viernes, 2 de abril de 2021

Tilos, robles




No llueve con saña pero el agua cae con ganas suficientes como para que un minuto de exposición a ella acabe por empaparte.

Camino por el pueblo entre casas solariegas con jardines a los que la llovizna arranca un relente de ensueño, como una droga antigua que, cerrando los ojos, podría llevarte a días largamente idos y aún más allá.

Ahora sí: un momento de enojo celeste y el agua pica más fuerte, amenazando con ensopar mi pantalón y mis zapatillas a  pesar del paraguas.

Salgo de la calle por donde ando para evitar salpicaduras de baldosas traviesas y busco refugio bajo un tilo colmado de hojas muy cercanas unas de otras que forman un gran dosel natural. Un perro lanudo, debajo de un árbol cercano, ovillado sobre una protuberancia del terreno abultado sin dudas por raíces, me enseña qué hacer.

Parado sobre una elevación parecida, la mano apoyada en la corteza para conservar el equilibrio, cierro los ojos embriagado por el blend aromático que el agua no consigue sofocar. Y por un momento me pierdo en una visión ajena de casi un siglo atrás, soñada por un tejano en uno de los lugares más áridos de América. 

Entre 1929 y 1936, Robert E. Howard, el escritor estrella de la revista pulp más popular de su tiempo, Weird Tales, creador de personajes generosamente épicos como Conan de Cimmeria, Bran Mak Morn y Solomon Kane, por nombrar sólo a los más conocidos, imaginó un episodio en la vida del rey Kull de Valusia (otra creación inolvidable) que en lugar de narrar en prosa versificó en un hermoso poema titulado The king and the oak (El monarca y el roble).

En él, Howard habla del combate entre el atlante y un roble majestuoso que lo apresa entre sus ramas arrancándolo de su montura, desgarra su veste real y amenaza con descuartizarlo. El rey poco puede hacer ante semejante enemigo, salvo extraer una daga enjoyada y procurar desembarazarse de las ramas, hiriéndolas. Pero lo que busca el árbol -y el bosque que parece presidir- es aleccionarlo, no matarlo. Un coro fúnebre surge del robledal y Kull siente en su cuerpo, a través de la piel en contacto con la corteza, un mensaje vegetal antiguo como la humanidad. "Éramos los señores del mundo antes de que el hombre llegara y volveremos a serlo". Una visión del estrago causado por sus congéneres en el reino verde inunda la cabeza del rey.

Al amanecer, Kull despierta al pie del roble contra el que se ha quedado dormido, con sus ropas intactas y su piel sin rasguño alguno. Piensa que todo ha sido un sueño. Sin embargo, algo en su interior sigue perturbándolo. Pero como todo hombre, de aquellos o de estos tiempos, es poco más que un bárbaro. Así que sin hacerse demasiadas preguntas, sigue su camino cabalgando "silencioso hacia el mar". 

Simple y bello, ¿no?

Sin embargo, barroco consuetudinario, la visión me llega a través de un interpósito soñador. En algún lugar de Auburn, pongamos que en 1939 (la elección no es caprichosa: en febrero de ese año Weird Tales publicó el poema de Howard), en esa dimensión donde los escritores siguen a salvo del olvido por el tributo sostenido de sus lectores, el poeta californiano Clark Ashton Smith sufre un contratiempo parecido al mío y también se ve obligado a resguardarse bajo la copa de un árbol. Con el rumor del poema de Howard en la cabeza, leído días o semanas atrás, apoya su frente en la corteza del árbol elegido (¿un roble?, ¿un tilo?) y siente la ira del roble de Kull que es la que yo percibo en mi tilo, la misma que seguirá comunicando cada árbol a quien quiera sentir el mensaje hasta que se extinga lo verde de la faz de la tierra o el género humano.




Imagen de cabecera: Kull, boceto de Justin Sweet


No hay comentarios.:

Publicar un comentario