Lyon Sprague de Camp, August Derleth y, mucho antes, H. P. Lovecraft en su abundante correspondencia, se encargaron de esparcir a los cuatro vientos que este último escribía de noche y reservaba el día para el sueño, durante el cual, es de suponer, tenía las pesadillas que alimentaban sus inquietantes historias. Un poco, salvando las metafísicas distancias de papel y tinta, como sus héroes m'sieur Dupin y el príncipe Zaleski, las inolvidables creaciones de Edgar Allan Poe y M. P. Shiel.
De este lado del Ecuador y un tiempo antes de Lovecraft y su círculo, el uruguayo Julio Herrera y Reissig también llevó una vida nocturnal en su negada Montevideo. Con Lovecarft compartía la "mala fortuna" de no ser europeo. El norteamericano parecía enamorado de su Providence natal, pero solo ponderaba los rasgos ingleses que veía o imaginaba en ella. De haberse conocido, Herrera le hubiera concedido gustoso las islas británicas con todo lo que hay en ellas a cambio de la cereza de Europa: París. Pero anglófilo y francófilo tuvieron que resignarse a la "desgracia" de ser americanos. Desgracia es tener americanos talentosos como ellos pero tan perdidamente cipayos...
Como sea, los dos se sentían atraídos por la noche y lo oscuro.
Lovecraft se convirtió, en los años '30, en el principal referente del género de terror del mundo pulp, rodeándose enseguida, a pesar de su condición de solitario consuetudinario, de las mejores plumas jóvenes de ese ámbito, como Robert E. Howard y Clark Ashton Smith.
Smith, joven poeta californiano de raigambre decadentista, hubiera comulgado perfectamente con Herrera y Reissig, decadente en su vida y en su obra. Felizmente, hay mucha información sobre este uruguayo maldito en Internet. Sugerimos indagar en su vida que, si bien breve y claustral, es rica en anécdotas simpáticas y absurdas. Por nuestra parte, diremos que la foto elegida muestra al Herrera morfinómano en plena aplicación de su "alimento" y que desde la terraza de su casa que pomposamente llamaba Torre de los Panoramas, en las noches de luna llena se cargaba de oscuridad contemplando el Cementerio Central de Montevideo antes de ponerse a escribir, cementerio en el que organizaba, junto a algunos poetas amigos, excéntricas "cacerías de fantasmas". (Al parecer, la fotografía es una de sus tantas imposturas; las famosas cacerías puede que tampoco hayan ocurrido, no fueran más que marketing para trascender como poetas a través del gesto, la pose. Byron, Baudelaire, D'Annunzio, grandes posseurs, sabían lo que hacían cuando soltaban las riendas de su histrionismo; los uruguayos, al imitarlos, también.)
Así como Lovecraft tuvo su Smith, Herrera tuvo a Roberto de las Carreras, poeta y dandi como él. Pero si en el primer caso la relación se desarrolló a lo largo de muchos años en términos respetuosos y de mutua admiración, en el segundo penduló entre la camaradería de salón y el encono más tabernario que pueda imaginarse. Tal vez, los norteamericanos dieron el ejemplo porque lo suyo fue un vínculo exclusivamente epistolar; nuestros vecinos orientales no cruzaron misivas más que para injuriarse, aunque en el fondo tuvieran una relación verdaderamente fraternal. Se sabe: los hermanos se apalean porque se quieren. Además, está ese asunto de la frialdad sajona frente a la visceralidad latina...
Lo que entregamos a continuación como muestra de la oscuridad y la "locura verbal" de Herrera (según un Neruda prosternado a sus pies, "su locura verbal no tiene parangón en nuestro idioma") es media docena de clepsidras... perdón, de sonetos, que agrupó con otros tantos bajo el título de, ahora sí, "Las Clepsidras". Se trata de lo que más admiramos de este Torquemada de las letras sudamericanas que retorció inquisitorialmente el castellano hasta hacerlo sangrar y que sigue siendo motivo de tesis universitarias y un misterio insoluble para el mundo letrado o simplemente curioso del Río de la Plata.
Misa bárbara
Trofeo en el botín de los combates,
Propiciadora del Moloch asirio,
Fue tu cautiva doncellez de lirio,
Ofrenda de guerreros y magnates.
Ardía el catafalco. Ante el Eufrates,
Que ensangrentó el rubor de tus martirios,
Sonreíste, entre lámparas y cirios,
Al gemebundo réquiem de los vates.
Sobre la hoguera de los sacrificios,
Chirrió tu carne, mirra de suplicios...
Entonces los egregios Zoroastros,
En un inmenso gesto de exterminio,
Erizaron sus barbas de aluminio,
Supramundanamente, hacia los astros.
Emblema afrodisíaco
Con la superstición de mis condales
Insignias y cuarteles de altos brillos,
Puse sitio de amor a tus castillos
Invictos de asperezas virginales.
Rompieron fuego en lides ancestrales,
Los ojos de reptil de mis zarcillos
Y bárbaros collares de colmillos
De hienas y panteras imperiales.
Como una misa de hórrido holocausto,
Forjó la tarde en su carmín infausto...
Sobre el escudo de tu seno fuerte,
Golpeó tres veces mi pujante armada,
Y en el portal de tu Ciudad Rosada
Clavé mi sádico pendón de muerte.
Epitalamio ancestral
Con pompa de brahmánicas unciones,
Abrióse el lecho de tus primaveras,
Ante un lúbrico rito de panteras,
Y una erección de símbolos varones...
Al trágico fulgor de los hachones,
Ondeó la danza de las bayaderas,
Por entre una apoteosis de banderas
Y de un siniestro trueno de leones.
Ardió al epitalamio de tu paso,
Un himno de trompetas fulgurantes...
Sobre mi corazón, los hierofantes
Ungieron tu sandalia, urna de raso,
A tiempo que cien blancos elefantes
Enroscaron su trompa hacia el ocaso.
Oblación abracadabra
Lóbrega rosa que tu almizcle efluvias,
Y pitonisa de epilepsias libias,
Ofrendaste a Gonk-Gonk vísceras tibias,
Y corazones de panteras nubias.
Para evocar los genios de las lluvias,
Tragedizaste póstumas lascivias,
Entre osamentas y mortuorias tibias
Y caballeras de cautivas rubias.
Sonó un trueno. A los últimos reflejos
De fuego y sangre, en místicos sigilos,
Se aplacaron los ídolos perplejos...
Picó la lluvia en crepitantes hilos,
Y largamente suspiró a lo lejos
El Miserere de los cocodrilos.
Amazona
Sobre el arnés de plata y pedrería,
En un trono de vértigo y marea,
Te erguiste, zodiacal Pentesilea,
Símbolo de la Eterna Geometría...
Zigzagueó el rayo de tu fusta impía,
Y humeando en nimbos de ópalo, chispea
Sulfúrico el bridón, sangra y bravea
Y escupe rosas en la faz del día...
Contra la muerte, de un abismo a otro,
Blandió tu mano capitana el potro;
En un Apocalipsis iracundo,
Lo dislocó, y ante la cresta indemne
Surgiste sobre el sol, roja y solemne
Como un arcángel incendiando un mundo...
Liturgia erótica
En tus pendientes de ópalos malditos
Y en tu collar de rojos sacrilegios,
Fulgió un Walahalla de opulentos mitos
Y una Bagdad de califatos regios...
Ante los religiosos monolitos,
Al mago influjo de tus sortilegios,
grabé a tus plantas, zócalos egregios,
la efigie de mis besos eruditos.
Y fui tu dueño... Entre devotas pomas,
sacrifiqué gacelas y palomas...
Después, en una gloria de fagotes,
Surgiste hacia los tálamos votivos,
sobre una alfombra, negra de cautivos,
Bajo el silencio de los sacerdotes.
Julio Herrera y Reissig (1875-1910)
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