domingo, 4 de agosto de 2019

Lamia o del pacto con el arte



¡Cuándo despertaré de esta tumba y sus coronas!/¡Cuándo pasaré a un dulce cuerpo hecho para la vida,/el amor y el placer...!  
                                                                                                                                                John Keats

Con la precisión de un sueño de lord Dunsany y en cálidas tonalidades prerrafaelitas, se abre ante mí el estudio de Herbert James Draper durante una íntima sesión de pintura. Delicada visión que parece formarse en la habitación en la que escribo a partir de unas pocas fotografías en sepia desplegadas sobre mi escritorio.
¿Delirio? ¿Ensueño? Poco importa. Sólo cuenta lo que capta el intoxicado ojo de mi mente.

El lugar se encuentra atiborrado de telas suntuosas, objetos para la ambientación de sus cuadros y una incontable cantidad de lienzos, acabados o en preparación, en los que reluce la seda de los cuerpos desnudos, jóvenes y esbeltos que caracterizan sus obras.
¡Mujeres! ¡Mujeres! ¡Mujeres hermosas que parecen requerirlo desde paredes y caballetes!
Él, no obstante la belleza que lo rodea, parece no tener ojos más que para lo que pinta. Está sentado frente a un caballete en un banco minúsculo, apenas un escabel, como prosternado ante su obra, justo en el centro del estudio. Un sultán en un harén de concubinas bidimensionales, obsesionado con una sola de ellas...

Me acerco por detrás, con el sigilo de los soñadores consumados.
Pinta, concentradamente, otro desnudo que sí parece convocar sus sentidos. Todos; hasta llega al extremo, después de voltear su cabeza por sobre un hombro, al parecer temeroso de que alguien pueda estar observándolo, de oler el sexo de la mujer, cubierto por una túnica de seda azul, como si esnifara la más dulce de las drogas.

Lamia, de Herbert James Draper
La mujer se encuentra sentada en una gran roca moteada de musgo que sirve también de apoyo a su cuerpo algo lánguido, de enferma o soñadora. El brazo derecho, la axila y el torso, por ese lado, se apoyan en la piedra, mientras su mentón lo hace en la muñeca de la mano vuelta hacia el cuerpo, laxa como una flor exangüe, marchita. Entre la roca y el cuerpo, una tela semitransparente baja por la piedra suavizando el contacto con ella. Está descalza; un pie, visible, descansa sobre la pantorrilla de la pierna opuesta; el otro, fuera de foco, se imagina metido en agua, pues las rocas húmedas que la rodean y un triángulo de agua verde ligeramente agitada que puede verse a la derecha de su figura, hace presumir que más acá del cuadro hay un río o lago que el artista no se ha tomado el trabajo de pintar. Tres detalles llaman la atención: la flor roja que da la nota de color, colgando entre los dedos de su mano-flor; la faja corrugada que rodea su cintura y una pequeña víbora que aplasta con el codo apoyado en la roca.
La flor no es, como puede parecer, un detalle para reforzar la imagen femenina ni un capricho o automatismo del pintor; su presencia es deliberada, obedece a un simbolismo cromático de la escuela a la que pertenece.
La faja corrugada es otro rasgo simbólico: la piel de una serpiente que acaba de mudar... de forma.
La víbora aplastada por su brazo no se vuelve para atacar; al contrario, mira en la dirección de la mujer como si fuera una hija pequeña que remeda a su madre.

La mujer que Draper acaba de pintar y repasa obsesivamente, no es una mujer: es una lamia...

* * *

En su Diccionario de Mitología Griega y Romana, Pierre Grimal, al referirse a Lamia, escribe: "Se llamaban también Lamias unos genios femeninos que, agarrándose a las personas jóvenes, les sorbían la sangre."
Pero Herbert James Draper ignora por completo esta definición por la sencilla razón de que faltan más de cuarenta años para que Grimal ponga su pluma en remojo para acometer la enorme empresa de su diccionario.
La fuente de Draper es uno de los poemas más hermosos del mundo: Lamia, de John Keats.

Cuando después de ahogado en el golfo de Spezia el cadáver de Shelley apareció en la costa italiana desfigurado por los peces, su amigo Trelawny lo reconoció por el tomo de poemas de Keats que llevaba en el bolsillo, abierto por el poema que nos ocupa. En la lejanía, la Isola di Gorgona habrá reído del patético detalle "con convulsiones de isla". Trelawny incineró en la playa, a la manera pagana, el cuerpo de su amigo. Byron estaba allí y disputó el corazón del poeta, que no consumieron las llamas, a Mary Shelley, su mujer... Me pregunto cuánto influyó el hallazgo del poema de Keats en el bolsillo del ahogado en toda esa opereta salvaje.

Lamia, 1905. William Waterhouse
Demasiado conocida es la fuente utilizada por Keats en la escritura de su poema, así que no nos demoraremos en ella. Baste recordarle al lector no informado o perezoso de memoria, que se trata de aquel pasaje de Burton en Anatomía de la melancolía que narra la historia de Lamia y Lycius, es decir, la relación entre un monstruo ávido y un hombre apasionado, interrumpida shakespeareanamente por Apolonio, taumaturgo de Tiana, con la disolución de la criatura (una mujer-serpiente) y de todo su fantasmagórico engaño en las mismísimas narinas del amado. Curiosamente, la anécdota de Burton, tomada de la Vida de Apolonio de Filóstrato, parece ser más conocida que el poema keatsiano.
En un acercamiento inolvidable (Dulce monstruo, de su contundente libro Imagen de John Keats), Julio Cortázar libera su subjetividad y dice cosas reveladoras sobre el poema.
Los pasajes de Filóstrato, grosso modo, narran el encuentro de la serpiente devenida mujer y su víctima, el engaño sufrido por Lycius que cae rendido ante la falsa belleza de la lamia, la deslumbrante boda entre ambos y la oportuna intervención del mago Apolonio que conjura el embrujo de la serpiente. En el poema de Keats, el argentino habla de una vuelta de tuerca que humaniza al monstruo, lo convierte en una presa de amor. Según Cortázar, pecan de ingenuos los que reducen la obra a elegante metáfora autobiográfica, viendo en él un forzado ménage à trois sin sexo entre Keats/Lycius, Fanny/Lamia y Charles Brown/Apolonio, trío en el que, para el mismo lector desinformado o amnésico de arriba, Fanny Brawne fue el amor o la pasión idealizada de Keats y Charles Brown su amigo y tercero en discordia. Para Cortázar, el poema tiene que ver con pulsiones más profundas, representando, en el mejor de los casos, aquello que el poeta no se atrevió a ejecutar en Fanny Brawne. Alude a Robert Bridges y a Sidney Colvin, quienes, pacatamente, cuestionan la moral del poema. Keats, hasta el momento de Lamia, había observado una conducta intachable (¿qué será eso?) en sus obras. La proximidad de la muerte, su conciencia de inmediata finitud (recordemos que era un tísico terminal), tal vez liberó al hombre lleno de necesidades que había en él, sin mengua del poeta, dando como resultado Lamia, quizás el más humano de sus poemas.
Pero me pierdo entre las ramas de mi digresión. Vuelvo a Cortázar...

"Lamia, pesadilla de Endimión... noche del día keatsiano". En esta frase, estenógrafo de lo maravilloso, resume Julio todo lo anterior. El idealista Keats da paso al joven cuya libido ya a duras penas puede ser canalizada a través de la escritura, exige fraguar en experiencia. Pero cada vez que el poeta mira a Fanny a los ojos, después de revolcarse con ella en el más húmedo de sus sueños, se encuentra con un templo inviolable... para pesar de ambos. Entonces, la escritura insiste en socorrerlo (sólo a él, pobre Fanny) y suceden (en el sentido que Whistler da a esta palabra al referirse a la creación artística) los milagros visuales de Lamia.

Gustave Moreau, detalle
La "acumulación cromática" y el "cataclismo pictórico" de que habla Cortázar al referirse a las imágenes de la descripción del monstruo y su desdibujamiento para convertirse en mujer ("Pobre monstruo abigarrado sobre el que se descarga una acumulación cromática y una precisión de detalles que llevan a pensar en los bestiarios de Lautréamont o las pinturas de Séraphine"; "En el extremo de este cataclismo pictórico, Lamia se disuelve en el aire y desaparece de Creta."), parecen ser los conceptos considerados por los artistas victorianos a la hora de interpretar el poema de Keats. La elección se limita casi sin excepción al instante inmediatamente posterior a la conversión del monstruo en mujer, con señales a su alrededor de haber sido otra criatura  un momento antes.
"Acumulación cromática", "cataclismo pictórico"... Algunos años antes de Draper y muchísimos antes de Cortázar, Gustave Moreau, pintor de enjoyadas figuras mitológicas, predicaba entre sus alumnos la "richesse nécessaire"... Otra manera de nombrar lo mismo.

(Muchos son los cuadros memorables del poema, pero Cortázar eligió los mejores y los tradujo soberanamente. De modo que me atengo a ellos y a sus inmejorables versiones.)

Era un nudo gordiano de color deslumbrante, / manchado de bermellón, oro, verde y azul; / estriado cual la cebra, moteado como el leopardo, / con ojos de pavo real, con listas carmesí, / y llena de plateadas lunas que, al respirar, / se fundían o con más fuerza brillaban, o entrelazaban / su lumbre con las más apagadas tapicerías... / Así, con flancos irisados, llena de desdicha parecía a la vez un hada en pena, / una amante del demonio, o el demonio mismo.

Su cabeza era de serpiente, pero ¡oh amarga dulzura! tenía boca de mujer, con todas sus perlas...

Ya a solas, la serpiente empezó / a cambiar; su sangre de elfo corría locamente, / espumaba su boca, y la salpicada hierba / secábase bajo rocío tan dulce y virulento; / sus ojos, fijos en la tortura y la angustia atroz, / ardientes, vidriosos, dilatados, de calcinadas pestañas, / lanzaban fosforescencias y vivas chispas, sin una sola refrescante lágrima. / Inflamados todos los colores de su cuerpo, / retorcíase, convulsionada por un dolor escarlata. / Un amarillo volcánico y oscuro reemplaza / la suave gracia lunar de su cuerpo; / y, así como la lava arrasa los prados, / destruye sus plateadas escamas y sus oros recamados, / apaga sus motas, sus franjas y sus bandas, / eclipsa sus medialunas, lame sus estrellas...)

Virgen de purísimos labios, pero en la ciencia / de amor instruída hasta lo más hondo de su rojo corazón, / nacida hace apenas una hora, mas llena de inteligencia / para separar la delicia del dolor, su vecino, / definir su irritante frontera y distanciar / sus puntos de contacto...

Tú, espléndido arabesco de ojos melancólicos.

La disolución de la serpiente en ese torbellino de encendidos colores, es el láudano creativo, la indispensable sobredosis pictórica a consumir para que Lamia, la lamia humana, nazca de los pinceles. Sin ese estímulo poético, no hubiera sido posible la decantación del monstruo en mujer en cada tela victoriana.

A lo largo de la nota, se han visto las suntuosas interpretaciones de Herbert James Draper y de William Waterhouse. Una tercera versión, agreste, la de Anna Lea Merritt, la muestra como una belleza pelirroja que de no ser por el irresistible rictus de ofrecimiento y la poderosa serpiente que asoma debajo, entre ramas que le sirven para camuflarse, parecería una dama perdida a punto de ser devorada por la fronda encantada que la rodea. Y uno se pregunta cuántos cadáveres desangrados de bellos Lycius habrá escondidos en la enramada en la que se recuesta, porque su estatismo, la cabeza constelada de cabellos rojos, el vestido bordado de flores y hojas, la piel alba del cuello estirado como un tallo y su boca de capullo entreabierto, hacen de ella una flor... carnívora.

                                                             
Lamia, de Anna Lea Merrit

Pero observando mejor la obra de Merritt, tal vez lo que representa es el instante mismo de la conversión de la serpiente en mujer, como si precediera en un paso a sus célebres colegas, en un intento de captar todo el sueño verbalizado de Keats. Porque mirando más atentamente el cuadro, lo que a simple vista se confunde con ramas o gruesas raíces que parecen formar un nido en el que descansa la mujer, resultan ser las vueltas del pellejo de una serpiente que acaba convirtiéndose en un vestido estampado, no con hojas y flores sino con difusas escamas. Y no es alocada esta última interpretación porque hay un envaramiento, una tensión de salto en ese cuerpo, que recuerda el de las serpientes a punto de atacar.

El cuadro de Merritt es de 1906, anterior a los otros, de 1909. Si no fuera por una primera versión de Waterhouse de 1905, podríamos decir que la primera interpretación plástica victoriana del poema de Keats es de una mujer. (Queda por develar lo imposible: cuál de los artistas convivió durante más tiempo con el esbozo mental de su creación antes de ponerse a trabajar en ella...)

Lamia, 1909. William Waterhouse
El cuadro de Waterhouse (la más hermosa de las dos Lamias que le conozco, además de varios estudios preparatorios), tiene la típica delicadeza y sensualidad de sus mujeres.
La serpiente acaba de mudar en mujer y se mira en el agua de un estanque. No sonríe, seguramente insatisfecha con la metamorfosis. Y es que, a pesar de su belleza, aún hay algo de ofídico en sus rasgos. Su anterior encarnadura la rodea como un manto heráldico: oro y azur, con motas oscuras como los ojos en las plumas de los pavos reales. Si pudiéramos dar vuelta el pellejo, aquí y allá descubriríamos grumos de sangre fresca, como si recién se hubiera desprendido de su viejo cuerpo. Keats, recordemos, nos habla en su poema de un "dolor escarlata".
Bellísimo el drapeado del vestido ligero y el color elegido para él; bellísimo el detalle del lado caído y la insinuación del seno con su veladura de talco; bellísimas las perlas en la seda castaño-rojiza del pelo, mágico tocado nacido con ella; bellísimos sus pies sin mácula de suciedad, a pesar del sitio en que se apoyan, y más bello aún su reflejo en el estanque, entre las flores y nenúfares posados en la piel del agua... Finalmente, bellísimo el pellejo de serpiente que envuelve su regazo y se enrosca a un costado, contra un árbol que abraza una gruesa raíz. El fondo de vegetación difusa apenas cumple una función de soporte: sus verdes oscuros realzan aún más la belleza de la ya de por sí hermosísma lamia...

La obra de 1905, la que le roba a Merritt el privilegio de ser la primera, es más elaborada pero feudal, nada griega. Ese Lycius portando armadura artúrica, incomoda un poco. Pero no por ello debe negarse su encanto.
El rostro y el cabello de Lamia, su vestido y la recamada piel de serpiente que acaba de desprenderse de su cuerpo para dar paso a la mujer, casi idénticos a los de la pintura de 1909 que acabo de reseñar tan subjetivamente, sugieren una secuencia o, al menos, un intento de secuencia. Como si la intención de Waterhouse hubiera sido ilustrar el poema o, mejor, hacer de él una versión ilustrada. Pero quizá no hubiera tal intención sino simple indecisión. Porque son muchos los momentos del texto de Keats que resultan fascinantes, en especial para un artista.
Examinando en mi computadora el cuadro en cuestión, me doy cuenta, al agrandar la imagen para perderme en sus detalles, que el centro nodal de la obra lo constituyen las manos de la lamia y el caballero, encimadas en un inicial gesto de amor. Ella toma la iniciativa. Él permanece confundido pero no opone resistencia; difícil no verlo como un Perceval, como un caballero del Grial tentado por una diablesa.
Bajando un poco, al pie de la piedra enmohecida donde tiene lugar el amoroso teatro de las manos, pueden verse unas ramas florecidas bajo las cuales se pierde el vistoso pellejo: mínimo paraíso condenado. Eva, Adán, la serpiente... la vieja historia con galas medievales. Desde ahí, siguiendo a la sierpe en sentido ascendente, se desemboca en el torso, la cabeza y, finalmente, los rasgos de la bella que parecen a punto de dispararse hacia arriba, al rostro del doncel para estampar un beso en su boca. ¿Hambre o deseo? ¿Lamia quiere su sangre o su amor? De darle el crédito a Keats, lo segundo; de seguir a Filóstrato, lo primero.
El cuadro congela el momento central del poema: el de la tentación.

Una más de Waterhouse.
Buscando otras versiones de Lamia, me topo con una obra del inglés titulada Ariadna. Entiendo que el momento plasmado, a juzgar por la despreocupada actitud de la retratada, recostada al aire libre en un banco de mármol y custodiada por unos leopardos tan relajados como ella (¿leopardos en Creta?), corresponde a su indolente vida en palacio antes del Minotauro, de Teseo y del laberinto.
El rumor del mar la adormece.
La inercia visual me hace ver en ella a Lamia: el pecho de Lamia, los rasgos de Lamia, el cabello castaño-rojizo, la insinuación de perlas en el pelo...
¿La misma modelo?
Tal vez.
Todo concurre para que piense en Lamia.             
Pero en este caso, en una Lamia saciada...


Ariadna, de William Waterhouse

* * *

Llevado por el entusiasmo y cierto exceso de confianza, convierto esto -un sueño, una divagación- en una disquisición sobre arte y poesía. ¡Qué coraje! (Perdón, Herr Lessing.) Vuelvo a las primeras líneas.
Pero antes, para recuperar aquella laxitud inicial, enciendo otro cigarrito egipcio de esos que, según mi hermano que me los trae de sus viajes, siguen haciéndose con cierto "blend non sancto" del siglo XIX...

Estaba en el estudio (imaginado, pero no muy distinto del que entregan las fotografías de época) de Herbert James Draper.
Con obsesiva atención, da los últimos retoques a su cuadro. Curiosamente, no se aleja de él para apreciarlo como un todo sino que trabaja casi pegado a la tela, sentado en su escabel, aplicando la punta del pincel con infinita paciencia, en un intento microscópico de agrandar o achicar un poro, de poblar o atenuar el casi invisible vello de la lamia.
El silencio es tan redondo que puede escucharse el roce de los pelos de marta en su búsqueda de perfección o, al menos, de paz para el pintor.
Y me parece escuchar otro sonido, un rumor de suspiros que me recuerda el canto de las sirenas que creía oír, de niño, leyendo una adaptación de la Odisea que aún conservo. Son (en los sueños no existe la duda) los llamados de sus concubinas desde paredes y caballetes. Pero como ya se ha dicho, Draper, Lycius perdido a su manera, no tiene sentidos más que para su Lamia.
Sin embargo, su comunión con la figura del lienzo no es epifánica. Quiero decir, perfecta al punto de desvincularlo por completo del entorno. Puede que se le hayan escapado los gemidos de sus semidiosas pintadas, pero un ruido claro, musical (de brazaletes caídos desde una de las mesitas de marfil o madera taraceada que hay en el estudio, deduce de inmediato el soñador), lo saca de su bruma contemplativa y conduce su mirada hacia un rincón de la habitación donde una mujer idéntica a la del cuadro (¿su modelo?), inmóvil hasta ese momento como las representaciones que la rodean, se despereza como si despertara de un sueño profundo. Bella durmiente como no la soñaran los Grimm (o tal vez sí, sin atreverse a plasmar en cuento esa íntima versión.)
Con el torso desnudo y la túnica caída casi por completo a causa de sus movimientos, aparece más hermosa y deseable que en el cuadro mismo. La piel de serpiente, o la tela estampada que simula serlo, se enrosca en su cintura y en su muslo izquierdo, confiriéndole un aspecto de bayadera que comienza o termina una danza de erotismo inquietante.
Sí, nada cuesta ver en ella a su modelo...
Mirando al pintor, le habla en un idioma extraño (que el sueño se ocupa de interpretar como griego clásico), y Draper, por toda respuesta, mueve la cabeza negativamente. Entonces asisto a una escena cargada de animalidad, de salvajismo arcaico: la mujer se crispa ante la negativa del pintor y estalla en un siseo que alcanza un trémolo agudo cuando abre la boca y muestra unos colmillos desproporcionados, unos colmillos como no tengo vistos desde La guarida del gusano blanco, película del inglés Ken Russell de 1988 que parodia grotescamente la novela homónima de Bram Stoker, pero que no por ello resulta menos terrorífica. La hermosísima Amanda Donohoe encarna a Sylvia Marsh, personaje de una oscuridad extrema, sacerdotisa de un culto inmemorial que revive en la Inglaterra rural de fines del siglo XIX (en la novela de Stoker) y de fines del XX (en el film de Russell).


Fotogramas del film La guarida del gusano blanco

Draper, con visible fastidio, se levanta y avanza hacia el rincón donde la mujer, recostada en un diván entre telas finas -un nido revuelto-, extiende sus brazos hacia él en gesto de apasionado recibimiento. Pero antes de llegar a ella, el pintor levanta la tapa de un gran cesto de mimbre que hay en el piso y toma de él algo vivo, a juzgar por cómo se retuerce colgando de su mano. Algo que resulta ser una cría de gato que extiende hacia la mujer desviando la mirada, como si reprobara con ello su reclamo. Entonces contemplo un acto de inconcebible ferocidad: la mujer se lleva el pequeño animal a la boca y, mordiéndolo y sacudiéndolo hasta matarlo, sorbe la sangre que mana de varias heridas hasta que, aparentemente saciada, arroja el cuerpecito inerme a la negrura de un rincón lejano.

Pero no termina ahí la escena ni mi asombro.
La modelo, con el rostro y el pecho embadurnados de sangre, chilla otra vez reclamando la atención de Draper. Este, que se ha quedado tenso delante de su obra, vuelve hasta el diván, se sienta en él y la besa suavemente. La sangre le mancha la boca, el bigote, la barbilla.
Luego, con gesto resignado, desabrocha su camisa y ofrece el cuello a la lamia que hinca con delicadeza sus colmillos en él y comienza a sorber con visible deleite.

¿Su pacto con el diablo?
Con el diablo o el arte, tal vez lo mismo.

Draper me mira como si me presintiera mientras se deja beber como una Lucy Westenra...


Para Nan, en el trasmundo.

                                                                                                 Daniel Milano

Enlace relacionado