lunes, 28 de octubre de 2019

Bécquer negro



La crítica hispanófila no acaba de ponerse de acuerdo con respecto a la filiación literaria de Gustavo Adolfo Bécquer, escritor que no necesita presentación aquí, ni en Islandia, ni (apenas exageramos) en Marte. Algunos (mayoría) lo ven como un simbolista o romántico tardío. Otros lo consideran un outsider de su tiempo, consagrándolo incluso, en un exceso de entusiasmo o de franca antipatía hacia la vieja escuela, como el "primer moderno". Cuestión bizantina que a nosotros, lánguidos degustadores de belleza en la línea del Swann proustiano, nos tiene sin cuidado. Pero si debemos decir algo para no parecer unos anarquistas culturales per se, nos inclinamos por los primeros y redoblamos la apuesta: aseguramos que en la obra del insigne sevillano hay rasgos que casi rozan lo gótico. Creemos que Bécquer fue, interiormente, un romántico negro. Como la de Zorrilla, como la de Espronceda, la suya es una obra llena de fantasmas. Que la luz de su pluma mitigue un poco la oscuridad de sus temas, nos parece imposición del gusto de la época, cansada de las cadenas chirriantes que venían perturbando el sueño de los buenos lectores desde un siglo atrás. Pero en sus Leyendas y en muchas de sus Rimas se nota su inclinación hacia lo romántico oscuro y, forzando un poco los límites, lo gótico. Su Historia de los templos de España y su amor a las ruinas, patente en muchos de sus dibujos, hablan de lo mismo, muestran el lado oscuro de su corazón...



Esperamos que la selección de rimas que sigue ejemplifique nuestro parecer.


                           -VI-

    Como la brisa que la sangre orea 
sobre el oscuro campo de batalla, 
cargada de perfumes y armonías
en el silencio de la noche vaga;

    símbolo del dolor y la ternura,
del bardo inglés en el horrible drama,
la dulce Ofelia, la razón perdida,
cogiendo flores y cantando pasa.


                          -XLVII-


Yo me he asomado a las profundas simas 
        de la tierra y el cielo,
y les he visto el fin o con los ojos
         o con el pensamiento.


Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo
         y me incliné por verlo,
y mi alma y mis ojos se turbaron:
         ¡Tan hondo era y tan negro!





                           -LXX-

¡Cuántas veces al pie de las musgosas
        paredes que la guardan
oí la esquila que al mediar la noche
        a los maitines llama!

¡Cuántas veces trazó mi triste sombra
        la luna plateada,
junto a la del ciprés, que de su huerto
        se asoma por las tapias!

Cuando en sombras la iglesia se envolvía
        de su ojiva calada,
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
        vi el fulgor de la lámpara!

Aunque el viento en los ángulos oscuros
        de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
        su voz vibrante y clara.

En las noches de invierno, si un medroso
        por la desierta plaza
se atrevía cruzar, al divisarme,
        el paso aceleraba.

Y no faltó una vieja que en el torno
        dijese a la mañana
que de algún sacristán muerto en pecado
        era yo el alma.

A oscuras conocía los rincones
        del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
         las huelas tal vez guardan.

Los búhos, que espantados me seguían
         con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
         como a un buen camarada.

A mi lado, sin miedo, los reptiles
         se movían a rastras;
¡hasta los mudos santos de granito
         vi que me saludaban!


                          -LXXIV-

    Las ropas desceñidas,
    desnudas las espaldas,
en el dintel de oro de la puerta
    dos ángeles velaban.

    Me aproximé a los hierros
    que defienden la entrada
y de las dobles rejas, en el fondo,
    la vi confusa y blanca.

    La vi como la imagen
    que en leve ensueño pasa,
como el rayo de luz tenue y difuso
    que entre tinieblas nada.

    Me sentí de un ardiente
    deseo llena el alma
¡como atrae un abismo, aquel misterio
    hacia sí me arrastraba!

    Mas ¡ay!, que de los ángeles
 parecían decirme las miradas
    -¡El umbral de esta puerta
    sólo Dios lo traspasa!




                          -LXXVI-

    En la imponente nave
    del templo bizantino
vi la gótica tumba a la indecisa
luz que temblaba en los pintados vidrios.
 
    Las manos sobre el pecho,
    y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna del cincel prodigio.

    Del cuerpo abandonado
    al dulce peso hundido,
cual si de blanca pluma, y raso fuera,
se plegaba su lecho de granito.

    De la postrer sonrisa
    el resplandor divino
guardaba el rostro como el cielo guarda
del sol que muere el rayo fugitivo.

    Del cabezal de piedra,
    sentados en el filo,
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponían silencio en el recinto.

    No parecía muerta;
    de los arcos macizos
parecía dormir en la penumbra
y que en sueños veía el paraíso.

    Me acerqué de la nave
    al ángulo sombrío
como quien llega con callada planta
junto a la cuna donde duerme un niño.

    La contemplé un momento,
    y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecía
próximo al muro otro lugar vacío,

    en el alma avivaron
    la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte,
para la que un instante son los siglos...

    Cansado del combate
    en que luchando vivo,
alguna vez recuerdo con envidia
aquel rincón oscuro y escondido.

    De aquella muda y pálida
    mujer me acuerdo y digo:
¡oh qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!




Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

Dibujos de Gustavo Adolfo Bécquer y de su hermano Valeriano.  

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