jueves, 30 de enero de 2020

Castillo



Castillo sacro y profano. Castillo gótico erigido al pie de las suaves estribaciones cordobesas. Castillo lleno de misterios, como aquel del poema de Poe en La máscara de la Muerte Roja. Castillo oscuro y sublime.

O como la paloma. Mi mejor paloma, paloma que regalé pero debí matarla, reventarle la cabeza contra las piedras porque un segundo antes yo la tenía en mi mano y en la otra mano estaba su pareja, hermoso macho azul de ojos color borravino que se quedó conmigo mientras ella saltaba el saledizo de la trampa del palomar, y otro macho cayó como una sombra desde el cielo y yo no podía moverme, hipnotizado por la excitación y por el asco, porque a unos centímetros de mi cara ella se agazapó como hacen las palomas y el otro hinchaba el buche arrogante, daba vueltas a su alrededor, murmuraba el terrible canto de amor de los palomos, y yo gritaba puta, puta porque ella se agazapó y el otro estaba encima, puta como mi madre, mientras al hermoso macho azul se le partía el corazón como una copa de sangre.


-Tengo una curiosidad -dijo después-. ¿Viste una especie de langosta que estaba ahí y saltó por la ventana?
-No -dije-. Pero una vez vi un mamboretá. Un mamboretá comiéndose una mariposa. Verde y esquelético, parecía comulgar. Se la comía con una parsimonia que helaba la sangre. Era casi sagrado. Yo estaba más o menos a dos centímetros. Tienen la cabeza como una esmeralda muerta. De golpe giró sus ojitos de marciano en el extremo del pescuezo y me miró.

De Crónica de un iniciado, Abelardo Castillo
Seix Barral (2018), páginas 33 y 46 respect.




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