía su tetilla derecha con la escápula del mismo lado, mostrando su camino mal trazado por el hombro y parte del brazo. Era una herida que había necesitado de varias cirugías y los buenos oficios de unos cuántos médicos para que no le robara la vida. Pero había sido en su más tierna infancia, como reza el imprescriptible lugar común. No recordaba el hecho tal como había sucedido aunque sí lo que lo precediera, las maniobras para sortear con otros chicos la reja del zoológico (escurriéndose a pura menudez entre dos barrotes no tan equidistantes como el resto) y a los serenos dentro del predio fabuloso, al caer la tarde. Era una práctica corriente cuyo recuerdo había fraguado con dureza de piedra en su memoria. Pero del accidente, nada. Ni siquiera cuando sus amiguitos, ya repuesto, le narraban atropelladamente la secuencia (el acercamiento tipo comando a la jaula elegida de antemano; la fascinación del grupo ante las crías rosadas por el crepúsculo; su ausencia repentina; su repentina aparición tras los barrotes -¿por dónde había entrado?-; su sonrisa ante el azoramiento general; la cría en sus brazos… y el relámpago blanco cayendo desde nunca supieron dónde -tal vez desde aquel árbol coposo ubicado a muchos metros de allí, en el centro de la jaula- para fulminarlo con garras y dientes…) Pero a pesar de la gruesa de detalles gritados, no recordaba nada de todo eso. El arrastrón hasta la jaula, tal vez, pero también era práctica corriente. Mientras se duchaba, recorría el cordón de trazos irregulares con las yemas de los dedos como si allí estuviera cifrado en Braille lo que la memoria le negaba. Lo que sí retenía era la versión onírica de lo sucedido, la que le había dictado la fiebre durante su delicada convalecencia. Por mucho tiempo (tal la vividez de los retazos soñados), pensó que así habían sido las cosas. Pero con el correr de los años, fue señalando detalles en ellos que hablaban de una reconstrucción arbitraria de lo que realmente había pasado. Nada sistemático, sin embargo, un juego de autista más que una verdadera pesquisa, parecido a aquel de las diferencias -con sus dos viñetas aparentemente idénticas pero plagadas de desigualdades- que solía verse en los diarios de antes.
Lo resaltado mentalmente: cierto antropomorfismo en el felino y sus crías, como si no fueran las “Panteras blancas de Bali” que aseguraba el cartel de la jaula sino una especie proveniente de un presunto eslabón entre el hombre y el gato; el templete mugriento, arrancado sin dudas de “El libro de las tierras vírgenes”, tan craquelado por la maleza seca como los de Kipling; la hermosa pantera (había tenido la dicha de verla desde todos los ángulos posibles gracias al increíble don de ubicuidad que concede el sueño) restregando el hocico por su cuerpo en busca de un punto medular donde hincar el diente, no para matar sino para instilar algo, como un mal enfermero el sitio adecuado para su pinchazo haciendo de lo que debería ser un acto relámpago un rito perverso… Y otras, que quizá se detallen más adelante.
Ahora, sus yemas leyendo la cicatriz, se preguntaba cuál era le versión de lo ocurrido más cercana a la verdad… Y, como siempre, con la impresión de estar a un chasquido de dedos de resolver el enigma de su vida, volvió al prosaico mundo doméstico donde lo esperaba un breve sueño antes de la cena o alguna paginita del cuento de Stockton.



Optó por acostarse desnudo, cerrar los ojos y repasar mentalmente lo leído antes de entregarse a un descansito reparador.
No era mucho lo que le faltaba para terminar el cuento. El joven que enamorara a la hija del rey bárbaro que resolvía sus cuestiones de estado en la arena del circo (y todo lo que le concernía era cuestión de estado, aún sus asuntos más íntimos), obligando a los reos a elegir entre dos puertas cerradas para seguir viviendo o morir de un modo atroz, estaba ya en esa instancia decisiva. Por la puerta escogida saldría la Vida, bajo la forma de una hermosa joven del séquito de su hija con la que debería casarse y ser feliz para siempre, o la Muerte, en la figura de un felino hambriento que se lo almorzaría en un parpadeo. ¿Qué resolvería su suerte? “¿La dama o el tigre?” (tal, el título del cuento). La agradable vigilia que precede al sueño en la que nos adormecemos sin apuro, con cierta conciencia de estar haciéndolo, se pobló con la imagen del circo (en el estilo de Gérôme) con él en el papel del joven plebeyo frente a las Puertas del Destino. El sol daba en ellas; con la seguridad -o al menos la impresión- de estar en un sueño, se detuvo en sus complicados relieves de bronce. Los paneles historiados parecían narrar, en imágenes de un arte muy posterior a la época semicivilizada en que se hallaba, los martirios sufridos por unos y la felicidad de quienes se salvaran. Los dos finales, el trágico y el dichoso, aparecían entreverados en cada puerta, de modo que no era posible elegir según la iconografía labrada. Igual no hubiera sido fácil de haber estado agrupadas las escenas, una puerta del horror y otra de la salvación. Habría sido por lo menos ingenuo deducir la filiación de cada opción según un criterio de correspondencia. Nadie hubiese podido asegurar que la Puerta de los Martirios fuese la de la muerte y la de la Salvación, la de la salvación. Pero tampoco que, en un rapto de exquisita maldad, el rey bárbaro (oh, paradoja) no hubiera respetado ese facilismo. Menuda cuestión.


Mártires de Jean-Léon Gérôme


Se decidió por un criterio de belleza. Por la puerta más bella saldría la opción más bella, se dijo.
Y así fue.
Al abrirse el “sésamo” de bronce, la tigresa más hermosa que imaginarse pueda saltó sobre él justo cuando se abandonaba al sueño pleno…


 * * *


Lo despertó el hambre.
Biorrítmicamente, se sentía orgulloso de sí mismo. Siempre, tras la siestita tardía que tomaba, lo despertaba el hambre a la misma hora. Iba entonces a la heladera o se cambiaba y salía.
Se decidió por lo último.
Se vistió pensando más en su sueño que en el cuento de Stockton y, con la imagen de la tigresa saltando y la suya abriendo los brazos para recibirla como un mártir de los tiempos de Diocleciano, salió a la noche, cerrada desde hacía rato. En la vereda, se cruzó con una vecina del piso a la que hacía tiempo le había echado el ojo; si guardaba alguna esperanza  de abordarla un día, la misma se desvaneció al pasar a su lado con los brazos extendidos aún, como en su sueño, y no ocurrírsele nada mejor para disimular su histriónico descuido que imitar con la boca el sonido de un avión en vuelo. Dobló en la  esquina y se odió -infantilmente: pateando el piso y golpeándose los muslos con los puños- por haber sido tan estúpido.
Caminó sin rumbo, como si no fuera del barrio. Sus pasos lo alejaron del mundanal ruido, hacia una zona parquizada de los alrededores. Había más gente de la que esperaba pero no se afanó en alejarse. Seguía pensando en Stockton, en si su cuento habría sido elegido por Biorges (Bioy y Borges, según la simpática contracción) para su famosa antología del género fantástico. No recordaba, pero su memoria se disculpó regalándole unos versos del autor de “Ficciones”:


“Tras los fuertes barrotes la pantera
repetirá el monótono camino
que es (pero no lo sabe) su destino
de negra joya, aciaga y prisionera.
                                           
                           (…)


No sabe que hay praderas y montañas
de ciervos cuyas trémulas entrañas
deleitarían su apetito ciego.”
                                   

Le dieron risa, a pesar de su belleza. Era absurdo pensar en Borges como en un referente paradigmático de la felinofilia. Su caso, en cambio, sí que era ejemplar. Aunque seguro habría otros, más acabados que el suyo incluso. Algo molesto por la posibilidad, hizo un rápido recuento de sus exvotos: sus libros y comics sobre el tema; sus láminas y fotos; sus películas; sus muñequitos de repisa (con un mimo mental para su favorito, colocado en un lugar preferencial dentro de una cajita de vidrio y astillas de caña: el tigre dientes de sable de Mightor). También pensó con afecto en Kimba y en otro tigre prehistórico, el de Ka-Zar. Repasó los maravillosos dibujos de Gil Kane para “La Pantera Negra” (siempre con su traje desgarrado el rey T´Challa, el cuerpo exhausto tras alguna dura prueba tramada por su perverso guionista, en una rama alta y fuerte recibiendo la terapéutica luz del atardecer…). Recordó en un aparte los sensuales contoneos de Halle Berry, la infartante Gatúbela de Pitof. Otro mimo, bajo la forma de una sonrisa apenas insinuada (discreto trasunto de su incontenible goce evocativo), para Félix, Don Gato, Benito y el entrañable Silvestre, que algún día se manduque al puto de Tweety, cerró esperanzado la enumeración.




Mientras seguía andando consideró también la filiación gatuna de su cuerpo y sentidos. Seguía teniendo una elasticidad de adolescente, a pesar de sus cuarenta bien pasados y de no hacer actividad física alguna. Pero a la vez se amodorraba con facilidad, sobre todo al sol, por el simple placer de amodorrarse. Sin embargo, era todo hiperestesia y cualquier cosa que perturbara la quietud a su alrededor, por mínima que fuera –la sombra de una hoja al caer, una “baba del diablo” a la deriva-, lo ponía en guardia. Y la vista… Una vista impecable e implacable que nunca había necesitado asistencia médica (Bueno, lo de impecable era discutible. Estaba ese asunto de la fotofobia, de su constante deslumbramiento durante el día. No, no por las chicas. Esa era otra cuestión, igual de insoluble, sobre todo en verano. Llanamente hablando, exceso de luz solar. Peor en el verano, como las chicas. En las demás estaciones, con paciencia y recaudos, molesta pero tolerable. El estío lo volvía más noctívago. La luz artificial no tenía el mismo efecto devastador y protegido con unos lentes ahumados conseguía vivir a la sombra. Entre tanto goth narcisista, en la oficina pasaba inadvertido.)
La noche era lo opuesto, la luz para sus ojos. Era capaz de leer, “bajo las estrellas”, el prospecto microscópico y panegírico de un medicamento complejo si se lo proponía. Había probado una vez, sorprendiéndose, delante de una amiga que al salir de la farmacia, no del todo segura de que la que acababa de comprar fuera la droga que necesitaba su madre, buscaba en la noche cerrada un sector con luz suficiente para corroborarlo. Cuando acabó de leer los apartes señalados por el dedo menudo de la chica, sin más luz que la que echaba un foco enfermizo colgado a buena altura sobre la intersección de dos calles de barrio, su amiga se asombró… de su poder de improvisación. “No puede ser que estés leyendo en esta oscuridad una hojita así. Me estás macaneando.”
Pero podía. Y era capaz de proezas mayores: entrar en una habitación desconocida completamente a oscuras y, al momento, orientarse en ella sin problemas; ir por la ruta de noche y seguir el rastro de una liebre que enfocaran fugazmente las luces del auto, como a través de una mira infrarroja… Y un largo etcétera que no pienso consignar.
Ahora mismo, en su andar despreocupado, detectaba en la fronda del parque parejas enfebrecidas de amor…  


* * *


Amor. El amor parecía peleado con él, peleado a muerte. Nunca se había enamorado, podía jactarse de ello. El deseo sí lo acometía a veces; cuando molestaba demasiado y no bastaban sus propias atenciones, “enamoraba” a alguien y después huía o pagaba por un poco de afecto. No le costaba seducir chicas (o chicos, cuando decidía jugar), a pesar de su flema introspectiva. Pero amaba demasiado su soledad para relacionarse en serio.        
En fin, todo muy bien pensado pero ahora picaba el bagre. “Un bagre en la panza de un gato debería ser comida suficiente”, rió. Se detuvo y buscó su restaurante en los alrededores. “Un puesto de panchos, aunque sea” se resignó, risueño todavía. Sin embargo, un malestar creciente, “que ya no debería sentir”, apagó ese humor entre inocente y reprensible. “Estoy cansado de toda esa carne freezada que hay en casa” se dijo, buscando atenuar una culpa que le pesaba como la primera vez.
Pero un discreto lloriqueo aventó esas preocupaciones morales.
Nictálope -ya se ha dicho-, fue oírla y verla al mismo tiempo.
Estaba sentada en un banco para enamorados. Una pérgola un tanto descuidada enmarcaba su estampa de Medea desvalida, abandonada a orillas de la nada. ¿Estaría considerando ya la horrible venganza? La encaró con decisión, aunque disimulando su ansiedad. No dejaba de imaginar su aroma, la suavidad del pelo largo y claro, la expresión de sus ojos cuando la abordara con dulzura, como un médico a un paciente delicado. No tenía más que cruzar la calle que los separaba, desierta a esa hora. Un crujido de hojas, no lejos de donde se hallaban, hizo que la chica levantara la cabeza, volcada sobre el pecho todo ese tiempo. Sus miradas se encontraron en un punto del espacio que los separaba creando un aleph de desdicha y deseo que pareció brillar como una colilla avivada por la brisa nocturna. Alrededor de ese aleph había flores translúcidas que imaginó de muchos colores. Memoria de su mirada, que las había arrastrado hasta allí desde el vestido estampado que la chica no dejaba de estrujar a la altura del abdomen.

Se incorporó a medias, ella misma no sabía si para huir o avanzar hacia él.
Nunca lo supieron. Aunque quizá, de haber habido tiempo, hubiera optado por lo último, dado su delicado aunque imperativo movimiento de palmas para tranquilizarla.
En la claridad sepia que abrían sus ojos en la gruta que formaba la pérgola, percibió una fuga de formas y un recuerdo de flores que se disipó en seguida. El tiempo de esa disipación le bastó para entender lo que había pasado.
Tonto, tonto”, se golpeó la frente con una mano recordando el crujido de hojas que, embobado como estaba, había pasado por alto.
 Se encaramó en el banco con cautela –como un gato- y, más allá de un ligustro degenerado, en un pequeño claro entre los árboles, vio que alguien se afanaba sobre el cuerpo de la chica. Deseó con todas sus fuerzas que estuviera muerta; la eficacia con que el cazador trabajaba en su vientre lo alivió: no podía ser más que un hermoso cadáver.
Se relamió imaginando el sabor de esa carne joven, fresca y tal vez virgen. Sobre el agradable perfume que la constelaba, el de su sangre se difundía más fuerte y especiado.
Consideró atacar al depredador que, menos humano que animal al momento de procurarse alimento, le había birlado la presa. “Eso no se hace -se enojó-, hay códigos”. Pero puesta su atención en él, se dio cuenta de que era una hembra preciosa enfundada en un vestidito de algodón negro, arremangado por sus rápidos movimientos casi hasta la cintura. No llevaba ropa interior; la vulva menuda, sepiada por su nictalopía, brilló como una concha rara en una orilla barrosa. Estaba descalza. Por un momento, pensó en un cuadro sáfico más que cinegético. Giraba alrededor del cuerpo yerto como una amante hambrienta de amor. De su rostro, nada: cada vez que levantaba la cabeza arrastrando hebras de carne en su rápido trabajo de resección, veía fulgurar dos astillas verticales en una máscara de sangre, también sepia. Pero adivinó en ella rasgos dignos del cuerpo entrevisto.
Estuvo unos minutos viéndola comer, boquiabierto. Si algo faltaba para suponerla perfecta, eran sus modales. Escogía con su hocico, mordisqueaba con paciencia, evisceraba y deglutía de a pequeños trozos, todo con suma felinidad. Hubiera querido ser el depredador para invitarla a cenar. Después, ahítos de carne fresca… quién sabe… bajo una luna ausente pero que podían imaginar…tal vez… hubieran hecho el amor sobre los despojos y el pasto ensangrentado.
¿Telepatía, intuición femenina o simple instinto animal?
La vio levantar la cabeza, limpiar a medias su rostro con una mano y mirarlo derecho al  alma. Constató que era hermosa. Después, volvió a lo suyo, como si nada hubiera ocurrido.
Sintió que una angustia de pérdida definitiva le atenazaba la garganta.

Sal Velluto / Marvel Comics

Pero duró poco la conmoción. Enseguida, notó que se ubicaba de otro modo para seguir comiendo, arrodillándose con los brazos apoyados en el cadáver, las ancas alzadas, el rostro enterrado otra vez en el vientre abierto. La hermosa esfinge le brindaba ostensiblemente su intimidad –el vestido instalado definitivamente en su cintura- y un lugar a su lado, en claro gesto de invitación a la mesa servida.
Feliz, aceptó los dos banquetes que le ofrecían.   


                                                                                                                                  Anto Bombini

Imagen de cabecera: Catgirl, de Frank Frazetta.
                                                            

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