-¡Exijo un juicio por combate!
Tal el remate del descargo de Tyrion
Lannister, el enano genial, en el libro III de la desmesurada creación de
George R. R. Martin, durante el juicio por la muerte de su sobrino, el rey Joffrey
Baratheon, merecidamente envenenado por… Pero a no espoilear, que habrá quienes
no hayan leído esa increíble saga fantástica todavía inconclusa.
Tyrion, “el diablillo”, el “monstruo”, el hijo
deforme de Twyn Lannister, es el principal señalado por su hermana Cersei,
madre de Joffrey, de haber cometido regicidio. Encarcelado por su padre, Mano
del Rey y regente provisorio, el pobre debe defenderse en una pantomima de juicio
orquestado por su hermana con las únicas armas de que dispone: la razón y su
don de palabra. Es tan bueno con ellas como Syrio Forel, “la mejor espada de
Braavos”, con una buena hoja en sus manos aunque sea de madera. Pero es tan
vergonzosamente parcial el manejo del juicio por parte de su padre,
que “el diablillo” estalla en una retahíla de insultos contra las autoridades y
nobles presentes que culmina en el exabrupto de arriba proferido con estentórea
contundencia y exquisita ferocidad.
Lo dicho, dicho está y la condena a muerte
parece segura. Porque la perversa cabeza de Martin ha dispuesto que el campeón de
la demandante sea ser Gregor Cleagane, la “Montaña”, un monstruoso guerrero
siempre sediento de sangre.
Después de una angustiante dilación en la
búsqueda de una espada que lo defienda, el príncipe Oberyn de Dorne se ofrece
como campeón de Tyrion. Personaje delicado y bárbaro a la vez, que recuerda al
Onfroi IV de nuestro Mujica Láinez en El
Unicornio, Oberyn Martell se interesa menos en la exoneración de Tyrion que
en vengar a su hermana Elia, asesinada y violada tiempo atrás por Cleagane. El
diálogo en prisión entre el príncipe y el enano es toda una escena
shakesperiana.
Oberyn es el hermano menor del rey de Dorne
que, limitado por una dolencia que lo confina prácticamente al encierro,
dispone que aquél viaje a King’s Landing para asistir al casamiento de Joffrey
con la princesa Sansa Stark de Winterfell. Aventurero impenitente, este
atractivo personaje de moral blanda e inquebrantable sed de venganza, tiene una
historia jalonada por hechos heroicos que cantan los trovadores en los Siete
Reinos. Sin embargo, no es un héroe homérico: es demasiado inteligente y
sensual para ser un simple sableador. Padre de ocho hijas apodadas “serpientes
de la arena”, las últimas cuatro son de Ellaria Arena, su amante al momento de
estos hechos luctuosos. Ellaria… mujer cautivante que merece su propio espacio,
aunque no en esta ocasión.
Una desenfrenada libertad (que se patentiza en su bisexualidad y larguezas sexuales) parece ser la divisa de Oberyn y no menos la de Ellaria…
Una desenfrenada libertad (que se patentiza en su bisexualidad y larguezas sexuales) parece ser la divisa de Oberyn y no menos la de Ellaria…
El lugar dispuesto para la contienda es el
patio exterior del castillo real, con una espectacular vista al mar. El día no
puede ser más bello: un sol radiante llena el cielo con su fulgor y la brisa
trae un perfume salobre y refrescante. El mar es un espejo que no acaba de
fraguar: riela la luz en sus peregrinas ondulaciones, fulgiendo como si hubiera
diamantes a la deriva en el piélago. El contraste entre la belleza del cielo y
el drama a punto de desatarse no puede ser mayor; bajo este paisaje de ensueño,
morirán una o dos personas, según acabe el duelo. Tal vez tres, quién sabe.
Alrededor de la liza, un apretado gentío espera la aparición de los
contendientes; los balcones, las calles adyacentes, los rincones, rezuman
curiosos. Frente al mar, limitando el patio por el lado opuesto, se levanta un
estrado con un rico palio donde se encuentran ubicadas las autoridades: Twyn
Lannister y su hermano, en hermosas sillas taraceadas. Una silla vacía espera a
Cersei. Y en mi sueño, donde ciertos detalles se han arreglado a conveniencia
del soñador, hay una cuarta silla: la mía. ¿Quién soy para merecer sitial
semejante? Ni más ni menos que el artífice de esta variante onírica…
Llega el momento esperado por todos: el reo
minúsculo aparece escoltado por una guardia absurdamente numerosa tratándose de
un enano que arrastra grilletes. Su campeón lo precede con trancos elegantes.
Frente al estrado espera la Montaña. Al lado
de la delicada Cersei Lannister, no parece un hombre sino un accidente
geológico en medio del patio. Viste una armadura de escamas negras y faldones
largos, botas con punteras de metal y un casco también negro que apenas deja
pasar el aire por una criba a la altura de la boca, con una angosta caladura
para permitir la visión y un puño de hierro en lo alto, como airoso remate. A pesar
de que no es posible discernir sus ojos en la negrura del casco, sé que los
tiene cerrados, muy apretados, seguramente regodeándose en la inminente
carnicería. Sus piernas, separadas, están dispuestas como sesgadas columnas
para soportar la mole de su cuerpo. Por un momento, imagino las várices que
deben surcar esas piernas. El mandoble en el que se apoya como si fuera una
tercera pata (y pata es el término adecuado para semejante animal) tiene
proporciones mitológicas…
Oberyn se dirige hacia una mesa cubierta por
un toldo donde lo espera su mujer con una copa de vino y su escudero bruñendo las
célebres lanzas de la Víbora, algunas de las cuales tienen hojas bífidas y
todas, dicen lenguas tan bífidas como las lanzas, están untadas con aceites de
venenos letales que el mismo Oberyn prepara…
Ellaria Arena, al ver las dimensiones de
Cleagane, pregunta: “¿Vas a luchar con eso?” En realidad, desde donde estoy, no
puedo escucharla, pero sé lo que dice porque lo he leído en Martin antes de
soñar la escena una y otra vez. La respuesta del príncipe, igualmente inaudible,
no se hace esperar: “No sólo voy a pelear con eso, voy a matarlo”. Y después de
un último sorbo de vino, arrebata una lanza de manos de su efébico asistente
y avanza hacia el estrado haciendo todo tipo de fintas con su arma como si
fuera un malabarista en lugar de un guerrero, generando una ruidosa algarabía
en la gente.
La Montaña sale a su encuentro enarbolando
el gigantesco mandoble. Debe hacer falta un guerrero fuerte y consumado para
manipularlo con torpeza, y dos, tal vez tres niños para arrastrarlo.
La primera embestida de Cleagane hiende el
aire que, en mi sueño, gime como si varios fantasmas hubieran sido cercenados,
y la espada arranca una miríada de chispas al golpear brutalmente el piso de
piedra. Al príncipe Oberyn le han bastado dos rápidos movimientos para
evitarla. Ha elegido no una armadura para acorazarse, sino un atuendo casi
cortesano que le permite una absoluta libertad de movimientos. Sedas finas
envuelven su cuerpo; su calzado se limita a unas botas de badana proveniente
vaya a saber uno de qué animal de tierras cálidas en vías de extinción. Parece
no llevar protección alguna. Sin embargo, el viento de la mañana, al agitar la
seda, revela prendas de cuero entallando su cuerpo y una ligera coraza de
bronce verdoso guardando su torso. Las ondulaciones del ropaje a merced de la
brisa y de los movimientos del príncipe, muestran y ocultan el emblema de la casa
Dorne –un sol de rayos vibrátiles- delicadamente damasquinado en oro sobre la
coraza. “¿Te han dicho quién soy?”,
pregunta desafiante. “Un muerto cualquiera” responde la Montaña con una voz
gutural que parece provenir del fondo de un pozo profundo.
-Soy Oberyn de Dorne. ¿Oíste hablar de mi
hermana, la princesa Elia Martell?
-¿Quién? –pregunta ser Gregor desde la
negrura de su casco.
Harán falta dos sablazos más con sus aéreas
mutilaciones, para que Oberyn lance su primer contraataque: un aguijonazo de su
lanza acompañado con el pie (movimiento que repetirá muchas veces) que tan sólo
araña la cota férrea de la Montaña con un chirrido que hace apretar los dientes
a más de un espectador.
-Elia Martell. ¿No la recuerdas? La
violaste. La mataste. Mataste a sus hijos.
El sol decide arrojar su luz a baldazos
sobre el mar, el patio y la mole del castillo que se alza hendiendo nubes como
en un grabado de Gustave Doré. El calor se hace sentir. La calígine –o la magia
que lleva en ella- hace que la lanza del príncipe viboree en el aire como una
serpiente. Alucinatorio el movimiento ondulante del astil manejado por las
manos brujas de Oberyn. Un detalle no soñado por el gran G.R.R.M. ni por los
realizadores de HBO. Es claramente mío, generado por mi hambre de imágenes
singulares y un tanto por la envidia que me provoca no haber imaginado un
combate así habiendo leído y releído el Orlando
Furioso, fuente indudable de todos los combates corps á corps de Canción de
Hielo y Fuego. Martin conoce su Ariosto tanto o mejor que yo, y ha tenido
el atrevimiento de profanar ese templo literario –escamoteando sus detalles- y
el talento para volcar el absoluto de sus lecturas en un episodio digno del Furioso. Nadie lo dice, pero a más de un
clásico le debe Martin un tributo generoso…
Un movimiento de la lanza de la Víbora,
después de un fallido ataque a fondo, arranca el casco del gigante que cae con
gran estrépito metálico.
-¡Elia Martell! ¡Di su nombre! La violaste.
La mataste. Mataste a sus hijos. –clama el príncipe, arrebatado por el dolor y la rabia.
-¡Cállate! –ruge la bestia. ¿Viniste a hablar o a pelear?
Dos fintas de su mandoble, que hubieran
hecho volar las cabezas de dos hombres al mismo tiempo, son evitados por Oberyn
con rápidos aunque controlados movimientos.
-La violaste. La mataste. Mataste a sus
hijos
-¡Cállate, maldito! ¡Cállate!
La siguiente arremetida destroza la lanza
del dorniense y lo arroja contra el gentío que, a pesar del peligro, se cierra
cada vez más alrededor de los contendientes. Incorporándose, Oberyn ve venir un
sablazo lateral y se aparta a tiempo para evitarlo. Pero la hoja, imparable,
sigue su curso rebanando, ahora sí, la cabeza de un pobre palafrenero no tan
rápido como el príncipe.
El espanto cunde entre la gente que
desaparece de escena como si hubiera sido abducida por una nube embrujada.
Los guerreros vuelven a estudiarse.
La Montaña intenta con todos los medios a su
alcance acortar la distancia que lo separa de su contrincante, quien,
manipulando su lanza con asombrosa habilidad, logra mantenerse alejado unas
buenas dos o tres varas. A fuerza de exponer el cuerpo acorazado pero no
impenetrable, ser Gregor, sangrando por una decena de cortes en el rostro y por
entre las lamas de su armadura, consigue pegarse al príncipe y golpearlo con la
parte llana de su espada, arrojándolo brutalmente a un lado sin desarmarlo. Un
combate de hielo y fuego, según anunciara el título de la reseña. Por la frialdad con la que lucha el príncipe
y el ardor volcánico que opone su enemigo…
El ciego mandoble busca partirlo al medio pero
Oberyn se revuelve plásticamente sin levantarse consiguiendo evitar que la hoja
de Cleagane lo encuentre y dejándolo a la vez muy expuesto. Desde abajo, la
punta bífida del príncipe se cuela entre las escamas del peto de la Montaña,
atravesando cuero, tela y carne. El daño está hecho. Sólo hará falta tiempo
para que el veneno haga su trabajo.
Sin embargo, la dosis no parece suficiente,
porque el monstruoso ser Gregor, que había caído de rodillas entre el coral
asombro del público, vuelve a ponerse en pie y continúa su faena de sablazos
sin destino.
Las dos lenguas de la lanza de Oberyn reciben
un golpe sesgado del mandoble y traban la hoja por un momento. Y sea por la
mano maestra del dorniense o porque el sol, emblema de su casa, ha decidido
jugar a su favor, la luz, reflejándose en las armas, parece deslumbrar por un
instante al gigante, instante que aprovecha el príncipe para bajar bruscamente la lanza y herir en la pierna a su oponente con el espolón en que termina la
hoja por el lado del asta, justo en la articulación detrás de la rodilla.
Ahora, el príncipe camina a grandes trancos
alrededor del monstruo postrado que inclina la cabeza como pidiendo clemencia.
Pero el dorniense sigue girando a su
alrededor como un planeta a punto de desorbitarse, repitiendo su eterna
cantinela, esa que ensaya desde la muerte de su hermana, desde su primer
impulso de venganza.
-¡La violaste! ¡La mataste! ¡Mataste a sus
hijos! ¡Di quien te dio la orden de semejante ultraje!
¿Le habla a un hombre herido o a un muerto?
Inútil que siga con su letanía: ser Cleagane
ya no escucha, muerto o abotargado por la agonía. Y finalmente, acaba por
desplomarse como la montaña que es. El estrépito de la ferretería que lo
acoraza parece poner un punto final a la contienda.
Parece, sólo parece…
¿Debo seguir? ¿Vale espoilear?
Plantear el dilema es anunciarle al lector
que no se ha animado aún con las cinco o seis mil páginas de Martin ni ha visto
la serie, que debe detenerse. Si la inercia lectora que lleva es demasiado para
él, no es mi problema.
Aclarado el punto, prosigo.
Ante el silencio del gigante caído, el
dorniense se aleja de él hacia el estrado y vuelve a señalar a Twyn Lannister
como responsable de su tragedia familiar. Sin embargo, a punto de decir algo, gira,
corre unos pasos y salta empuñando la lanza por encima de su cabeza…
Y llegamos aquí a la cumbre del arte de
Martin: “Emitió un grito feroz al bajar la lanza con todo el peso de su cuerpo
detrás. El crujido del asta de fresno al partirse fue un sonido casi tan dulce
como el gemido furioso de Cersei, y durante unos instantes, al príncipe Oberyn
le salieron alas.” Esto le dicta su genio, estirando, deteniendo casi el momento
sangriento y poético. Que lo mejore otra pluma, si puede.
El príncipe cae sobre el corpacho en
cuclillas, embistiéndolo y clavando su lanza en medio de la negra coraza. La
lanza, como dice Martin, se parte por la fuerza del impacto asomando del cuerpo
del gigante al menos la mitad de su longitud. Oberyn pasa por encima de su
enemigo yerto y cae más allá, parándose después de un estético vuelo.
Ahora Oberyn vuelve a señalar a Lannister
como el culpable de la vejación y muerte de su hermana, mientras saborea
íntimamente su triunfo y busca con la mirada la única mirada que le importa, la
de Ellaria Arena.
Ellaria sonríe. Tyrion frota sus manos con
entusiasmo de niño.
Pero... fatal error ese paréntesis del príncipe, que no sólo le cuesta la victoria sino la vida. Y de una manera tan oscura y espantosa que los que hemos leído y visto, quedamos boquiabiertos durante una pequeña eternidad.
Pero... fatal error ese paréntesis del príncipe, que no sólo le cuesta la victoria sino la vida. Y de una manera tan oscura y espantosa que los que hemos leído y visto, quedamos boquiabiertos durante una pequeña eternidad.
Oberyn se halla tan cerca del cuerpo muerto que nada le cuesta al bestial ser
Cleagane derribarlo de un guanteletazo en una de sus piernas. La misma mano levanta al príncipe caído como si fuera un muñeco de papier maché y lo sostiene en el aire para asestarle un revés de
hierro con la otra mano que arranca todos sus dientes a la vez. Luego la
Montaña, haciendo un esfuerzo verdaderamente geológico, se incorpora como si
emergiera del suelo, gira poniéndose a horcajadas del príncipe, hinca sus
pulgares revestidos de malla en sus ojos y aprieta, aprieta, aprieta, sin
apiadarse de los gritos del deshecho dorniense.
-¿Elia Martell? ¡Sí, la maté! ¡Y mientras lo
hacía, chillaba más fuerte que tú, muerto cualquiera! Después, violé su cuerpo
tibio en medio de su preciosa sangre…
Mientras habla, Cleagane sigue apretando. Hasta que el delicado cráneo del príncipe
cede ante las garras imparables que lo convierten en un amasijo de sesos,
sangre y huesos triturados.
Extenuada, la Montaña se desploma como un
roble abatido por un temporal.
El silencio, tras el dueto de gritos
desatados del final, pasma.
Pero no tarda en ser quebrado por otro
alarido desgarrador: el de Ellaria Arena.
Tyrion cierra los ojos…
En el centro del patio mana la sangre de la
cabeza destrozada de Oberyn de Dorne y del cuerpo moribundo de ser Gregor Cleagane,
formando una mancha común que bastaría para escribir la historia de los Siete
Reinos si se mojara una pluma en ella…
Fotogramas de la serie Game of Thrones, HBO
Textos sobrescritos en los fotogramas tomados de Tormenta de espadas, Editorial Plaza y Janés.
Néstor Antonio
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