Escucho los gritos, las maldiciones, los suspiros, las blasfemias; todo se fusiona en una vasta sinfonía llamada mundo cuya última nota es mi nombre.
Flaubert
No sé escribir más que finales.
Con su indecencia habitual, me lo dijo Eros en Verona, sobre el cadáver aún tibio de la hermosa Julieta Montesco.
-Tánatos, solo escribes finales. ¡Y ni siquiera los pergeñas!
Tiene razón, aunque a veces sople al oído de un moribundo algún detalle para embellecer su muerte. El pintor inglés Sargent leyendo a Voltaire, Juana de Arco cantando en la hoguera, dejaron su huella al morir a instancias mías.
Pero nada de esto le dije a Eros, dios cruel.
Soy sensible al sufrimiento.
No puedo evitar ser quien soy, consumar aquello para lo que fui creado, pero ciertas muertes me rebelan.
Entonces trato, si está en la voluntad del moribundo, de abreviar su padecer. Y siempre tengo suerte cuando me empeño en la piedad.
Sólo una vez no, amarga excepción a la regla.
Fue en Judea, al comienzo de la era cristiana.
El Crucificado me hizo sentir dulcemente su reprobación, pues mi sugerencia era una franca imbecilidad: echar por la borda su prédica y martirio con una última flaqueza...
Quiero reunir los finales bellos y trágicos, tallarlos con el buril de mi índice derecho en páginas de hueso, duras como lava fría, que pienso enterrar en algún desierto olvidado de África o América del Sur, en las estepas heladas de Asia o en cualquier lugar alejado del mundanal ruido. ¿Para qué? Para que alguien, en un futuro lejano como una estrella apagada, las encuentre. Y a partir de ese momento, comparable al hallazgo de los rollos de Qumrán -si se me permite el rapto narcisista-, ya no se piense en mí como en un mero terminus, un desapasionado y contundente punto final, sino como en alguien que, sin odiar la vida, tiene la obligación de acabar con ella aunque a veces lo haga entre lágrimas, cuando se trata de una existencia frágil -niños, perros, flores-, y otras en medio de un verdadero frenesí de placer, cuando el sufriente -un genocida, por poner ejemplo- merece su suerte. Y contra lo que se cree, no economizo agonía en tales casos pues los asumo como cuestión personal.
No sé escribir más que finales.
Figurativamente hablando, lo hago pasablemente. Pero escribir, tomar una pluma y escribir cada actus mortis, bueno... creo que eso es algo que tal vez no esté dentro de mis posibilidades, a pesar de que no me llevo mal con las palabras. Piénsese que nadie está en mejores condiciones que yo de oír la última frase, la de la agonía. Y que cuando los que se apagan, lánguida o abruptamente, son escritores de panteón ("¡Luz, luz!", Goethe; "Sólo la muerte", Jane Austen), la enseñanza concentrada en esas frases expiradas es gigantesca. Esa es mi escuela: me he educado escuchando absolutos, extractos de pensamientos. No obstante lo cual, no garantizo literatura.
Amantes desgraciados, héroes homéricos, madres despojadas, poetas desesperados, dioses vencidos, míseros vagabundos, reyes y reinas derrocados... el registro es infinito. Pero como dije, me limitaré a las muertes bellas y trágicas.
Y ahora afilo mi buril, en lugar de mi guadaña como creen que hago los amantes de lo oscuro...
I. Morir por todos
E ilimitada la crueldad del Padre con el Hijo.
Yo hago eso con frecuencia. Me refiero a hacer mío un cuerpo y usarlo en mi trabajo.
En la antigüedad, por ejemplo, era mi recurso en las batallas, para abreviarlas. Vuelto niebla, sobrevolaba el caos de cuerpos, caballos y carros de combate buscando a los mejores guerreros. Cuando olía el fin en ellos, me metía en sus cuerpos y peleaba como un poseso segando toda vida que me rodeara, hasta que lo sentía laxo, inánime, y lo dejaba ir para pasar a otro. De este modo le robaba a mi hermana Ker el placer de sus hecatombes. Furiosa, me mostraba sus colmillos ensangrentados.
La contienda acababa pronto, por mis golpes certeros y piadosos. Nadie mata como la Muerte.
Pero nunca me regodeé con la agonía de un hombre bueno.
No digo que el dios de los cristianos lo hiciera, pero calculó fanáticamente el martirio de su hijo. Y en su afán de aleccionar de una vez por todas a los hombres, fue más allá de lo humanamente tolerable. Claro que para un dios el padecer de un hombre es infinitesimal.
Indecible lo sufrido por ese cuerpo.
Grünewald con sus óleos y Huysmans con sus palabras, se han acercado bastante al pintar el padecimiento del Hijo. Pero no lo suficiente para que pueda decir Ecce Homo de sus retratos.
Yo lo vi. Con ojos ajenos pero lo vi.
La Crucifixión, Pieter Paul Rubens |
Tomé el cuerpo de Dimas, el Buen Ladrón crucificado a su lado, y me horroricé con sus heridas. A mí, la Muerte, que podría escribir un catálogo de atrocidades naturales y humanas, me conmovieron las heridas del Supliciado.
Los hombres lo habían flagelado con una saña que ni siquiera Satán pudo haber inspirado. Y recuerdo que colgado ahí, mientras sentía morir el cuerpo del pobre Dimas, razoné que si el paisaje atroz que llenaba de lágrimas mis ojos prestados no era obra del diablo, tenía que ser obra del Padre.
Brazos y piernas estaban dislocados, el torso mostraba heridas que no hubieran parecido pequeñas en un elefante. Pero el rostro fue lo que más me turbó: era una máscara sanguinolenta con hinchazones y anfractuosidades como las que un niño pequeño podría poner en una cabeza que estuviera modelando torpemente con arcilla. Sólo un retrato, si omito hinchazones y anfractuosidades, me ha parecido cercano al que vi cabizbajo en la cruz: uno de los muchos pintados por Rouault -plasmado después de varias tentativas inexactas- conocido como "La Verónica" o "El Santo Rostro". Esa masque sanglant sólo la he visto en batalla y en ciertos ritos africanos y aztecas, pero a su lado no me parecieron más que pobres borradores de aficionado. Se lo dije a Rouault al oído al morir y esbozó una sonrisa en medio de su ultimo suspiro.
Algunas cosas dijo el Mesías antes de morir: "Perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen", "Tengo sed", "Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso". Esto último lo dijo mirándome, ¡qué digo!, escrutándome con sus ojos ensangrentados. Y mientras no reparé en que se dirigía a Dimas y no a mí, una oleada de felicidad me inundó como nunca me había ocurrido ni volverá a ocurrirme.
Poco después, mirando al cielo, exclamó con tono suplicante: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" Y dejó caer la cabeza contra su pecho como si hubiera expirado.
Yo salí en ese momento de mi idiocia y, después de darme cuenta de que Dimas estaba muerto, pasé al Mesías.
No sentí, como esperaba, el alma de un dios en él sino a un hombre que sufría el dolor de un abandono insoportable.
Le hablé con palabras quedas para que se dejara ir, pero se negó de una manera tajante aunque dulce, que no admitía insistencia. Con un hilo de voz dijo: "Todo está cumplido", y todavía estuvo sufriendo una pequeña eternidad.
Cerró su paso por la tierra como hombre con estas últimas palabras: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Y expiró.
Las tinieblas parecieron extenderse por el cielo y el mundo tembló como si fuera a derrumbarse. Entonces, pasó algo que no puedo explicar como no sea diciendo que Dios se llevó a su hijo con él. Su cuerpo se tornó ligero como pluma; pesaría su alma como una montaña con todo el dolor del mundo en ella...
Permanecí ovillado en él durante su descendimiento e inhumación y en todo ese tiempo rehuí mi trabajo.
Sentí la tristeza de su madre, de María de Magdala y de José, el de Arimatea, que hubiera desgarrado mi corazón si llevara uno.
Y no hubiera abandonado jamás ese cuerpo si su resurrección no me lo hubiera arrebatado.
Imagen de cabecera: El beso de la muerte, de Jaume Barba y Joan Fontbernal.
Hermoso. Sombrío y bello. No me toca desde la fe pero si desde el arte. Un gran momento estético en el todo del texto y en algunos párrafos en particular. Un placer.
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