miércoles, 20 de marzo de 2019

Duelo de hielo y fuego

                                                           

¿Quién dijo que en George R. R. Martin hay más oscuridad que en Shakespeare y Eurípides juntos? Habla, memoria… No importa; en Canción de Hielo y Fuego sobra evidencia para probarlo.                           

-¡Exijo un juicio por combate!

Tal el remate del descargo de Tyrion Lannister, el enano genial, en el libro III de la desmesurada creación de George R. R. Martin, durante el juicio por la muerte de su sobrino, el rey Joffrey Baratheon, merecidamente envenenado por… Pero a no espoilear, que habrá quienes no hayan leído esa increíble saga fantástica todavía inconclusa.

Tyrion, “el diablillo”, el “monstruo”, el hijo deforme de Twyn Lannister, es el principal señalado por su hermana Cersei, madre de Joffrey, de haber cometido regicidio. Encarcelado por su padre, Mano del Rey y regente provisorio, el pobre debe defenderse en una pantomima de juicio orquestado por su hermana con las únicas armas de que dispone: la razón y su don de palabra. Es tan bueno con ellas como Syrio Forel, “la mejor espada de Braavos”, con una buena hoja en sus manos aunque sea de madera. Pero es tan vergonzosamente parcial el manejo del juicio por parte de su padre, que “el diablillo” estalla en una retahíla de insultos contra las autoridades y nobles presentes que culmina en el exabrupto de arriba proferido con estentórea contundencia y exquisita ferocidad.

Lo dicho, dicho está y la condena a muerte parece segura. Porque la perversa cabeza de Martin ha dispuesto que el campeón de la demandante sea ser Gregor Cleagane, la “Montaña”, un monstruoso guerrero siempre sediento de sangre.

Después de una angustiante dilación en la búsqueda de una espada que lo defienda, el príncipe Oberyn de Dorne se ofrece como campeón de Tyrion. Personaje delicado y bárbaro a la vez, que recuerda al Onfroi IV de nuestro Mujica Láinez en El Unicornio, Oberyn Martell se interesa menos en la exoneración de Tyrion que en vengar a su hermana Elia, asesinada y violada tiempo atrás por Cleagane. El diálogo en prisión entre el príncipe y el enano es toda una escena shakesperiana.

Oberyn es el hermano menor del rey de Dorne que, limitado por una dolencia que lo confina prácticamente al encierro, dispone que aquél viaje a King’s Landing para asistir al casamiento de Joffrey con la princesa Sansa Stark de Winterfell. Aventurero impenitente, este atractivo personaje de moral blanda e inquebrantable sed de venganza, tiene una historia jalonada por hechos heroicos que cantan los trovadores en los Siete Reinos. Sin embargo, no es un héroe homérico: es demasiado inteligente y sensual para ser un simple sableador. Padre de ocho hijas apodadas “serpientes de la arena”, las últimas cuatro son de Ellaria Arena, su amante al momento de estos hechos luctuosos. Ellaria… mujer cautivante que merece su propio espacio, aunque no en esta ocasión.
Una desenfrenada libertad (que se patentiza en su bisexualidad y larguezas sexuales) parece ser la divisa de Oberyn y no menos la de Ellaria…   


Tras este largo preludio, quisiera dejar constancia de mi propia impresión del singular combate que sostuvieran el príncipe de Dorne, apodado la Víbora Roja, y ser Gregor Cleagane, la Montaña, ya que en sueños he sido un espectador privilegiado de ese duelo de hielo y fuego. Prevengo al lector, para evitar que se pase la lectura enumerando errores, que difiere en muchos detalles del soñado por George Martin y del de los realizadores de la lograda serie de HBO.

El lugar dispuesto para la contienda es el patio exterior del castillo real, con una espectacular vista al mar. El día no puede ser más bello: un sol radiante llena el cielo con su fulgor y la brisa trae un perfume salobre y refrescante. El mar es un espejo que no acaba de fraguar: riela la luz en sus peregrinas ondulaciones, fulgiendo como si hubiera diamantes a la deriva en el piélago. El contraste entre la belleza del cielo y el drama a punto de desatarse no puede ser mayor; bajo este paisaje de ensueño, morirán una o dos personas, según acabe el duelo. Tal vez tres, quién sabe. Alrededor de la liza, un apretado gentío espera la aparición de los contendientes; los balcones, las calles adyacentes, los rincones, rezuman curiosos. Frente al mar, limitando el patio por el lado opuesto, se levanta un estrado con un rico palio donde se encuentran ubicadas las autoridades: Twyn Lannister y su hermano, en hermosas sillas taraceadas. Una silla vacía espera a Cersei. Y en mi sueño, donde ciertos detalles se han arreglado a conveniencia del soñador, hay una cuarta silla: la mía. ¿Quién soy para merecer sitial semejante? Ni más ni menos que el artífice de esta variante onírica…
 
Llega el momento esperado por todos: el reo minúsculo aparece escoltado por una guardia absurdamente numerosa tratándose de un enano que arrastra grilletes. Su campeón lo precede con trancos elegantes.
Frente al estrado espera la Montaña. Al lado de la delicada Cersei Lannister, no parece un hombre sino un accidente geológico en medio del patio. Viste una armadura de escamas negras y faldones largos, botas con punteras de metal y un casco también negro que apenas deja pasar el aire por una criba a la altura de la boca, con una angosta caladura para permitir la visión y un puño de hierro en lo alto, como airoso remate. A pesar de que no es posible discernir sus ojos en la negrura del casco, sé que los tiene cerrados, muy apretados, seguramente regodeándose en la inminente carnicería. Sus piernas, separadas, están dispuestas como sesgadas columnas para soportar la mole de su cuerpo. Por un momento, imagino las várices que deben surcar esas piernas. El mandoble en el que se apoya como si fuera una tercera pata (y pata es el término adecuado para semejante animal) tiene proporciones mitológicas…

Oberyn se dirige hacia una mesa cubierta por un toldo donde lo espera su mujer con una copa de vino y su escudero bruñendo las célebres lanzas de la Víbora, algunas de las cuales tienen hojas bífidas y todas, dicen lenguas tan bífidas como las lanzas, están untadas con aceites de venenos letales que el mismo Oberyn prepara…

Ellaria Arena, al ver las dimensiones de Cleagane, pregunta: “¿Vas a luchar con eso?” En realidad, desde donde estoy, no puedo escucharla, pero sé lo que dice porque lo he leído en Martin antes de soñar la escena una y otra vez. La respuesta del príncipe, igualmente inaudible, no se hace esperar: “No sólo voy a pelear con eso, voy a matarlo”. Y después de un último sorbo de vino, arrebata una lanza de manos de su efébico asistente y avanza hacia el estrado haciendo todo tipo de fintas con su arma como si fuera un malabarista en lugar de un guerrero, generando una ruidosa algarabía en la gente.


La Montaña sale a su encuentro enarbolando el gigantesco mandoble. Debe hacer falta un guerrero fuerte y consumado para manipularlo con torpeza, y dos, tal vez tres niños para arrastrarlo.
La primera embestida de Cleagane hiende el aire que, en mi sueño, gime como si varios fantasmas hubieran sido cercenados, y la espada arranca una miríada de chispas al golpear brutalmente el piso de piedra. Al príncipe Oberyn le han bastado dos rápidos movimientos para evitarla. Ha elegido no una armadura para acorazarse, sino un atuendo casi cortesano que le permite una absoluta libertad de movimientos. Sedas finas envuelven su cuerpo; su calzado se limita a unas botas de badana proveniente vaya a saber uno de qué animal de tierras cálidas en vías de extinción. Parece no llevar protección alguna. Sin embargo, el viento de la mañana, al agitar la seda, revela prendas de cuero entallando su cuerpo y una ligera coraza de bronce verdoso guardando su torso. Las ondulaciones del ropaje a merced de la brisa y de los movimientos del príncipe, muestran y ocultan el emblema de la casa Dorne –un sol de rayos vibrátiles- delicadamente damasquinado en oro sobre la coraza.  “¿Te han dicho quién soy?”, pregunta desafiante. “Un muerto cualquiera” responde la Montaña con una voz gutural que parece provenir del fondo de un pozo profundo.
-Soy Oberyn de Dorne. ¿Oíste hablar de mi hermana, la princesa Elia Martell?
-¿Quién? –pregunta ser Gregor desde la negrura de su casco.
Harán falta dos sablazos más con sus aéreas mutilaciones, para que Oberyn lance su primer contraataque: un aguijonazo de su lanza acompañado con el pie (movimiento que repetirá muchas veces) que tan sólo araña la cota férrea de la Montaña con un chirrido que hace apretar los dientes a más de un espectador.
-Elia Martell. ¿No la recuerdas? La violaste. La mataste. Mataste a sus hijos.   
El sol decide arrojar su luz a baldazos sobre el mar, el patio y la mole del castillo que se alza hendiendo nubes como en un grabado de Gustave Doré. El calor se hace sentir. La calígine –o la magia que lleva en ella- hace que la lanza del príncipe viboree en el aire como una serpiente. Alucinatorio el movimiento ondulante del astil manejado por las manos brujas de Oberyn. Un detalle no soñado por el gran G.R.R.M. ni por los realizadores de HBO. Es claramente mío, generado por mi hambre de imágenes singulares y un tanto por la envidia que me provoca no haber imaginado un combate así habiendo leído y releído el Orlando Furioso, fuente indudable de todos los combates corps á corps de Canción de Hielo y Fuego. Martin conoce su Ariosto tanto o mejor que yo, y ha tenido el atrevimiento de profanar ese templo literario –escamoteando sus detalles- y el talento para volcar el absoluto de sus lecturas en un episodio digno del Furioso. Nadie lo dice, pero a más de un clásico le debe Martin un tributo generoso…
  
Un movimiento de la lanza de la Víbora, después de un fallido ataque a fondo, arranca el casco del gigante que cae con gran estrépito metálico.
-¡Elia Martell! ¡Di su nombre! La violaste. La mataste. Mataste a sus hijos. –clama el príncipe, arrebatado por el dolor y la rabia.


Cleagane, irritado por la brutal letanía del dorniense, carga otra vez fuera de sí.
-¡Cállate! –ruge la bestia. ¿Viniste a hablar o a pelear?

Dos fintas de su mandoble, que hubieran hecho volar las cabezas de dos hombres al mismo tiempo, son evitados por Oberyn con rápidos aunque controlados movimientos.
-La violaste. La mataste. Mataste a sus hijos
-¡Cállate, maldito! ¡Cállate!
La siguiente arremetida destroza la lanza del dorniense y lo arroja contra el gentío que, a pesar del peligro, se cierra cada vez más alrededor de los contendientes. Incorporándose, Oberyn ve venir un sablazo lateral y se aparta a tiempo para evitarlo. Pero la hoja, imparable, sigue su curso rebanando, ahora sí, la cabeza de un pobre palafrenero no tan rápido como el príncipe.
El espanto cunde entre la gente que desaparece de escena como si hubiera sido abducida por una nube embrujada.


El príncipe ya se ha puesto de pie con una vistosa voltereta y se acerca a grandes zancadas hacia su escudero que le arroja una lanza parecida a la primera. Mientras el arma vuela a las manos de Oberyn, me pregunto si la hoja estará embebida en el poderoso veneno de mantícora que, dicen, es el sello personal del príncipe.
Los guerreros vuelven a estudiarse.
La Montaña intenta con todos los medios a su alcance acortar la distancia que lo separa de su contrincante, quien, manipulando su lanza con asombrosa habilidad, logra mantenerse alejado unas buenas dos o tres varas. A fuerza de exponer el cuerpo acorazado pero no impenetrable, ser Gregor, sangrando por una decena de cortes en el rostro y por entre las lamas de su armadura, consigue pegarse al príncipe y golpearlo con la parte llana de su espada, arrojándolo brutalmente a un lado sin desarmarlo. Un combate de hielo y fuego, según anunciara el título de la  reseña. Por la frialdad con la que lucha el príncipe y el ardor volcánico que opone su enemigo…
El ciego mandoble busca partirlo al medio pero Oberyn se revuelve plásticamente sin levantarse consiguiendo evitar que la hoja de Cleagane lo encuentre y dejándolo a la vez muy expuesto. Desde abajo, la punta bífida del príncipe se cuela entre las escamas del peto de la Montaña, atravesando cuero, tela y carne. El daño está hecho. Sólo hará falta tiempo para que el veneno haga su trabajo.

Sin embargo, la dosis no parece suficiente, porque el monstruoso ser Gregor, que había caído de rodillas entre el coral asombro del público, vuelve a ponerse en pie y continúa su faena de sablazos sin destino.
Las dos lenguas de la lanza de Oberyn reciben un golpe sesgado del mandoble y traban la hoja por un momento. Y sea por la mano maestra del dorniense o porque el sol, emblema de su casa, ha decidido jugar a su favor, la luz, reflejándose en las armas, parece deslumbrar por un instante al gigante, instante que aprovecha el príncipe para bajar bruscamente la lanza y herir en la pierna a su oponente con el espolón en que termina la hoja por el lado del asta, justo en la articulación detrás de la rodilla.


-¡Elia Martell! ¡La violaste! ¡La mataste! ¡Mataste a sus hijos! ¡Di quién te dio la orden!- exige Oberyn alejándose del derrotado ser Gregor y apuntando con un dedo acusador hacia el estrado de las autoridades.
Ahora, el príncipe camina a grandes trancos alrededor del monstruo postrado que inclina la cabeza como pidiendo clemencia.
Pero el dorniense sigue girando a su alrededor como un planeta a punto de desorbitarse, repitiendo su eterna cantinela, esa que ensaya desde la muerte de su hermana, desde su primer impulso de venganza.
-¡La violaste! ¡La mataste! ¡Mataste a sus hijos! ¡Di quien te dio la orden de semejante ultraje!
¿Le habla a un hombre herido o a un muerto?
Inútil que siga con su letanía: ser Cleagane ya no escucha, muerto o abotargado por la agonía. Y finalmente, acaba por desplomarse como la montaña que es. El estrépito de la ferretería que lo acoraza parece poner un punto final a la contienda.
Parece, sólo parece…
   
¿Debo seguir? ¿Vale espoilear?
Plantear el dilema es anunciarle al lector que no se ha animado aún con las cinco o seis mil páginas de Martin ni ha visto la serie, que debe detenerse. Si la inercia lectora que lleva es demasiado para él, no es mi problema.
Aclarado el punto, prosigo.
      
Ante el silencio del gigante caído, el dorniense se aleja de él hacia el estrado y vuelve a señalar a Twyn Lannister como responsable de su tragedia familiar. Sin embargo, a punto de decir algo, gira, corre unos pasos y salta empuñando la lanza por encima de su cabeza…
  
Y llegamos aquí a la cumbre del arte de Martin: “Emitió un grito feroz al bajar la lanza con todo el peso de su cuerpo detrás. El crujido del asta de fresno al partirse fue un sonido casi tan dulce como el gemido furioso de Cersei, y durante unos instantes, al príncipe Oberyn le salieron alas.” Esto le dicta su genio, estirando, deteniendo casi el momento sangriento y poético. Que lo mejore otra pluma, si puede.
  

El príncipe cae sobre el corpacho en cuclillas, embistiéndolo y clavando su lanza en medio de la negra coraza. La lanza, como dice Martin, se parte por la fuerza del impacto asomando del cuerpo del gigante al menos la mitad de su longitud. Oberyn pasa por encima de su enemigo yerto y cae más allá, parándose después de un estético vuelo.

Ahora Oberyn vuelve a señalar a Lannister como el culpable de la vejación y muerte de su hermana, mientras saborea íntimamente su triunfo y busca con la mirada la única mirada que le importa, la de Ellaria Arena.
Ellaria sonríe. Tyrion frota sus manos con entusiasmo de niño.
Pero... fatal error ese paréntesis del príncipe, que no sólo le cuesta la victoria sino la vida. Y de una manera tan oscura y espantosa que los que hemos leído y visto, quedamos boquiabiertos durante una pequeña eternidad.
Oberyn se halla tan cerca del cuerpo muerto que nada le cuesta al bestial ser Cleagane derribarlo de un guanteletazo en una de sus piernas. La misma mano levanta al príncipe caído como si fuera un muñeco de papier maché y lo sostiene en el aire para asestarle un revés de hierro con la otra mano que arranca todos sus dientes a la vez. Luego la Montaña, haciendo un esfuerzo verdaderamente geológico, se incorpora como si emergiera del suelo, gira poniéndose a horcajadas del príncipe, hinca sus pulgares revestidos de malla en sus ojos y aprieta, aprieta, aprieta, sin apiadarse de los gritos del deshecho dorniense.
-¿Elia Martell? ¡Sí, la maté! ¡Y mientras lo hacía, chillaba más fuerte que tú, muerto cualquiera! Después, violé su cuerpo tibio en medio de su preciosa sangre…
Mientras habla, Cleagane sigue apretando. Hasta que el delicado cráneo del príncipe cede ante las garras imparables que lo convierten en un amasijo de sesos, sangre y huesos triturados.
Extenuada, la Montaña se desploma como un roble abatido por un temporal.
El silencio, tras el dueto de gritos desatados del final, pasma.
Pero no tarda en ser quebrado por otro alarido desgarrador: el de Ellaria Arena.
Tyrion cierra los ojos…

En el centro del patio mana la sangre de la cabeza destrozada de Oberyn de Dorne y del cuerpo moribundo de ser Gregor Cleagane, formando una mancha común que bastaría para escribir la historia de los Siete Reinos si se mojara una pluma en ella…       
       
Fotogramas de la serie Game of Thrones, HBO
Textos sobrescritos en los fotogramas tomados de Tormenta de espadas, Editorial Plaza y Janés. 

          
                                                                                                 Néstor Antonio
                                                                                                 
                                                                                                  

                                                                                                                      

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