domingo, 5 de abril de 2020

Colmillos en un lienzo sagrado



Buenos vampiros (Fan Ediciones, 2010) es una fina antología de cuentos del género recopilada por Sebastián Beringheli, nombre vinculado a un prestigioso blog de literatura oscura.
Los textos e iconografía de ese blog (El Espejo Gótico), elegidos con el espíritu crítico de alguien cultivado y fascinado -no sólo en materia fantástica-, hacen pensar que todo en Buenos vampiros ha sido dirigido por la batuta obsesiva de Beringheli. Desde la selección, rica en nombres y títulos poco difundidos (amén de un puñado de clásicos que ningún antologista se animaría a soslayar), pasando por las reseñas que preceden cada uno de los cuentos, la contratapa (verdadero prólogo condensado, colmado de sangre y erudición, en tono académico y silvestre en agradable contrapunto),  hasta la extraña elección de la imagen de cubierta.

La cubierta: una vista parcial de La Gioconda con dos visibles orificios en el nacimiento del cuello.
A pesar de que la editorial otorga el crédito del "retoque digital en portada" a Alejandro D' Marco (chapeau por su tacto renacentista), nadie me quita de la cabeza que ha sido Beringheli el autor intelectual de esa portada. Porque poco o nada cuesta pensar que quien escribió la ristra de detalles eruditos de la contratapa (y fue Beringheli, o peco de soberbio), sabe de Walter Pater y de su fantástica descripción del cuadro de Leonardo...

Walter Horatio Pater (Londres, 1839 - Oxford, 1894), fue un escritor e historiador del arte cuya vida estuvo signada por Oxford desde sus tempranos años de estudiante hasta su muerte, acaecida en plena madurez creativa. Ejerció una gran influencia sobre la intelectualidad de su tiempo con su visión hedonista del arte clásico y moderno. "Un Ruskin amoral", dijo de él Oscar Wilde o algún discípulo menos encumbrado. Al parecer, esa fue la interpretación de sus superiores en Oxford al leer su llamado a la desobediencia cristiana implícito en la Conclusión de El Renacimiento (1873), libro que revolucionara los serenos claustros oxonienses, en el que Pater definiera su estética. Con él, la subjetividad cobró una relevancia inusitada, como nunca había tenido en el terreno de la crítica. Con elegante lucidez, proponía casi un acercamiento pagano al arte y a la cultura en general. Prueba de ello es el mentado pasaje que escandalizara a las monolíticas  autoridades de Oxford:

La realidad de nuestra vida se reduce, pues, a un trémulo fuego fatuo que se renueva sin cesar en la corriente, a una impresión vívida, a un recuerdo más o menos vago de esos momentos desaparecidos. Es en este movimiento, en este flujo y disolución de impresiones, imágenes, sensaciones, en esta continua desaparición, en esta extraña y perpetua creación y destrucción de nosotros mismos, donde se detiene el análisis.
Filosofar, dice Novalis, es sacarse la flema, vivificarse. El servicio de la filosofía, de la cultura especulativa al espíritu humano es despertarlo e incitarlo a una vida de observación constante y ansiosa. A cada momento aparece una forma perfecta en una mano o un rostro; la montaña o el mar adquieren un color más exquisito, y un modo de pasión, de comprensión, de inquietud intelectual nos resulta irresistiblemente real y atractivo: pero sólo en ese instante. La experiencia misma, y no el fruto de la experiencia, es la finalidad. Sólo se nos concede un corto número de pulsaciones de una vida abigarrada y dramática. ¿Cómo podemos ver en ellas todo lo que le es dable observar allí a los sentidos más finos? ¿Cómo podemos pasar con la mayor rapidez de un punto a otro y estar siempre presentes en el foco donde el número más grande de fuerzas vitales se unen en su más pura energía?
Arder siempre con esta fuerte llama que semeja una gema, mantener este éxtasis, es el éxito de la vida.

Una propuesta peligrosamente cercana a aquella consigna de mejor arder en un instante que consumirse lentamente (¿Neil Young?) de mis años jóvenes.

En el ensayo Leonardo da Vinci, al referirse a La Gioconda, Pater suelta la rienda de su subjetividad y deriva por aguas lisérgicas de una belleza que nadie superará en el ámbito de la crítica valorativa, me atrevo a decir.
Después de un breve párrafo donde muestra cierto intento de objetividad, empieza a nublarse el crítico y a asomar el poeta. "Todos conocemos el rostro y las manos de esta figura femenina sentada en un banco de mármol, rodeada de rocas fantásticas y como bañada por una pálida luz submarina." Habla luego de "un álbum de dibujos, de un valor inestimable, que perteneció una vez a Vasari, donde se encontraban algunos dibujos de Verrocchio que representaban rostros de tan sugestiva belleza, que Leonardo los copió muchas veces en su adolescencia. Es difícil no ver en estos dibujos del viejo y olvidado maestro el germen de la sonrisa inescrutable y vagamente siniestra que aparece en toda la obra de Leonardo." ¿Encontrar en Verrocchio "el germen de la sonrisa inescrutable" de Mona Lisa? ¿En Verrocchio, que, ante la belleza de un ángel de Leonardo, rompió sus pinceles cediendo su lugar al discípulo illuminato? Ya en este pasaje, el académico está perdido o cuando menos mareado. Sigue así unas cuántas líneas y, fuera definitivamente el pie del estribo, se lanza a su famoso soliloquio:

La figura que se elevó así tan extrañamente a orillas del agua, expresa lo que en el curso de mil años los hombres llegaron a desear. Suya es la cabeza hacia la cual todos "los fines del mundo convergen", y sus párpados están ya un poco cansados. Es una belleza creada en el interior y que se imprime en la carne, receptáculo, en cada una de sus células, de pensamientos extraños, de ensueños fantásticos, de pasiones exquisitas. Colocadla un instante junto a una blanca diosa griega o al lado de una mujer bella de la antigüedad, y veréis cómo quedarán turbadas ante esta belleza en la que penetró el alma con todas sus inquietudes. Todos los pensamientos, las experiencias del mundo, grabaron y modelaron aquí, mediante su máximo poder de refinar la forma exterior y hacerla expresiva, el animalismo de Grecia, la lujuria de Roma, el misticismo de la Edad Media con sus ambiciones espirituales y sus amores imaginativos, el retorno del mundo pagano, los pecados de los Borgia. Es más vieja que las rocas entre la cuales se sienta; como el vampiro, ha estado muerta muchas veces y conoce el secreto de la tumba; ha descendido a mares profundos y conserva en torno de ella su luz mortecina; ha traficado en extraños tejidos con mercaderes de Oriente; como Leda, ha sido madre de Helena de Troya, y, como Santa Ana, madre de María. Y todo esto no ha sido para ella más que son de liras y de flautas y sólo sobrevive en la delicadeza con que ha modelado sus facciones cambiantes y el color con que ha teñido sus párpados y sus manos. El sueño de una vida perpetua que contiene en sí miles de experiencias, es muy viejo; a su vez, la filosofía moderna concibió la idea de una humanidad como suma y compendio de todos los modos de pensamiento y de vida. Indudablemente, podría considerarse a Mona Lisa como la encarnación del sueño antiguo y como el símbolo de la idea moderna.

Como Poe, como Lovecraft tantas veces a la hora de sentarse a escribir, tuve la última frase de este artículo apenas me puse a pensar en él. Frase que no me atrevo a anotar como no sea proponiéndole al lector la fantasía de un encuentro imposible en un pub de San Telmo o en una cervecería de Barrio Norte, con Borges discurriendo sobre Pater y su particular visión de La Gioconda y el pelado Cordera, ex Bersuit, sentenciando, con la aquiescencia del autor de Ficciones
-¡La subjetividad al palo!

Daniel Milano

No hay comentarios.:

Publicar un comentario