2 de abril de 2019. Con la guardia baja, escucho en la radio el índice del hambre infantil en la Argentina medido por el Observatorio de la Deuda Social de la Infancia de la Universidad Católica, fuente respetable según el consenso especializado: 13%. En la nota, se explica que la situación se debe no al desabastecimiento sino a los precios de los alimentos, a la falta de trabajo, a los magros ingresos de los que aún cuentan con un empleo, al recorte de los planes sociales... Esto en el último año de un gobierno cuyo eslogan de campaña fuera "Pobreza Cero", antes y después (mientras pudo esconder su pésima gestión con la ayuda de los medios de comunicación dominantes) de hacerse con el poder. Y en una nación que produce alimentos, indígnese conmigo el lector, para 500 millones de personas. No siendo ni 50 millones los habitantes de la Argentina, el dato de la UCA resulta escalofriante. Esto es Oscuridad, con mayúscula.
El hambre en el mundo no es cosa nueva. Los desórdenes geológicos y climáticos, las guerras, las pestes desatadas sobre grandes zonas de cosecha y de cría asociadas a guerras o cataclismos, suelen ser factores desencadenantes de hambre.
Ninguna guerra debe ser perdonada, pero menos la falta de comida en la mesa en época de paz por malas o inexistentes políticas de distribución de la riqueza, sobre todo cuando se trata de riqueza natural.
Ahora bien, ¿puede la literatura jugar creativamente con el hambre? Entiendo que sí, al menos con el hambre como efecto colateral de la guerra. Creo que lo ha probado el genio de Curzio Malaparte en su libro La piel, de 1949.
Con respecto al hambre generada por aviesas maniobras políticas y económicas, no me atrevería a decir lo mismo. Es tema demasiado indignante y doloroso para ponerse a jugar con él, artísticamente o de cualquier otro modo. Se descuenta que hablo de escritores de bien; las neurosis extremas quedan afuera de este tipo de consideraciones.
(Sin pensarlo demasiado, tampoco es decente hacerlo con el hambre producto de la guerra. Roza lo inhumano sólo pensar en ello. Pero el cinismo de Malaparte llega a veces a lo inhumano y hasta lo trasciende. Veamos.)
La piel es un retrato de Italia hacia fines de la Segunda Guerra, centrada en la vida napolitana en los meses transcurridos desde el desembarco del ejército norteamericano y la batalla de Monte Cassino. Otros hechos y escenarios muestra la obra, pero no nos interesan.
Los italianos reciben a los yanquis como libertadores pero saben que se trata de un enroque de opresores, que la liberación real demandará mucho tiempo, sudor y lágrimas. El astuto tío Sam ha pisado Europa casi al final de la conflagración por dos razones: darle pelea a Hitler lejos de su territorio y hacerse con toda la riqueza material y estratégica posible. Contemporáneamente, sin perspectiva histórica, así lo interpreta Malaparte y lo expresa en La piel con su cinismo sin par.
Pero tampoco es la guerra, ni el apetito geopolítico norteamericano lo que nos interesa aquí, sino las vicisitudes alimentarias de los mismísimos ocupantes y habitantes de Nápoles en aquella coyuntura. No hay comida. No hay comida para el general Cork, jefe de las fuerzas de ocupación (quien, bárbaramente, ha utilizado hasta las especies raras del Acuarium de Nápoles para convidar a gentes relevantes), ni para la invitada a la que debe agasajar, una lady vinculada a los altos mandos. Soldados y napolitanos se arreglan con los mendrugos a mano. Pero una enviada del gobierno de los Estados Unidos no puede ser recibida sin una cena de gala, bien lo sabe el general. Las apariencias importan. Es necesario improvisar un plato local, una de esas mentadas exquisiteces italianas.
La guerra, sin embargo, ha estragado a Nápoles. La fauna ictícola, sustento local básico, ha desaparecido, migrada o destruida por la presencia de los barcos de guerra y las minas alemanas, algunas de las cuales estallan como Vesubios submarinos en el bello golfo napolitano.
El general Cork, agotados los recursos para procurarse una vianda digna de su invitada, da una orden desesperada: cocinar el último ejemplar de sus peceras de aprovisionamiento.
Ni más ni menos que la sirena del Acuarium...
Pero mejor leer a Malaparte (en la bella aunque recientemente tildada de puritana versión de Barret Bosch) que contar defectuosamente lo leído.
En aquel momento la puerta se abrió y en el umbral, precedidos del mayordomo, aparecieron cuatro criados de librea trayendo a la manera antigua, sobre una especie de angarillas recubiertas de un brocado rojo con el escudo de los duques de Toledo, un inmenso pez colocado sobre una enorme fuente de plata maciza. Un "¡oh!" de júbilo y admiración recorrió la mesa, y exclamando: "¡He aquí la sirena!", el general Cork se volvió hacia Mrs. Flat haciendo una inclinación.
El mayordomo, ayudado por los criados, colocó la fuente en medio de la mesa, delante del general Cork y de Mrs. Flat y se retiró unos pasos. Un débil grito de horror escapó de los labios de Mrs. Flat y el general se puso lívido.
Una chiquilla, algo que parecía una chiquilla, estaba tendida sobre la espalda en medio de la fuente, sobre un lecho de verdes hojas de lechuga, en el centro de una gran guirnalda roja de corales. Tenía los ojos abiertos, los labios entornados; y miraba con ojos de maravilla el Triunfo de Venus del techo pintado por Luca Giordano. Estaba desnuda, pero la piel obscura brillante, del mismo color del vestido de Mrs. Flat, modelaba, como un vestido muy ceñido, sus formas todavía torpes, pero ya armoniosas, la dulce curva de los flancos, la leve prominencia del vientre, los pequeños senos virginales, los hombros anchos y llenos.
Podía tener no más de ocho o diez años, si bien a primera vista, tan precoz era, con formas ya femeninas, podía parecer de quince. Aquí y allá, destrozada por la cocción, especialmente sobre los hombros y los flancos, la piel dejaba ver, por los cortes y las resquebrajaduras, la carne tierna, argentina, en un punto dorada, en otro, hasta parecer vestida de violeta y amarillo, como la propia Mrs. Flat. Y como Mrs. Flat tenía el rostro (que el ardor del agua hirviendo había hecho saltar fuera de la piel como salta la de un fruto demasiado maduro) parecido a una reluciente máscara de porcelana antigua, y los labios salientes, y la frente alta y estrecha, los ojos redondos y verdes. Tenía los brazos cortos, una especie de aletas terminadas en punta, en forma de manos sin dedos. Un tufo de crines le brotaba de la cabeza, que parecían cabellos y bajaban por los lados del pequeño rostro, como hecho de grumos, que parecía esbozar una mueca de sonrisa alrededor de la boca. Los flancos, largos y esbeltos, terminaban, como dice Ovidio, in piscem, en cola de pez. Yacía aquella chiquilla en la fuente de plata y parecía dormir. Pero, por un imperdonable olvido del cocinero, dormía como duermen los muertos, con los ojos abiertos, como aquellos a quienes nadie ha tenido la piadosa atención de bajar los párpados, con los ojos abiertos. Y miraba los tritones de Luca Giordano soplar en sus conchas marinas y los delfines enganchados en la cola de Venus, galopando sobre las olas, y Venus desnuda sentada en su áurea concha y el blanco y rosado cortejo de sus Ninfas y Neptuno, tridente en mano, correr sobre el mar arrastrado por la fuga de sus blancos caballos, sedientos todavía de la sangre de Hipólito. Miraba aquel Triunfo de Venus pintado en el techo, aquel mar turquesa, aquellos peces argentinos, aquellos verdes monstruos marítimos, aquellas blancas nubes errantes en el fondo del horizonte y sonreía estática; aquel era su mar, aquella era su patria perdida, el país de sus sueños, el reino feliz de las sirenas.
Era la primera vez que veía una chiquilla cocida, una chiquilla hervida; y callaba, poseído de un terror sacro. Todos, en torno a la chiquilla, estaban pálidos de horror.
El general Cork levantó la vista hacia sus comensales y con voz temblorosa exclamó:
-¡Pero eso no es un pescado! ¡Es una chiquilla!
-No -dije-, es un pescado.
-¿Está seguro de que es un pescado, un verdadero pescado? -dijo el general Cork pasándose la mano por la frente bañada de un sudor frío.
-Es un pescado -dije-, es la famosa sirena del Acuarium.
Después de la liberación de Nápoles, los aliados habían prohibido por razones militares la pesca en el golfo; entre Sorrento y Capri, entre Carpi e Ischia, el mar estaba plagado de minas errantes que hacían peligrosa la pesca. Y tampoco los aliados, especialmente los ingleses, se fiaban de dejar que los pescadores saliesen a alta mar por temor a que llevasen informaciones a los submarinos alemanes o les procurasen nafta, o pusiesen de un modo u otro en peligro los centenares de navíos de guerra, transportes militares y Liberty-ships, anclados en el golfo. ¡Desconfiar de los pescadores napolitanos! ¡Creerlos capaces de un tal delito! Pero lo mismo daba; la pesca estaba prohibida.
En todo Nápoles era imposible encontrar no digo ya un pescado, sino una rodaja de pescado; ni una sardina, ni una escorpina, ni una langosta, un salmonete, un pulpito, nada. De manera que el general Cork, cuando ofrecía una cena a algún alto oficial aliado, a un mariscal Alexander, a un general Juin, a un general Anders o a cualquier importante hombre político, a un Churchill, a un Vichinsky, a un Bogomolov o a cualquier comisión de senadores americanos venidos en avión de Washington para recoger las críticas de los soldados de la V Army a sus generales, y sus opiniones, y sus consejos sobre los más graves problemas de la guerra, había tomado la costumbre de surtir su mesa con los peces del Acuarium de Nápoles que, después del de Mónaco, es sin duda el más importante de Europa.
En las cenas del general Cork el pescado era siempre, por consiguiente, fresquísimo y de especies raras. Durante la cena que había dado en honor del general Eisenhower, habíamos comido el famoso "pulpo gigante" ofrecido al Acuarium de Nápoles por el emperador de Alemania Guillermo II. Los célebres peces japoneses llamados "dragones", donativo del emperador del Japón Hiro Hito, fueron sacrificados en la mesa del general Cork en honor de un grupo de senadores americanos. La enorme boca de aquellos peces monstruosos, las branquias amarillas, las aletas negras y rojas parecidas a alas de murciélagos, la cola verde y oro, la frente erizada de puntas y crestada como el yelmo de Aquiles, habían deprimido profundamente el ánimo de los senadores americanos ya preocupados por la marcha de la guerra contra el Japón. Pero el general Cork a cuyas virtudes militares acompañaba la cualidad de perfecto diplomático, había levantado el ánimo de sus comensales entonando el "Johnny got a zero", la famosa canción de los aviadores del Pacífico que todos cantaron a coro.
Los primeros tiempos, el general Cork había hecho pescar el pescado para su mesa en las riberas del Lago de Lucrino, célebre por las feroces y exquisitas morenas que Lúculo, que tenía su villa en las cercanías de Lucrino, alimentaba con la carne de sus esclavos. Pero los periódicos americanos, que no perdían ocasión de hacer acerbas críticas del Alto Mando de la U. S. Army, habían acusado al general Cork de mental cruelty, por haber obligado a sus huéspedes, "respetables ciudadanos americanos", a comer las morenas de Lúculo. "¿Puede decirnos el general Cork -habían osado imprimir algunos periódicos- con qué carne nutre a sus morenas?"
Como consecuencia de esas acusaciones el general Cork dio inmediatamente la orden de pescar los peces para su mesa en el Acuarium de Nápoles. Y así, uno a uno, los peces más raros, los más famosos del Acuarium, fueron sacrificados a la mental cruelty del general Cork; incluso el famoso pez espada , regalo de Mussolini (que fue servido hervido rodeado de patatas hervidas), y el magnífico atún, donativo de su majestad Vittorio Emmanuele III, y las langostas de las islas Wright, gracioso regalo de Su Majestad Jorge V de Inglaterra.
Las preciosas ostras perlíferas que S. A. el duque de Aosta, virrey de Etiopía, había enviado al Acuarium (eran ostras perlíferas de la costa de Arabia, frente a Massaua), habían alegrado la cena que el general Cork ofreció a Wichinsky, vicecomisario soviético de Asuntos Exteriores, entonces representante de la URSS en la Comisión Aliada en Italia. Wichinsky quedó muy maravillado de encontrar en cada una de las ostras una perla rosada del color de la luna naciente. Y levantó la vista del plato, mirando al general Cork con la misma mirada con la cual hubiera mirado al emir de Bagdad durante una cena de Las Mil y Una Noches.
-No escupa usted el hueso -le había dicho el general Cork-; es delicioso.
-¡Pero si es una perla! -había exclamado Wichinsky.
-Of course, is a pearl! Dont't you like it?
Wichinsky se había embuchado la perla murmurando entre dientes en ruso:
-¡Estos asquerosos capitalistas!...
Y no menos maravillado quedó Churchill cuando, invitado a cenar por el general Cork, encontró en su plato un extraño pescado, redondo y delgado, de color acero, parecido al disco de los antiguos discóbolos.
-¿Qué es eso? -preguntó Churchill.
-A fish, un pescado -respondió el general Cork.
-A fish? -dijo Churchill, observando atentamente aquel extraño animal.
Imperdible el breve diálogo entre el ingenuo y brutal norteamericano y su mayordomo, italiano desapasionado de cinismo malapartesco:
-¿Cómo se llama este pescado? -preguntó el general Cork al mayordomo.
-Es un torpedo -respondió el mayordomo.
-What? -peguntó Churchill.
-Un torpedo -dijo el general Cork.
-¿Un torpedo? -dijo Churchill.
-Yes, of course, a torpedo -dijo el general Cork; y volviéndose hacia el mayordomo le preguntó qué era un torpedo.
-Un pez eléctrico -dijo el mayordomo.
-Ah, yes, of course, un pez eléctrico! -dijo el general Cork, mirando a Churchill; y los dos quedaron mirándose, como dos peces entre dos aguas que no se atreven a tocar el torpedo.
-¿Está usted seguro de que no es peligroso? -preguntó Churchill, después de algunos instantes de silencio.
El general se volvió hacia el mayordomo.
-¿Cree usted que puede ser peligroso tocarlo? Está lleno de electricidad.
-La electricidad -respondió el mayordomo en inglés pronunciado con un acento napolitano- es peligrosa cuando está cruda; cocida no hace daño.
-¡Ah! -exclamaron a la vez Churchill y el general Cork; y lanzando un suspiro de alivio tocaron el pescado con la punta de su tenedor.
Pero un buen día se acabaron los peces del Acuarium; no quedaba más que la famosa Sirena (ejemplar bastante raro de esa especie de "sirénidos" que por su forma casi humana han dado lugar a la antigua leyenda de las sirenas), y algunas maravillosas ramas de coral.
El general Cork que tenía la laudable costumbre de ocuparse personalmente de las más íntimas cosas, había preguntado al mayordomo qué calidad de pescado podría encontrarse en el Acuarium para la cena en honor de Mrs. Flat.
-Poco ha quedado -contestó el mayordomo-, la sirena y algunas ramas de coral.
-¿Es un buen pescado la sirena?
-¡Excelente! -contestó el mayordomo sin pestañear.
-¿Y los corales? -preguntó el general Cork, que cuando se ocupaba de cosas de comida era sumamente minucioso-, ¿son buenos para comer?
-No, los corales no, son un poco indigestos.
-Entonces nada de corales.
-Podemos ponerlos alrededor -había respondido imperturbable el mayordomo.
-That's fine!
Y el mayordomo había escrito en la minuta de la cena.
"Sirena salsa mayonesa con corales"
Y ahora todos contemplaban lívidos, mudos de sorpresa y de horror aquella pobre chiquilla muerta, tendida con los ojos abiertos sobre la fuente de plata, sobre un lecho de verdes hojas de lechuga, en medio de una guirnalda roja de corales.
Recorriendo las miserables callejuelas de Nápoles, ocurre con frecuencia vislumbrar en alguna habitación "baja", un muerto tendido en la cama entre una guirnalda de flores. Y no es raro ver a una chiquilla muerta. Pero no había visto nunca a una chiquilla muerta tendida entre una guirnalda de corales. ¡Cuántas pobres madres hubieran augurado para sus hijas muertas una tan maravillosa guirnalda de corales! Los corales se parecen a las ramas del melocotonero en flor, dan alegría al mirarlos, dan un no sé qué de alegre, de primaveral, a los cadáveres de los chiquillos. Yo miraba aquella pobre chiquilla hervida, y temblaba de piedad y de orgullo dentro de mí. ¡Qué maravilloso país es Italia!, pensaba. ¿Qué otro pueblo del mundo puede permitirse el lujo de ofrecer a un ejército extranjero que ha destruído su patria una sirena con mayonesa, rodeada de corales? ¡Ah! ¡Valía la pena perder la guerra, sólo para ver a aquellos oficiales americanos, a aquella orgullosa mujer americana, pálidos, aterrados de horror, en torno al cadáver de una sirena, de una deidad marina muerta sobe una fuente de plata, en la mesa de un general americano!
-Disguting!-exclamó Mrs. Flat tapándose los ojos con la mano.
-Yes... I mean... yes... -balbuceaba pálido y tembloroso el general Cork.
-¡Llevaos eso pronto! ¡Llevaos esta cosa horrible! -gritó Mrs. Flat.
-¿Por qué? -dije-, es un pescado excelente.
-¡Pero tiene que ser un error!... I beg pardon... but... debe ser un error... I beg pardon...
-balbuceó, con un lamento de dolor el pobre general Cork.
-Les aseguro que es un pescado excelente -dije.
-¡Pero no podemos comer that... esta chiquilla... that poor girl! -dijo el coronel Eliot.
-No es una chiquilla -dije-, es un pescado.
-General -dijo Mrs. Flat con voz severa-, espero que no me obligará a comer that... this... that poor girl!
-¡Pero si es un pescado! -dijo el general Cork-, un pescado excelente. He knows...
-No he venido a Europa para que su amigo Malaparte and you me obliguen a comer carne humana -dijo Mrs. Flat con voz que temblaba de rabia-, dejemos para este barbarous italian people to eat children at diner. I refuse. I am a honest american woman. I don't eat italian children!
-I am sorry, I am terribly sorry -dijo el general Cork, enjugándose la frente bañada de sudor-, pero en Nápoles todo el mundo come esa especie de chiquillos... yes... I mean... that sort of fish!... ¿No es verdad, Malaparte, que that sort of children... of fish... is excellent?
-Es un pescado excelente -respondí- y, ¿qué importa que tenga el aspecto de una chiquilla? Es un pescado. En Europa los peces no tienen obligación de parecer peces.
-¡Ni en América tampoco! -exclamó el general Cork, contento de encontrar a alguien que tomase su defensa.
-¿What? -gritó Mrs. Flat.
-En Europa -dije-, los peces son libres, ¡por lo menos los peces! Nadie les prohíbe parecerse a.. qué sé yo... a un hombre, a una chiquilla, a una mujer. Y esto es un pez aunque... Por otra parte -añadí- ¿qué creían ustedes venir a comer a Italia, el cadáver de Mussolini?
-Ah, ah, ah, funny! -gritó el general Cork con una risa demasiado estridente para ser sincera-. ¡Ja, ja, ja! -Y todos le hicieron coro, con una carcajada en la cual el espanto, la duda, la alegría y el horror se conjugaban extrañamente. No he querido nunca tanto a los americanos, no los querré nunca tanto como aquella noche, en aquella mesa, delante de aquel pescado.
-No pretenderá usted, espero -dijo Mrs. Flat, pálida de ira y horror-, ¡no pretenderá hacerme comer de esta horrible cosa! ¡Usted olvida que soy americana! ¿Qué dirían en Washington, general, qué dirían en el War Departament si supiesen que en sus cenas se comen chiquillas hervidas, boiled girls?
-I mean?... yes... of course... -balbuceó el general Cork, dirigiéndome una mirada de súplica.
-Boiled girls with mayonese! -añadió Mrs. Flat con voz helada.
-Olvida usted el acompañamiento de corales -dije, como si quisiera con mis palabras justificar al general Cork.
-I don't forget corals! ¡No olvido los corales! -exclamó Mrs. Flat fulminándome con la mirada.
-Get out! -gritó de improviso el general Cork al mayordomo, indicándole con el dedo la sirena-, get out that thing!
-General, wait a moment, please -dijo el coronel Brown, capellán del Cuartel General- we must bury that... that poor fellow.
-What? -exclamó Mrs. Flat.
-Hay que enterrar este... esta... I mean... -dijo el capellán.
-Do you mean... -dijo el general Cork.
-Yes, I mean bury -dijo el capellán.
-But... it's a fish... -dijo el general Cork.
-Es posible que sea un pescado -dijo el capellán-, pero tiene más bien el aspecto de una chiquilla... Permítame que insista; nuestro deber es dar sepultura a esta chiquilla... I mean, a este pescado. We are christians. ¿No somos acaso cristianos?
-Lo dudo -dijo Mrs. Flat, dirigiendo al general una fría mirada de desprecio.
-Yes, I suppose... -dijo el general Cork.
-We must bury it -dijo el general Brand.
-All right -dijo el general Cork-, pero, ¿dónde debemos enterrarlo? Yo propondría tirarlo a la basura; me parece lo más sencillo.
-No -dijo el capellán-; no estoy del todo seguro de que sea un pescado. Hay que darle una sepultura más decente.
-¡Pero en Nápoles no hay cementerios para peces! -dijo el general Cork volviéndose hacia mí.
-No creo que los haya -dije-; los napolitanos no entierran a los peces, se los comen.
-Podemos enterrarlo en el jardín -dijo el capellán.
-Esto es una buena idea -dijo el general Cork, iluminándosele el rostro-. Podemos enterrarlo en el jardín.- Y volviéndose hacia el mayordomo añadió-: Por favor, vayan a enterrar esto..., este pobre pescado en el jardín.
-Sí, mi general -dijo el mayordomo, inclinándose, mientras los criados levantaban la enorme fuente de plata maciza y la depositaban sobre las angarillas.
-He dicho enterrarlo en el jardín -dijo el general Cork-; les prohíbo que se lo coman en la cocina.
-¡Oh, mi general! -dijo el mayordomo-. Pero, ¡es una lástima! ¡Un pescado tan bueno...!
-No estoy seguro de que sea un pescado -dijo el general Cork- y les prohíbo que se lo coman.
El mayordomo se inclinó; los criados se dirigieron hacia la puerta llevando sobre las angarillas la reluciente fuente de plata, y todos seguimos con una mirada triste aquel extraño cortejo fúnebre.
-Será mejor -dijo el capellán levantándose de la mesa- que vaya a vigilar la sepultura. No quiero tener nada sobre la conciencia.
-Thank you, Father -dijo el general Cork, enjugándose la frente y dirigiendo tímidamente una mirada a Mrs. Flat con un suspiro de alivio.
-Oh, Lord! -dijo Mrs. Flat, alzando los ojos al cielo.
Estaba pálida y las lágrimas brillaban en sus ojos. Me causó placer verla conmovida, le agradecí profundamente aquellas lágrimas. La había juzgado mal; Mrs. Flat era una mujer de corazón. Si lloraba por un pescado, hubiera acabado sin duda, un día, sintiendo incluso piedad por el pueblo italiano, llorando por los duelos y los sufrimientos de mi pobre pueblo.
Imagen de cabecera: Sirena, de Elisabeth Jerichau Baumann.
Ninguna guerra debe ser perdonada, pero menos la falta de comida en la mesa en época de paz por malas o inexistentes políticas de distribución de la riqueza, sobre todo cuando se trata de riqueza natural.
Ahora bien, ¿puede la literatura jugar creativamente con el hambre? Entiendo que sí, al menos con el hambre como efecto colateral de la guerra. Creo que lo ha probado el genio de Curzio Malaparte en su libro La piel, de 1949.
Con respecto al hambre generada por aviesas maniobras políticas y económicas, no me atrevería a decir lo mismo. Es tema demasiado indignante y doloroso para ponerse a jugar con él, artísticamente o de cualquier otro modo. Se descuenta que hablo de escritores de bien; las neurosis extremas quedan afuera de este tipo de consideraciones.
(Sin pensarlo demasiado, tampoco es decente hacerlo con el hambre producto de la guerra. Roza lo inhumano sólo pensar en ello. Pero el cinismo de Malaparte llega a veces a lo inhumano y hasta lo trasciende. Veamos.)
La piel es un retrato de Italia hacia fines de la Segunda Guerra, centrada en la vida napolitana en los meses transcurridos desde el desembarco del ejército norteamericano y la batalla de Monte Cassino. Otros hechos y escenarios muestra la obra, pero no nos interesan.
Los italianos reciben a los yanquis como libertadores pero saben que se trata de un enroque de opresores, que la liberación real demandará mucho tiempo, sudor y lágrimas. El astuto tío Sam ha pisado Europa casi al final de la conflagración por dos razones: darle pelea a Hitler lejos de su territorio y hacerse con toda la riqueza material y estratégica posible. Contemporáneamente, sin perspectiva histórica, así lo interpreta Malaparte y lo expresa en La piel con su cinismo sin par.
Pero tampoco es la guerra, ni el apetito geopolítico norteamericano lo que nos interesa aquí, sino las vicisitudes alimentarias de los mismísimos ocupantes y habitantes de Nápoles en aquella coyuntura. No hay comida. No hay comida para el general Cork, jefe de las fuerzas de ocupación (quien, bárbaramente, ha utilizado hasta las especies raras del Acuarium de Nápoles para convidar a gentes relevantes), ni para la invitada a la que debe agasajar, una lady vinculada a los altos mandos. Soldados y napolitanos se arreglan con los mendrugos a mano. Pero una enviada del gobierno de los Estados Unidos no puede ser recibida sin una cena de gala, bien lo sabe el general. Las apariencias importan. Es necesario improvisar un plato local, una de esas mentadas exquisiteces italianas.
La guerra, sin embargo, ha estragado a Nápoles. La fauna ictícola, sustento local básico, ha desaparecido, migrada o destruida por la presencia de los barcos de guerra y las minas alemanas, algunas de las cuales estallan como Vesubios submarinos en el bello golfo napolitano.
El general Cork, agotados los recursos para procurarse una vianda digna de su invitada, da una orden desesperada: cocinar el último ejemplar de sus peceras de aprovisionamiento.
Ni más ni menos que la sirena del Acuarium...
Pero mejor leer a Malaparte (en la bella aunque recientemente tildada de puritana versión de Barret Bosch) que contar defectuosamente lo leído.
En aquel momento la puerta se abrió y en el umbral, precedidos del mayordomo, aparecieron cuatro criados de librea trayendo a la manera antigua, sobre una especie de angarillas recubiertas de un brocado rojo con el escudo de los duques de Toledo, un inmenso pez colocado sobre una enorme fuente de plata maciza. Un "¡oh!" de júbilo y admiración recorrió la mesa, y exclamando: "¡He aquí la sirena!", el general Cork se volvió hacia Mrs. Flat haciendo una inclinación.
El mayordomo, ayudado por los criados, colocó la fuente en medio de la mesa, delante del general Cork y de Mrs. Flat y se retiró unos pasos. Un débil grito de horror escapó de los labios de Mrs. Flat y el general se puso lívido.
Una chiquilla, algo que parecía una chiquilla, estaba tendida sobre la espalda en medio de la fuente, sobre un lecho de verdes hojas de lechuga, en el centro de una gran guirnalda roja de corales. Tenía los ojos abiertos, los labios entornados; y miraba con ojos de maravilla el Triunfo de Venus del techo pintado por Luca Giordano. Estaba desnuda, pero la piel obscura brillante, del mismo color del vestido de Mrs. Flat, modelaba, como un vestido muy ceñido, sus formas todavía torpes, pero ya armoniosas, la dulce curva de los flancos, la leve prominencia del vientre, los pequeños senos virginales, los hombros anchos y llenos.
Podía tener no más de ocho o diez años, si bien a primera vista, tan precoz era, con formas ya femeninas, podía parecer de quince. Aquí y allá, destrozada por la cocción, especialmente sobre los hombros y los flancos, la piel dejaba ver, por los cortes y las resquebrajaduras, la carne tierna, argentina, en un punto dorada, en otro, hasta parecer vestida de violeta y amarillo, como la propia Mrs. Flat. Y como Mrs. Flat tenía el rostro (que el ardor del agua hirviendo había hecho saltar fuera de la piel como salta la de un fruto demasiado maduro) parecido a una reluciente máscara de porcelana antigua, y los labios salientes, y la frente alta y estrecha, los ojos redondos y verdes. Tenía los brazos cortos, una especie de aletas terminadas en punta, en forma de manos sin dedos. Un tufo de crines le brotaba de la cabeza, que parecían cabellos y bajaban por los lados del pequeño rostro, como hecho de grumos, que parecía esbozar una mueca de sonrisa alrededor de la boca. Los flancos, largos y esbeltos, terminaban, como dice Ovidio, in piscem, en cola de pez. Yacía aquella chiquilla en la fuente de plata y parecía dormir. Pero, por un imperdonable olvido del cocinero, dormía como duermen los muertos, con los ojos abiertos, como aquellos a quienes nadie ha tenido la piadosa atención de bajar los párpados, con los ojos abiertos. Y miraba los tritones de Luca Giordano soplar en sus conchas marinas y los delfines enganchados en la cola de Venus, galopando sobre las olas, y Venus desnuda sentada en su áurea concha y el blanco y rosado cortejo de sus Ninfas y Neptuno, tridente en mano, correr sobre el mar arrastrado por la fuga de sus blancos caballos, sedientos todavía de la sangre de Hipólito. Miraba aquel Triunfo de Venus pintado en el techo, aquel mar turquesa, aquellos peces argentinos, aquellos verdes monstruos marítimos, aquellas blancas nubes errantes en el fondo del horizonte y sonreía estática; aquel era su mar, aquella era su patria perdida, el país de sus sueños, el reino feliz de las sirenas.
Era la primera vez que veía una chiquilla cocida, una chiquilla hervida; y callaba, poseído de un terror sacro. Todos, en torno a la chiquilla, estaban pálidos de horror.
El general Cork levantó la vista hacia sus comensales y con voz temblorosa exclamó:
-¡Pero eso no es un pescado! ¡Es una chiquilla!
-No -dije-, es un pescado.
-¿Está seguro de que es un pescado, un verdadero pescado? -dijo el general Cork pasándose la mano por la frente bañada de un sudor frío.
-Es un pescado -dije-, es la famosa sirena del Acuarium.
Después de la liberación de Nápoles, los aliados habían prohibido por razones militares la pesca en el golfo; entre Sorrento y Capri, entre Carpi e Ischia, el mar estaba plagado de minas errantes que hacían peligrosa la pesca. Y tampoco los aliados, especialmente los ingleses, se fiaban de dejar que los pescadores saliesen a alta mar por temor a que llevasen informaciones a los submarinos alemanes o les procurasen nafta, o pusiesen de un modo u otro en peligro los centenares de navíos de guerra, transportes militares y Liberty-ships, anclados en el golfo. ¡Desconfiar de los pescadores napolitanos! ¡Creerlos capaces de un tal delito! Pero lo mismo daba; la pesca estaba prohibida.
En todo Nápoles era imposible encontrar no digo ya un pescado, sino una rodaja de pescado; ni una sardina, ni una escorpina, ni una langosta, un salmonete, un pulpito, nada. De manera que el general Cork, cuando ofrecía una cena a algún alto oficial aliado, a un mariscal Alexander, a un general Juin, a un general Anders o a cualquier importante hombre político, a un Churchill, a un Vichinsky, a un Bogomolov o a cualquier comisión de senadores americanos venidos en avión de Washington para recoger las críticas de los soldados de la V Army a sus generales, y sus opiniones, y sus consejos sobre los más graves problemas de la guerra, había tomado la costumbre de surtir su mesa con los peces del Acuarium de Nápoles que, después del de Mónaco, es sin duda el más importante de Europa.
Luca Giordano |
En las cenas del general Cork el pescado era siempre, por consiguiente, fresquísimo y de especies raras. Durante la cena que había dado en honor del general Eisenhower, habíamos comido el famoso "pulpo gigante" ofrecido al Acuarium de Nápoles por el emperador de Alemania Guillermo II. Los célebres peces japoneses llamados "dragones", donativo del emperador del Japón Hiro Hito, fueron sacrificados en la mesa del general Cork en honor de un grupo de senadores americanos. La enorme boca de aquellos peces monstruosos, las branquias amarillas, las aletas negras y rojas parecidas a alas de murciélagos, la cola verde y oro, la frente erizada de puntas y crestada como el yelmo de Aquiles, habían deprimido profundamente el ánimo de los senadores americanos ya preocupados por la marcha de la guerra contra el Japón. Pero el general Cork a cuyas virtudes militares acompañaba la cualidad de perfecto diplomático, había levantado el ánimo de sus comensales entonando el "Johnny got a zero", la famosa canción de los aviadores del Pacífico que todos cantaron a coro.
Los primeros tiempos, el general Cork había hecho pescar el pescado para su mesa en las riberas del Lago de Lucrino, célebre por las feroces y exquisitas morenas que Lúculo, que tenía su villa en las cercanías de Lucrino, alimentaba con la carne de sus esclavos. Pero los periódicos americanos, que no perdían ocasión de hacer acerbas críticas del Alto Mando de la U. S. Army, habían acusado al general Cork de mental cruelty, por haber obligado a sus huéspedes, "respetables ciudadanos americanos", a comer las morenas de Lúculo. "¿Puede decirnos el general Cork -habían osado imprimir algunos periódicos- con qué carne nutre a sus morenas?"
Como consecuencia de esas acusaciones el general Cork dio inmediatamente la orden de pescar los peces para su mesa en el Acuarium de Nápoles. Y así, uno a uno, los peces más raros, los más famosos del Acuarium, fueron sacrificados a la mental cruelty del general Cork; incluso el famoso pez espada , regalo de Mussolini (que fue servido hervido rodeado de patatas hervidas), y el magnífico atún, donativo de su majestad Vittorio Emmanuele III, y las langostas de las islas Wright, gracioso regalo de Su Majestad Jorge V de Inglaterra.
Las preciosas ostras perlíferas que S. A. el duque de Aosta, virrey de Etiopía, había enviado al Acuarium (eran ostras perlíferas de la costa de Arabia, frente a Massaua), habían alegrado la cena que el general Cork ofreció a Wichinsky, vicecomisario soviético de Asuntos Exteriores, entonces representante de la URSS en la Comisión Aliada en Italia. Wichinsky quedó muy maravillado de encontrar en cada una de las ostras una perla rosada del color de la luna naciente. Y levantó la vista del plato, mirando al general Cork con la misma mirada con la cual hubiera mirado al emir de Bagdad durante una cena de Las Mil y Una Noches.
-No escupa usted el hueso -le había dicho el general Cork-; es delicioso.
-¡Pero si es una perla! -había exclamado Wichinsky.
-Of course, is a pearl! Dont't you like it?
Wichinsky se había embuchado la perla murmurando entre dientes en ruso:
-¡Estos asquerosos capitalistas!...
Y no menos maravillado quedó Churchill cuando, invitado a cenar por el general Cork, encontró en su plato un extraño pescado, redondo y delgado, de color acero, parecido al disco de los antiguos discóbolos.
-¿Qué es eso? -preguntó Churchill.
-A fish, un pescado -respondió el general Cork.
-A fish? -dijo Churchill, observando atentamente aquel extraño animal.
Imperdible el breve diálogo entre el ingenuo y brutal norteamericano y su mayordomo, italiano desapasionado de cinismo malapartesco:
-¿Cómo se llama este pescado? -preguntó el general Cork al mayordomo.
-Es un torpedo -respondió el mayordomo.
-What? -peguntó Churchill.
-Un torpedo -dijo el general Cork.
-¿Un torpedo? -dijo Churchill.
-Yes, of course, a torpedo -dijo el general Cork; y volviéndose hacia el mayordomo le preguntó qué era un torpedo.
-Un pez eléctrico -dijo el mayordomo.
-Ah, yes, of course, un pez eléctrico! -dijo el general Cork, mirando a Churchill; y los dos quedaron mirándose, como dos peces entre dos aguas que no se atreven a tocar el torpedo.
-¿Está usted seguro de que no es peligroso? -preguntó Churchill, después de algunos instantes de silencio.
El general se volvió hacia el mayordomo.
-¿Cree usted que puede ser peligroso tocarlo? Está lleno de electricidad.
-La electricidad -respondió el mayordomo en inglés pronunciado con un acento napolitano- es peligrosa cuando está cruda; cocida no hace daño.
-¡Ah! -exclamaron a la vez Churchill y el general Cork; y lanzando un suspiro de alivio tocaron el pescado con la punta de su tenedor.
Pero un buen día se acabaron los peces del Acuarium; no quedaba más que la famosa Sirena (ejemplar bastante raro de esa especie de "sirénidos" que por su forma casi humana han dado lugar a la antigua leyenda de las sirenas), y algunas maravillosas ramas de coral.
El general Cork que tenía la laudable costumbre de ocuparse personalmente de las más íntimas cosas, había preguntado al mayordomo qué calidad de pescado podría encontrarse en el Acuarium para la cena en honor de Mrs. Flat.
-Poco ha quedado -contestó el mayordomo-, la sirena y algunas ramas de coral.
-¿Es un buen pescado la sirena?
-¡Excelente! -contestó el mayordomo sin pestañear.
-¿Y los corales? -preguntó el general Cork, que cuando se ocupaba de cosas de comida era sumamente minucioso-, ¿son buenos para comer?
-No, los corales no, son un poco indigestos.
-Entonces nada de corales.
-Podemos ponerlos alrededor -había respondido imperturbable el mayordomo.
-That's fine!
Y el mayordomo había escrito en la minuta de la cena.
"Sirena salsa mayonesa con corales"
Fotograma del film "La piel", de Liliana Cavani |
Y ahora todos contemplaban lívidos, mudos de sorpresa y de horror aquella pobre chiquilla muerta, tendida con los ojos abiertos sobre la fuente de plata, sobre un lecho de verdes hojas de lechuga, en medio de una guirnalda roja de corales.
Recorriendo las miserables callejuelas de Nápoles, ocurre con frecuencia vislumbrar en alguna habitación "baja", un muerto tendido en la cama entre una guirnalda de flores. Y no es raro ver a una chiquilla muerta. Pero no había visto nunca a una chiquilla muerta tendida entre una guirnalda de corales. ¡Cuántas pobres madres hubieran augurado para sus hijas muertas una tan maravillosa guirnalda de corales! Los corales se parecen a las ramas del melocotonero en flor, dan alegría al mirarlos, dan un no sé qué de alegre, de primaveral, a los cadáveres de los chiquillos. Yo miraba aquella pobre chiquilla hervida, y temblaba de piedad y de orgullo dentro de mí. ¡Qué maravilloso país es Italia!, pensaba. ¿Qué otro pueblo del mundo puede permitirse el lujo de ofrecer a un ejército extranjero que ha destruído su patria una sirena con mayonesa, rodeada de corales? ¡Ah! ¡Valía la pena perder la guerra, sólo para ver a aquellos oficiales americanos, a aquella orgullosa mujer americana, pálidos, aterrados de horror, en torno al cadáver de una sirena, de una deidad marina muerta sobe una fuente de plata, en la mesa de un general americano!
-Disguting!-exclamó Mrs. Flat tapándose los ojos con la mano.
-Yes... I mean... yes... -balbuceaba pálido y tembloroso el general Cork.
-¡Llevaos eso pronto! ¡Llevaos esta cosa horrible! -gritó Mrs. Flat.
-¿Por qué? -dije-, es un pescado excelente.
-¡Pero tiene que ser un error!... I beg pardon... but... debe ser un error... I beg pardon...
-balbuceó, con un lamento de dolor el pobre general Cork.
-Les aseguro que es un pescado excelente -dije.
-¡Pero no podemos comer that... esta chiquilla... that poor girl! -dijo el coronel Eliot.
-No es una chiquilla -dije-, es un pescado.
-General -dijo Mrs. Flat con voz severa-, espero que no me obligará a comer that... this... that poor girl!
-¡Pero si es un pescado! -dijo el general Cork-, un pescado excelente. He knows...
-No he venido a Europa para que su amigo Malaparte and you me obliguen a comer carne humana -dijo Mrs. Flat con voz que temblaba de rabia-, dejemos para este barbarous italian people to eat children at diner. I refuse. I am a honest american woman. I don't eat italian children!
-I am sorry, I am terribly sorry -dijo el general Cork, enjugándose la frente bañada de sudor-, pero en Nápoles todo el mundo come esa especie de chiquillos... yes... I mean... that sort of fish!... ¿No es verdad, Malaparte, que that sort of children... of fish... is excellent?
-Es un pescado excelente -respondí- y, ¿qué importa que tenga el aspecto de una chiquilla? Es un pescado. En Europa los peces no tienen obligación de parecer peces.
-¡Ni en América tampoco! -exclamó el general Cork, contento de encontrar a alguien que tomase su defensa.
-¿What? -gritó Mrs. Flat.
-En Europa -dije-, los peces son libres, ¡por lo menos los peces! Nadie les prohíbe parecerse a.. qué sé yo... a un hombre, a una chiquilla, a una mujer. Y esto es un pez aunque... Por otra parte -añadí- ¿qué creían ustedes venir a comer a Italia, el cadáver de Mussolini?
-Ah, ah, ah, funny! -gritó el general Cork con una risa demasiado estridente para ser sincera-. ¡Ja, ja, ja! -Y todos le hicieron coro, con una carcajada en la cual el espanto, la duda, la alegría y el horror se conjugaban extrañamente. No he querido nunca tanto a los americanos, no los querré nunca tanto como aquella noche, en aquella mesa, delante de aquel pescado.
-No pretenderá usted, espero -dijo Mrs. Flat, pálida de ira y horror-, ¡no pretenderá hacerme comer de esta horrible cosa! ¡Usted olvida que soy americana! ¿Qué dirían en Washington, general, qué dirían en el War Departament si supiesen que en sus cenas se comen chiquillas hervidas, boiled girls?
-I mean?... yes... of course... -balbuceó el general Cork, dirigiéndome una mirada de súplica.
-Boiled girls with mayonese! -añadió Mrs. Flat con voz helada.
-Olvida usted el acompañamiento de corales -dije, como si quisiera con mis palabras justificar al general Cork.
-I don't forget corals! ¡No olvido los corales! -exclamó Mrs. Flat fulminándome con la mirada.
-Get out! -gritó de improviso el general Cork al mayordomo, indicándole con el dedo la sirena-, get out that thing!
-General, wait a moment, please -dijo el coronel Brown, capellán del Cuartel General- we must bury that... that poor fellow.
-What? -exclamó Mrs. Flat.
-Hay que enterrar este... esta... I mean... -dijo el capellán.
-Do you mean... -dijo el general Cork.
-Yes, I mean bury -dijo el capellán.
-But... it's a fish... -dijo el general Cork.
-Es posible que sea un pescado -dijo el capellán-, pero tiene más bien el aspecto de una chiquilla... Permítame que insista; nuestro deber es dar sepultura a esta chiquilla... I mean, a este pescado. We are christians. ¿No somos acaso cristianos?
-Lo dudo -dijo Mrs. Flat, dirigiendo al general una fría mirada de desprecio.
-Yes, I suppose... -dijo el general Cork.
-We must bury it -dijo el general Brand.
-All right -dijo el general Cork-, pero, ¿dónde debemos enterrarlo? Yo propondría tirarlo a la basura; me parece lo más sencillo.
-No -dijo el capellán-; no estoy del todo seguro de que sea un pescado. Hay que darle una sepultura más decente.
-¡Pero en Nápoles no hay cementerios para peces! -dijo el general Cork volviéndose hacia mí.
-No creo que los haya -dije-; los napolitanos no entierran a los peces, se los comen.
-Podemos enterrarlo en el jardín -dijo el capellán.
-Esto es una buena idea -dijo el general Cork, iluminándosele el rostro-. Podemos enterrarlo en el jardín.- Y volviéndose hacia el mayordomo añadió-: Por favor, vayan a enterrar esto..., este pobre pescado en el jardín.
-Sí, mi general -dijo el mayordomo, inclinándose, mientras los criados levantaban la enorme fuente de plata maciza y la depositaban sobre las angarillas.
-He dicho enterrarlo en el jardín -dijo el general Cork-; les prohíbo que se lo coman en la cocina.
-¡Oh, mi general! -dijo el mayordomo-. Pero, ¡es una lástima! ¡Un pescado tan bueno...!
-No estoy seguro de que sea un pescado -dijo el general Cork- y les prohíbo que se lo coman.
El mayordomo se inclinó; los criados se dirigieron hacia la puerta llevando sobre las angarillas la reluciente fuente de plata, y todos seguimos con una mirada triste aquel extraño cortejo fúnebre.
-Será mejor -dijo el capellán levantándose de la mesa- que vaya a vigilar la sepultura. No quiero tener nada sobre la conciencia.
-Thank you, Father -dijo el general Cork, enjugándose la frente y dirigiendo tímidamente una mirada a Mrs. Flat con un suspiro de alivio.
-Oh, Lord! -dijo Mrs. Flat, alzando los ojos al cielo.
Estaba pálida y las lágrimas brillaban en sus ojos. Me causó placer verla conmovida, le agradecí profundamente aquellas lágrimas. La había juzgado mal; Mrs. Flat era una mujer de corazón. Si lloraba por un pescado, hubiera acabado sin duda, un día, sintiendo incluso piedad por el pueblo italiano, llorando por los duelos y los sufrimientos de mi pobre pueblo.
Curzio Malaparte (1898-1957)
Imagen de cabecera: Sirena, de Elisabeth Jerichau Baumann.
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