Paganini, el más célebre violinista de la Europa, lleva en su aspecto grabado el sello melancólico del dolor. Pertenece a aquellos entes que lanzados a la tierra como un anatema de la naturaleza, desde el seno del abismo en que han caído sordos a la felicidad, envían a los dichosos del mundo armoniosos llantos para recordarles que no se puede salir del mundo de las ilusiones sin ir regando con sus lágrimas la senda de la realidad.
Su estatura es regular: su larga cabellera sombría ondea en su espalda en mechones torcidos formando una especie de cuadro negro alrededor de su cara pálida y cadavérica, donde aparecen impresos con señales indelebles el disgusto, el genio y el infierno entero, con todo lo que tiene de fantástico, fabuloso y siniestro. Pero si Paganini se muestra sombrío y tétrico, en la escena parece un enviado del mundo de las tinieblas.
Figuraos sus largos brazos, prolongados aún más por el violín que tiene en una mano y el arco en la otra. Su vestido negro, de gala como lo prescribe tal vez la etiqueta infernal en la corte de Proserpina; sus reverencias angulosas y en todo él una especie de servilidad animal. Sepulcral es su presencia, suplicante su mirar como el de un condenado a muerte. Es un viviente que va a exhalar el último suspiro, recreando al público con sus postreras convulsiones; es un espectro que ha desertado de las tumbas.
Pero de pronto coloca su violín bajo la barba y comienza a tocar. Cada golpe de arco presenta a la imagen asombrada, situaciones y figuras visibles, cuenta en imágenes sonoras historias curiosas de que él mismo es el principal personaje. Tonos amorosos que se acarician y se huyen, después se reúnen y se enlazan, y al fin mueren en una deliciosa armonía. Sí: todos los tonos del violín de Paganini se entregan a juegos encantadores, como mariposas que se persiguen, se evitan, se esconden tras una flor, se vuelven a unir, y se encadenan en una felicidad ideal, perdiéndose en la luz del sol. Una melodía tierna y quejosa, como el presentimiento de un infortunio próximo, se desliza dulcemente entre los cantos que derrama el violín de Paganini... Sus ojos se humedecen... se arrodilla con devoción ante su amada... Pero, ¡ay!... mientras se inclina para besarle los pies, percibe bajo su lecho un abate! Se queda pálido como la muerte: lo ultraja, le da de golpes y lo arroja afuera: después saca un puñal y la asesina...
Entonces el aspecto de Paganini se cubre de sombras espesas: su música parece llorar dolorosamente, mostrando sus pies cargados de enormes cadenas. Los acentos que vierte su violín son cada vez más quejosos: ningún consuelo, ninguna esperanza brilla en su profunda obscuridad. Si los ángeles los escuchasen, la alabanza de Dios moriría en sus labios y cubrirían sollozando sus rostros anegados en lágrimas. Reproduce vibraciones de angustia, suspiros, quejas que nunca se han oído en la tierra y que no se oirán jamás sino en el valle de Josafat cuando, saliendo los muertos del polvo, esperen el tremendo fallo...
De repente da el violinista un golpe de arco, golpe de delirio y desesperación tal, que sus cadenas se trozan con estruendos... En efecto, se rompe una cuerda del violín de Paganini...
Luego... talar vestido de monje oculta sombríamente el ya libre prisionero. Medio cubierta la cabeza con la capucha, grosera cuerda ciñe su disecado cuerpo. Con pie desnudo, esta figura solitaria y orgullosa se muestra sobre un promontorio de rocas en la orilla del mar, como el genio del abismo provocando con su violín las tempestades. Se tiñen de sangre las ondas, se oye un murmullo espantoso, solemne como los remotos gemidos del remordimiento. Se cubre el cielo de tenebrosas nubes, silva el aire turbado y todo brilla con resplandor negro, como el del carbón de piedra. Impetuosos, atrevidos chispean los ojos del violinista, con sed irónica de destrucción: sus labios se remueven con horribles gestos, pareciendo murmurar antiguas fórmulas cabalísticas, evocando las borrascas, desencadenando los espíritus malignos y los demonios cautivos en las impenetrables profundidades de la mar. Se oyen bramidos fatídicos retumbar en su seno: sangrientas las olas, se chocan, se rompen y saltan: su roja espuma salpica el tumultuoso y denegrido cielo. Ruge, tiembla el mundo; tenaz, frenética voluntad lo conmueve: lo estremecen, lo dominan funestas convulsiones: zumban roncos y lejanos acentos semejantes a los que lanzó el infierno vencido...
* Texto tomado de La Moda, revista a cargo de Juan Bautista Alberdi publicada en Buenos Aires en 1837
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