domingo, 20 de octubre de 2019

El bardo de Auburn




El conocido escritor del género fantástico y de terror Clark Ashton Smith, nació en Long Valley, California, en 1893 y dejó este mundo (para pasar a alguno de los limbos poéticos salidos de su pluma -Hiperbórea, Zothique, Averoigne-, aparecidos en la mítica Weird Tales Magazine) en el verano de 1961, en Pacific Grove.
De los 68 años que abarcaron su vida, los de su adolescencia y juventud los dedicó casi enteramente a la poesía. Se vinculó al grupo de poetas de San Francisco que coordinaba George Sterling, puede decirse que sin pedir permiso pues fue Sterling quien lo descubrió y saludó con estruendos de fanfarria. Smith leía sus poemas en el Auburn Monday Night Club y fue allí donde, al parecer, se conocieron. Debe haber sido un flechazo para Sterling ya que enseguida lo convirtió en su protégé, presentándolo en los círculos literarios de San Francisco como rara avis (un fénix, imaginamos) que hubiera cazado en un país exótico, y ayudándolo además con la publicación de su primer libro: The Star-Treader and other poems. Con tan sólo diecinueve años, la crítica lo consagró laudándolo como "el Keats del Pacífico". Después llegarían dos poemarios igual de suntuosos:  Odes and Sonnets (1918) y Ebony and Crystal (1922). En 1925 cerraría su ciclo poético formal con The Sandalwood.

(Párrafo aparte para Odes and Sonnets. Hace muchos años, tantos que nos angustia contarlos, dimos con un ejemplar de la primera edición, la de The Book Club of California de 1918, que suponemos de tirada exigua. Uno de esos contados ejemplares, el que leyéramos con devoción hace tanto, debe seguir en la Biblioteca Nacional durmiendo el sueño de las reliquias. Un momento sagrado en nuestras vidas.)

Mientras tanto, Smith debía atender la granja de pollos de sus padres, Timeus y Fanny Smith, para asegurar el sustento diario. Odiaba la granja y odiaba Auburn porque estaba en las antípodas del San Francisco "gentil y galante". Las mismas manos que alimentaban los pollos y limpiaban el muladar por el que discurrían, habrán saludado a Ambrose Bierce, invitado de honor en esas tertulias, tocándolo como si fuera seda de Xylac o el mismísimo Grial de los cristianos. Smith llamó a Auburn "agujero pestilente". Fea cosa referirse así al lugar en el que se ha pasado la infancia y la adolescencia. Se entiende que no debe ser grato traducir a Baudelaire o a Heredia con los pies metidos en el barro de un gallinero (al parecer, el autodidactismo de Smith incluyó niveles suficientes de francés e incluso de español para traducir a sus poetas favoritos). Pero tenemos para nosotros que sin ese indispensable contraste, no hubiera sido posible la largueza suntuaria de sus poemas y cuentos. Agradecemos, lectores bulímicos de su obra, las incomodidades proporcionadas por el "agujero pestilente" de Auburn...


En algún momento de 1925, Smith decide dejar de escribir poesía para volcarse de lleno a la prosa. Es lo que dicen las referencias biográficas, sin excepción. De ningún modo. En el mejor de los casos, dejó la poesía rimada y el verso libre para dedicarse al cuento y a la prosa poética. La materia de sus historias, sus detalles, personajes y delicado decir de poeta, lo prueban. Todo lo que hizo fue buscarle la vuelta venal a su actividad de escritor. La demanda de la época pasaba por las historias truculentas y de pura evasión. Smith, para vender su pluma por estricta necesidad (recordemos que para su manutención y la de sus padres, trabajaba en la granja, recolectaba fruta de estación, talaba árboles, se empleaba en menesteres nocturnos y demás "changas" que puedan ocurrírsenos en un pueblo chico como Auburn), intentó -y consiguió- captar esa demanda en las publicaciones pulp de la época, e incluso disputarles el mercado a H. P. Lovecraft y a Robert E. Howard, monstruos sagrados de ese género tan popular. Pero jamás el prosista traicionó al poeta.

Cerramos esotéricamente este prólogo diciendo que en 1961, año de su muerte, nació uno de nosotros, uno que cree en la transmigración, en la metempsicosis, en las fotos Kirlian, en Alan Kardec y demás cuestiones vinculadas al mundo de las ánimas. Ceguera menos literal que literaria, pero ceguera al fin. Ceguera que especula livianamente con la posibilidad de que, tratándose "de un deceso y un nacimiento capitales" en su vida, tal vez, por un misterioso sistema de vasos comunicantes... Pero no, sería un exceso de confianza y una brutal impertinencia plantearle al lector delirio semejante, ni siquiera "en solfa". Nos pareció, después de discutirlo mucho, que podía servir para ilustrar nuestra admiración por Smith, pero mejor dejar las cosas de este lado del umbral...

Smith murió mientras dormía, imaginamos que soñando. Última broma del Destino: sus cenizas fueron esparcidas en Auburn, cerca de la cabaña en la que viviera casi toda su vida y que se incendiara en 1957. Sic transit gloria mundi.  

A continuación, ofrecemos como botón de muestra de su poesía (un botón tallado en un granate de la India, de cambiantes rojos de flama), "El Fénix", poema recogido en la antología de Arkham House de 1958 Spells and Philtres. Lo precede un discreto pero sentido homenaje de nuestro tintero, escrito hace tiempo pero nunca publicado.    
No va a ser esta la última vez que nos refiramos al bardo de Auburn en este espacio. Lo admiramos demasiado para darle la espalda. Volveremos sobre él y, de lleno, sobre la narrativa de horror cósmico que le diera la justa fama de la que goza. 
Hoy queríamos presentarlo tal como lo que fue: un poeta.  

***

En un lugar que apenas registran los mapas, un hombre apila ramas, hojas secas y excremento aviar. A sus espaldas, la cabaña en la que vive oculta un caótico gallinero que acaba de limpiar con los dientes apretados. Odia con ganas la granja de sus padres pero sabe que sin ella no podría comer ni soñar. Mil novecientos treinta y tantos. En algún rincón de Auburn, California, el hombre prende la parva repugnante y aprovecha una ramita en llamas para encender su pipa. El cacareo incesante de las aves y el tufo ácido de la mierda consumida por el fuego, llenan la tarde moribunda. El hombre se las ingenia para extraviar su mirada -y con ella, su alma- en el cielo vespertino, rosado aquí, turquesa allá, que empieza a desvanecerse en la noche. Cree ver en las nubes formas fantásticas, de tenues esfinges y pirámides que pierden su geometría apenas se forman. Poco a poco, a fuerza de leer esos signos etéreos, emigra hacia un Egipto prefaraónico de templos grandiosos anteriores al hombre que sólo existe en su cabeza. De pronto, crepitan las ramas llamando su atención. Los ruidos desaparecen y el mal olor es reemplazado por un perfume arrebatador como no ha encontrado en ninguna mujer. Involuntariamente, aflora a sus labios la palabra que nombra ese aroma sobrenatural: mirra. Palabra tantas veces leída y a veces escrita pero que recién ahora cobra sentido para él. Las llamas se contonean como sensuales bayaderas y se entrelazan para dar forma a una criatura de bestiario antiguo que el capricho del fuego va dotando de flamígeras alas, bellísimas en sus cambiantes tonos de rojo, naranja y azul. ¡Hipnosis celeste! Sin perturbar el trance que ata la mirada del hombre a la figura ígnea que aparece y desaparece entre las llamas, su corazón bombea hasta su boca los primeros versos de un poema que haría que el último hombre de la Tierra recuerde, en su implacable descenso hacia el animal del que saliera el primero, que todavía es un hombre.   
                        

Yo, solo yo he visto al Fénix construir
su pira con mirra amarga y especias
en medio de la ardiente basura;
y nadie más que yo
ha conocido su muerte e inmortalidad,
ha visto los amarillos dientes de las llamas
consumir su pico teñido y sus plumas
pintadas por el cielo... 


***   

El Fénix

Yo, solo yo he visto al Fénix perderse,
sus alas regias, sus glorias vibrantes desaparecer
en giros de desconcertado carmesí, de ondeante oro
bajo el cielo de sus antiguas conquistas.
Yo, solo yo he visto al Fénix construir su pira con mirra amarga y especias        
en medio de la ardiente basura; 
y nadie más que yo 
ha conocido su muerte e inmortalidad, 
ha visto los amarillos dientes de las llamas 
consumir su pico teñido y sus plumas 
pintadas por el cielo, 
o escuchado la angustia fatal de sus gritos 
o sentido la feroz desesperación con la que muere
ajeno a su renacimiento. 
Nadie más que yo conocerá el misterio
de las llamas que se vuelven plumas
ni de las cenizas que se agitan
para que resurja una vez más 
el pájaro de cresta ardiente
con latidos de arcoíris
y tome de nuevo los perdidos cielos.


Clark Ashton Smith


Imagen: In Tenebris Scriptus, fotomontaje de Andrea Bonazzi.

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