martes, 21 de abril de 2020

El amante de las torturas




¿Está el dueño? Pregunté al dependiente de la librería que, con el rostro vuelto hacia la espalda, desde los últimos peldaños de una escalera, clavaba en mí sus pupilas asombradas. 
—Tome asiento –me contestó– que ahora viene.
Mientras lo aguardaba, yo me puse a hojear, con mano distraída las páginas de un volumen de versos, forrado de seda malva, con rótulo violeta, que descansaba encima de otros varios, hasta que un perfume sutil, mitad de iglesia, mitad de alcoba, me hizo levantar la cabeza, obligándome a tender la vista por mi alrededor. 
Apenas hice un movimiento, mis ojos encontraron, frente por frente, a un joven de alta estatura, vestido con extremada elegancia, que se paseaba indiferentemente por entre los estantes de libros, como un príncipe hastiado por los bazares de esclavas sin fijar su atención en ninguno de ellos. Parecía ser uno de los familiares de la casa, porque le bastaba echar una simple ojeada a los anaqueles, para cerciorarse de que allí se encontraban siempre las mismas obras. Cuando veía, en el suelo, algún libro desconocido, se inclinaba a cogerlo, pero luego lo arrojaba, con visible repugnancia, sin ocuparse del sitio en que iba a caer. Al mirar el pliegue desdeñoso de sus labios, creeríase que había abierto un fruto lleno de gusanos o que había palpado la piel viscosa de un vientre de reptil. Así anduvo algunos instantes, de un extremo a otro de la librería, dejando a su paso la estela de un perfume singular, de un perfume que parecía combinado con granos de incienso y con flores de resedá, cuando lo vi detenerse ante una pila de volúmenes amarillos, dilatar las fosas nasales, ponerse lívido de emoción, abrir sus pupilas fosforescentes y, estirando su mano, como una garra de marfil, apoderarse de uno de los libros que, horizontalmente superpuestos, se escalonaban a sus pies. 
Como el dueño no había regresado, vino a sentarse, con su presa en la mano, cerca de mi asiento, brindándome ocasión para observarlo mejor. A pesar de su juventud, porque representaba a lo sumo unos treinta años, había en su persona tales huellas de cansancio, de agotamiento y hasta de decrepitud, que su figura producía cierto vago malestar. Daba la impresión de un convaleciente que salía del lecho después de una larga y dolorosa enfermedad. Bastaba fijarse en las partes laterales de su cabeza, donde la calvicie abría ya surcos irregulares, en el color vidrioso de sus pupilas, donde las miradas parecían emigrar por algunos instantes, en el afilamiento de la nariz, donde la respiración se deslizaba con dificultad, en la palidez casi diáfana de su rostro, donde la piel se adhería estrechamente a los huesos, en el arco violáceo de los labios, donde la púrpura de la sangre no brillaba jamás, y en los sacudimientos nerviosos de su persona, donde se advertía el paso del dolor físico que lo obligaba a cambiar frecuentemente de postura; para comprender que en su organismo se operaba, desde hacía algún tiempo, la absoluta descomposición, sin que fuesen poderosas para detenerla, ni la fuerza de sus pocos años, ni la estricta observancia de los más sabios preceptos facultativos. 
Inclinada la cabeza sobre el pecho, como el cáliz de una flor sobre su tallo, examinaba las páginas lustrosas del volumen que sostenía encima de sus rodillas, extasiándose en unas, doblando rápidamente otras, hasta que, al llegar el librero, se acercó a hablarle y, con el libro bajo el brazo, desapareció sin saludar.
—¿Quién es ese joven? –pregunté al dueño de la tienda que, acariciándose la barba, sonrió con cierta malignidad.
—Es un antiguo marchante mío, que usted debe haber visto aquí algunas veces. Yo no lo conozco bien, ni creo que nadie se pueda preciar de conocerlo, pero lo tengo por uno de los hombres más raros, más sombríos y más originales que se pueden encontrar. Todas las mañanas, si el día no se presenta nublado, porque entonces se queda en su casa, temeroso del aire húmedo, que le produce no sé qué enfermedad, lo encontrará recorriendo las librerías. Es un hombre que anda siempre a caza de libros, pero no los libros que le agradan a todo el mundo, sino de ciertos libros que sólo le he visto comprar a él. Cada semana, me trae una lista de obras que pide al extranjero, por conducto de la casa, los cuales me dejan siempre lleno de estupefacción. Todas tienen unos títulos muy raros, como Campanas en la noche, de un tal Retté, o la Imitación de Nuestra Señora la Luna, de cierto Jules Laforgue que, según me dijo, había sido lector de la Emperatriz Augusta. No siempre viene lo que encarga, porque el corresponsal me escribe que casi todo está agotado, pero entonces, sin que sepa yo de qué medios se vale él, las llega a conseguir.
—Y ¿qué libro ha comprado hoy?
—Una especie de historia de los martirios que se imponen a los misioneros católicos en las comarcas salvajes. En la biblioteca hay muchas obras de esa índole. Todo cuanto se publica sobre esas materias lo manda de seguida a hacer. Yo le aseguro que no hay otro ente, en el mundo entero, que se le parezca. Le gusta todo lo deforme, lo monstruoso, lo sangriento, lo torturado, lo que le hace sufrir. Es un hombre que se martiriza para conjurar el spleen. ¿No ha notado usted que muchas veces se introduce la mano por lo alto del pantalón y que, a los pocos momentos, empieza a hacer contorsiones al andar? Pues es porque lleva un cilicio a la cintura y, cada vez que se le afloja, se lo ciñe a la piel. Además, usa siempre un perfume muy extraño, un perfume de templo, a la vez que de lupanar, un perfume que se respira en su casa por todas partes.
—¿Ha estado usted en ella alguna vez?
—Sí, una vez estuve, pero no pienso volver más.
—¿Le pasó a usted algo malo?
—No me pasó nada, pero me quedé más de una semana sin dormir. Imagínese que ese hombre vive, en un barrio lejano, casi fuera de la población, por el que no se encuentran más que tipos enfermos, siniestros y espectrales. Vista por fuera, su casa no tiene nada de extraño, como no sea su estado ruinoso, capaz de amedrentar al que se pasee por debajo de sus balcones. Pero desde que traspasa el umbral, donde se encuentra un viejo paralítico, con unos espejuelos verdes y una barba blanca, que le cubre todo el pecho, se experimenta cierta opresión, cierto temor a algo inexplicable, cierto malestar análogo al que nos produciría la entrada en un panteón. Uno siente el deseo de alejarse, de echar a correr, como al abrir los ojos después de una noche de pesadilla, pero al mismo tiempo se encuentra uno dominado por una fuerza misteriosa que le paraliza la acción. Hay mañanas que, al verlo llegar, me ataca el deseo de interrogarle acerca de su modo de vivir, pero es tan frío, tan silencioso, tan despreciativo que nunca me atrevo a satisfacer mi curiosidad.
—Pero, por fin, ¿qué vio usted en aquella casa?
—Después que el portero, por medio de un niño, rubio como un ángel y hermoso como un efebo, anunció mi visita, se me ordenó subir al piso superior. Yo fui introducido, en un gabinete, severamente amueblado, pero donde nada me hería por su extrañeza. Empezaba a atribuir mi sensación de malestar a aquel perfume de que le he hablado a usted al principio. Lo único que me inquietaba era que el hombre tardaba en salir. Libre ya por completo de preocupaciones, comencé a escuchar, en el silencio de la pieza, una especie de chasquido acompañado de sollozos, como si se azotase a alguno en la casa, pero alguno que se encontraba imposibilitado para exhalar su dolor. Al mismo tiempo, el perfume se hacía más intenso, como también me parecía que una bocanada de humo se escapaba por la cerradura de la puerta inmediata. Ya me disponía a bajar, cuando vi deslizarse por una galería contigua, a una hermana de la Caridad, ajustándose la toca, que llevaba en la mano derecha un nimbo de oro, y, bajo el mismo brazo, un manto de Dolorosa, todo de terciopelo negro, cuajado de estrellas. Detrás de ésta apareció otra hermana, pálida y sofocada, que doblaba una túnica de merino azul, de ésas que envuelven los cuerpos de las Magdalenas en las antiguas pinturas italianas. Y, por último, después de las dos, surgió a mi vista la parte superior de una cruz de madera negra, de tamaño colosal, que un mestizo lívido con traje de sayón, cargaba sobre sus hombros agobiados.
—¿Estarían representando alguna escena de la Pasión?
—No lo sé; pero ya tenía el sombrero en la mano, cuando vi que aquel hombre, pálido hasta la transparencia y delgado hasta lo cadavérico, me hacía señas, a través de una nube de humo, desde la pieza inmediata, de que podía pasar. 
Yo había ido a llevarle unos libros que me había encargado y que llegaron en uno de esos períodos en que se solía eclipsar. Mientras se entretenía en examinarlos, me puse a observar con bastante detenimiento, todo lo que se encontraba a mi alrededor. Estábamos en una pieza vasta, casi cuadrada, cubierta por una alfombra roja, de un rojo quemado, floreada de mandrágoras, de enforbios, de eléboros y de todo género de plantas letales. Una red inmensa, tramada de hilos de seda, cubría las vigas del techo, mostrando en el centro, a manera de roseta, un quitasol japonés, de fondo plateado, donde se abrían flores monstruosas, quiméricas, extravagantes y amenazadoras. En cada uno de los ángulos del techo, se destacaba la silueta de un animal, bordada en relieve sobre los hilos de la red, pero trabajada con arte, que yo sentía acrecentarse mi malestar. En el uno, se veía un murciélago, abierta las alas de terciopelo gris, próxima ya a agitarse sobre nuestras cabezas; en el otro, un cocodrilo estiraba su cuerpo de un verde metálico, como dispuesto a abalanzarse sobre la presa olfateada; en éste, una serpiente desenroscaba sus anillos, erectando su lengua húmeda de baba; en aquél un dragón de fauces abiertas, deshacía con su garra el cuerpo de un faisán. Entre los intersticios, se destacaban otros animales pequeños, como lagartos, erizos y escorpiones, que parecían disecados, más bien que construidos por medios artificiales. La mesa en que escribía, toda de ébano, con incrustaciones de marfil, estaba cubierta de objetos adecuados, pero todos representaban, desde el tintero hasta la espátula, instrumentos de tortura. Junto a un lapicero, se veía un brazalete de oro, cubierto de esmalte negro, ensangrentado de rubíes, que parecía haberse desceñido de un brazo en aquellos momentos. Arañas velludas trepaban por las cortinas de encajes que ondeaban detrás de los balcones, por cuya vidriera de color de topacio se filtraba una luz de cirio, una luz fúnebre que melancolizaba la atmósfera de la habitación. 
Los cuadros que colgaban de las paredes entapizadas de un papel verde oscuro, rameado de hojas de otoño, también representaban escenas de tortura, escenas de sangre, escenas de crueldad, escenas de desolación.
Terminada su narración, el viejo librero, enjugándose la frente, emperlada de sudor, se fue a colocar detrás de la carpeta, atestada de libros, periódicos y cartas.
Y, sin decir una palabra, estreché su mano, cogí el sombrero y me refugié en mi soledad, donde he pensado mucho y donde pienso todavía en aquel extraño joven que, para conjurar su spleen, ha hecho del sufrimiento una voluptuosidad.

La Habana Elegante, 26 de febrero de 1893.


Julián del Casal (1863-1893)



Imagen: Estudio para La tentación de San Antonio, de Felicien Rops.



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